domingo, 10 de agosto de 2014

LAS CARAOTAS NEGRAS Y EL HIPOTÁLAMO

                                                     Carlos Rojas Malpica (*)






Eso de que en todas partes se cuecen habas  no pasa de ser una vaga generalización que admite muchos matices. La facilidad con que se acepta el dicho entraña un peligro descomunal y poco advertido. Por estar cociendo habas los europeos de varios siglos han conocido verdaderas epidemias de fabismo. Trabajo para los médicos y dolor de tripas para los enfermos. Con ese mismo dicho se desliza ante el inadvertido un poroto maléfico conocido como “caraota negra”, que hace más estragos que una guerra en el intestino de los inocentes. Debo decir que nunca supe que pueblos inteligentes como judíos, japoneses y alemanes tuvieran en algún altar culinario a las dichosas caraotas negras.

Que las caraotas no se comen por instinto lo demuestra el comportamiento de los niños, quienes deben ser “enseñados”  a comerlas para que sólo después de mucha insistencia maternal lleguen a una relativa aceptación del grano y de su caldo.  En un comienzo, el bebé la escupe con un chasquido característico, pero algunos mas avispados, siguen el escupitajo con una sonrisa irónica. Sin embargo, algunas madres se muestran orgullosas cuando logran la perversión del gusto en sus retoños: ¡Freddy ya come caraotas!.

Nunca oí a ningún herbolario recetar la caraota. En los textos de botánica jamás se le describen propiedades medicinales, como sí sucede con el limón, la sábila, la pettiveria aliácea y tantos otros fitoterápicos. Apenas algunas madres de niños hiperkinéticos han descrito que estos mudan su inquietud en preocupante estupor después de hacerles beber el caldo del poroto. Sin embargo, el Dr. Matute logró aquietar un maníaco dándole  un destilado de caraotas con ñame.

Mientras tanto, la intoxicación aguda por caraotas se caracteriza por una severa meteorización de las vísceras huecas del tubo digestivo. El abdomen se alisa, se distiende, y al percutirlo emite un sonido timpánico. El diafragma se eleva tornando la respiración suspirosa y difícil. La facies se torna vultuosa, mientras los ojos desorbitados acompañan a la nariz en busca de más aliento. Jamás vi a nadie sonreir después de un atracón de caraotas.
Las investigaciones realizadas hasta ahora, demuestran que es la concha quitinosa del poroto la responsable de su indigeribilidad. Los gastrónomos avezados han tratado de ablandarlas en soluciones de bicarbonato, con lo que apenas logran una atenuación de los síntomas agudos. Por su parte, los gastroenterólogos, médicos al fin, actuando cuando la intoxicación ya es un hecho, indican enzimas digestivas para atacar con proteasas, lipasas y amilasas a las terribles enemigas del pobre colon humano. Como resultado, solo logran una lamentable flatulencia antisocial. El cebo para seguir comiendo las caraotas es el sabor que le añaden los aliños. Insisto en que el mejor remedio es no comerlas jamás.





El rostro de los Consumidores Crónicos de caraotas es patognomónico: la falta de brillo y salud epidérmica, con verrugas que son auténticas gemaciones en la piel, y que junto a los párpados caídos y el halo violáceo alrededor de la nariz, conforman la impresión de un crónico estupor. El resto del cuerpo refleja una hipotonía general, como una modorra coagulada en la vitalidad, con un empastamiento de las iniciativas, pérdida de la líbido, ginecomastia y atrofia adiposo genital. Todos los síntomas inducen a pensar en una disfunción tálamo-hipotalámica de respetable consideración. Investigaciones recientes han logrado demostrar que trazas de la concha quitinosa son absorbidas sin digerir y llevadas por el torrente circulatorio hasta el cerebro, donde atraviesan la barrera hematoencefálica adhiriéndose a la superficie del tálamo óptico, transformando este núcleo ovoideo de materia gris, en otra caraota dentro del cerebro, todo lo cual contraría aquel principio homeopático de similia similibus curentur. La alteración de la función trófica y hormonal del hipotálamo sería la responsable de las displasias ya descritas.




Un vaho caluroso y espeso delata en la distancia a los habituados, como una especie de ectoplasma antisocial. Los deportistas se tornan lerdos y los músicos, aunque conservan su oído musical, van perdiendo su gracejo. Los que fueron entusiastas profesores se enferman de aburrimiento vital. Puede ser pavoso para un equipo de beisbol, que un aficionado vea el juego, incluso por televisión, si antes se ha metido un atracón de caraotas o garbanzos, pues la flatulencia no va bien con el deporte.

Los resultados del tratamiento para la enfermedad crónica por caraotas negras son ciertamente discutibles. El Carminativo Carrasco logra aliviar la distensión intestinal, el Astringente Orellana y el Pectoral Matute mejoran la respiración disolviendo el rejalgar que se forma en los pulmones, pero sus efectos no son más que sintomáticos. Un conocido apotecario ha preparado el Cordial Padilla según la misma receta del Amargo de Angostura, con el cual deslíe el betún que la caraota forma en el cerebro a través de efusiones y transpiraciones de gran provecho para el intoxicado. Son los mejores resultados que la ciencia ha logrado hasta el momento.

He dicho             





(*) Valencia. Venezuela.

viernes, 1 de agosto de 2014

DOS GRANDES LECTORES


                                        RICARDO GIL OTAIZA   (*)








Leer debería representar para todos una necesidad interior, un anhelo profundo que busque llenar ese vacío que necesariamente conlleva la cotidianidad, el día a día, la repetición mecánica de actividades que llega a ser una insoportable carga anímica. El verdadero lector no se aflige por las páginas y los libros pendientes, ni busca excusas para postergar la actividad, como quien escurre el bulto frente a una pesada tarea escolar. Nada de eso.  El lector de veras asume el proceso de la lectura como parte de su ser; como esa energía que es inherente a la vida misma y no se puede dudar entre hacerla o dejarla para otro día.

La lectura se convierte entonces en parte de nosotros mismos; en una representación de aquello que somos y ante lo cual no existe vacilación ni extravío.  La historia de la literatura nos presenta extraordinarios de casos de lectores que han dejado su aliento en las páginas de los libros, que han hecho de la relación con el texto un binomio, una dupla perfecta, hasta alcanzar cimas elevadas de completud intelectual y espiritual sin las que no podrían definirse como tales. Borges es en este sentido el lector por antonomasia; el lector voraz que estableció con los libros una empatía más allá de lo terreno hasta profundizar en el plano de lo metafísico. Borges y la lectura (o el libro) son, por decirlo de alguna manera, una misma cuestión, una misma esencia; una individualidad sólo escindida por la compleja postura  intelectual ante lo leído, que implicó  hasta su muerte, eso sí, su única distancia. 





Borges era sus libros y sus lecturas y jamás pudo comprender su existencia más allá de las páginas y de la letra impresa; traducida luego en lectura a medida en que fue perdiendo la visión hasta quedar completamente ciego (cuestión que le venía de familia ya que su padre perdió la visión en la edad madura). Y esta realidad la comprendieron todos quienes formaron parte de su círculo íntimo, de su mundo de relaciones, y no osaron desvincular jamás esa amalgama perfecta dada entre un lector puro y su razón de ser libresca, porque hubiese sido sencillamente impensable, inaudito en una personalidad como la de Borges: fundida, entendida, sopesada y sojuzgada desde la lectura y el libro.

Tal fue la realidad borgeana en el hogar, que Leonor, la inefable Leonor (su madre) se erigió en complemento, en apoyo para la pasión libresca del hijo, en lectora contumaz, en crítico, en analista de sus textos, en factor desencadenante de sus demonios internos que lo impulsaron siempre a ser como fue: una inteligencia prodigiosa entregada por entero a la palabra. Fany, su mucama, también ayudó mucho en esto, y hasta Beppo, su gato siamés, solía dormir en el regazo del escritor mientras su amo se perdía en los insondables senderos de la literatura. Toda la estancia que por muchos años constituyó el hogar de Borges giraba en torno al libro, y a las posibilidades de acceso que el esteta podía tener a ellos desde cualquier ángulo: desde el ininteligible concierto de sombras que llegó a vivir mucho antes de la vejez.

Como buen borgeano que fue, Augusto Monterroso hizo del libro y la lectura su mundo de relación. Tan profunda llegó a ser la pasión de este genial guatemalteco por los libros, que alguna vez, en una de sus brillantes (y temidas) ocurrencias, llegó a afirmar que lo único que le acontecía era los libros. Hablar de Monterroso es hacerlo de libros y de palabras, porque su periplo vital giró en torno a las letras; ese fue su verdadero y único mundo, y eso lo hizo grande a pesar de su disminuida corporeidad; cuestión que en su juventud fue tal vez un inconveniente, pero que en plena adultez, sostenido por la fuerza inconmensurable de la palabra y de las lecturas, se transformó de pronto en risible anécdota.







Tan consustanciales llegaron a ser los libros en la existencia de Augusto Monterroso, que le ayudaron a paliar los normales temores que a todas las personas nos abaten frente a las oscuras circunstancias del vivir. Cuenta que el escritor viajaba en los aviones abrazado a un voluminoso diccionario de filosofía, que era tan grande como su propia humanidad. Eso sin olvidar que en su juventud trabajó en una carnicería y en los tiempos libres, cuando no había clientes, se arrinconaba a devorar los clásicos hasta que fue pillado por el dueño, quien en lugar de echarlo de su trabajo supo reconocer su "extravío" y lo recompensó obsequiándole importantes libros, que a decir del autor enriquecieron su pasión lectora y lo sacaron de la tinieblas de la ignorancia hasta hacer de él un consagrado escritor autodidacto; un gigante de la palabra escrita.















@GilOtaiza

(*) Publicado en EL UNIVERSAL
viernes 1 de agosto de 2014  12:00 am