domingo, 21 de septiembre de 2014

CÓMO Y CUÁNDO


                                            ALEXIS MÁRQUEZ RODRÍGUEZ (*)




Es natural que mucha gente se sienta desconcertada, sorprendida e indignada con lo que está ocurriendo en el país. No entienden por qué tanta  gente –la mitad de la población, al parecer– apoya al peor gobierno que hemos tenido a lo largo de la historia. Es inexplicable que toda esa gente no vea lo que ven los demás, la desastrosa conducción política de los últimos dieciséis años. Una gestión gubernamental que, de manera visible e imposible de ocultar, ha llevado el país a la ruina, o muy cerca de ella, de suerte que todos los graves males de la llamada cuarta república no solo se han mantenido, sino que se han agravado considerablemente. Esto es en particular notorio en algunos aspectos, como la corrupción, que hoy ha alcanzado unos niveles inauditos. Y es solo un ejemplo, mas no es el único flagelo de la actual administración pública.

Lo que sí me parece injusto es que se pretenda echar sobre los hombros del pueblo la culpa de lo que ocurre, por “aceptar” la presencia de un gobierno de tal tipo. Hay quienes dicen que el pueblo venezolano es cobarde, inmoral, irresponsable, por haber permitido la permanencia de tal gobierno sin hacer nada por quitárselo de encima.

     
                               

La historia desmiente esas apreciaciones. Quienes así opinan olvidan que el gobierno,  cualquiera que sea su signo, tiene todos los recursos para mantenerse en el poder. A partir de noviembre de 1952, cuando la dictadura pérezjimenista cometió el más grande fraude electoral que hayamos conocido, el pueblo venezolano entró en una etapa de inmovilidad ante los desmanes de la dictadura, de modo que cualquiera podría pensar que estaba conforme con ella y la apoyaba. El 1º de enero de ese año nadie sospechaba que el gobierno estaba en  dificultades, y por eso sorprendió a todo el mundo el alzamiento de la Aviación, rápidamente frustrado. Aunque todo el pueblo lo celebró en sus casas, nadie salió a apoyar a los aviadores insurrectos. Sin embargo, veintiún días después, el 21 de enero, el pueblo de Caracas –el resto del país permaneció alerta, pero en paz– se lanzó a las calles, declaró la huelga general y obligó a los militares opuestos a Pérez Jiménez a manifestarle su repudio, ante lo cual el dictador no tuvo otra salida que huir del país.

La política tiene su dinámica propia, y en ella los hechos no ocurren cuando la gente  quiere que ocurran o cree que deben ocurrir. Pero ocurren, a su debido tiempo y dentro de sus  circunstancias. Si de algo puede estar seguro el pueblo venezolano es de que un gobierno como el actual no puede durar indefinidamente. Su caída, de una u otra manera, es inevitable. Lo impredecible es cómo y cuándo.
(*) Publicado originalmente en Tal Cual. Viernes 12/9/13 


miércoles, 10 de septiembre de 2014

DE COMO ESTUVIMOS A PUNTO DE QUEDARNOS SIN DESCARTES

                             

                                                                   


No es de asombrar que se asesine a príncipes y estadistas. A
menudo hay cambios muy importantes que dependen de sus
muertes, y en vista de la eminencia en que se encuentran se
hallan particularmente expuestos a la mano de cualquier
artista a quien anime el deseo de lograr un efecto escénico.
Pero hay otra clase de asesinatos que ha prevalecido desde
comienzos del siglo diecisiete y que sí me sorprende: me
refiero al asesinato de filósofos. Señores, es un hecho que
durante los dos últimos siglos todos los filósofos eminentes
fueron asesinados o estuvieron muy cerca de ello, hasta tal
punto que cuando un hombre se llame a sí mismo filósofo y
no se haya atentado nunca contra su vida, podemos estar
seguros de que no vale nada; por ejemplo, creo que una
objeción insalvable a la filosofía de Locke (si acaso hiciera
falta) es que, aunque el autor paseó su garganta por el mundo
durante setenta y dos años, nadie condescendió nunca a
cortársela. Como estos casos de filósofos no son muy
conocidos y, en general, los tengo por interesantes y bien
compuestos en sus detalles, procederé ahora a una digresión
sobre el tema, cuyo principal objeto será mostrar mi propia
erudición.








El primer gran filósofo del siglo diecisiete (si exceptuamos a
Bacon y Galileo) fue Descartes, y si alguna vez se dijo de
alguien que estuvo a punto de ser asesinado —a una pulgada
del asesinato— habrá que decirlo de él. La historia es la
siguiente, según la cuenta Baillet en su Vie de M. Descartes,
tomo I, págs. 102-3. En 1621, Descartes, que tenía unos
veintiséis años, se hallaba como siempre viajando (pues era
inquieto como una hiena) y al llegar al Elba, ya sea en
Gluckstadt o en Hamburgo, tomó una embarcación para
Friezland oriental. Nadie se ha enterado nunca de lo que podía
buscar en Friezland oriental y tal vez él se hiciera la misma
pregunta ya que, al llegar a Embden, decidió dirigirse al
instante a Friezland occidental, y siendo demasiado impaciente para tolerar cualquier demora alquiló una barca y contrató a unos cuantos marineros. Tan pronto habían salido al mar cuando hizo un agradable descubrimiento, al saber que se había encerrado en una guarida de asesinos. Se dio cuenta, dice M. Baillet, que su tripulación estaba formada por «des scélérats», no aficionados, señores, como lo somos nosotros,
sino profesionales cuya máxima ambición, por el momento, era degollarlo. La historia es demasiado amena para resumirla y a continuación la traduzco cuidadosamente del original francés de la biografía: 

«M. Descartes no tenía más compañía que su criado, con quien conversaba en francés. Los marineros, creyendo que se trataba de un comerciante y no de un caballero, pensaron que llevaría dinero consigo y pronto llegaron a una decisión que no era en modo alguno ventajosa para su bolsa. Entre los ladrones de mar y los ladrones de bosques hay esta diferencia, que los últimos pueden perdonar la vida a sus víctimas sin peligro para ellos, en tanto que si los otros llevan a sus pasajeros a la costa corren grave peligro de ir a parar a la cárcel. La tripulación de M. Descartes tomó sus precauciones para evitar todo riesgo de esta naturaleza. Lo suponían un extranjero venido de lejos, sin relaciones en el país, y se dijeron que nadie se daría el trabajo de averiguar su paradero cuando desapareciera «(quand il viendrait à manquer)». 
Piensen, señores, en estos perros de Friezland que hablan de un filósofo como si fuese una barrica de ron consignada a un barco de carga. 
«Notaron que era de carácter manso y paciente y, juzgándolo por la gentileza de su
comportamiento y la cortesía de su trato, se imaginaron que debía ser un joven inexperimentado, sin situación ni raíces en la vida, y concluyeron que les sería fácil quitarle la vida. No tuvieron empacho en discutir la cuestión en presencia suya
pues no creían que entendiese otro idioma además del que empleaba para hablar con su criado; como resultado de sus deliberaciones decidieron asesinarlo, arrojar sus restos al mar y dividirse el botín.»






Perdonen que me ría, caballeros, pero a decir verdad me río siempre que recuerdo esta historia, en la que hay dos cosas que me parecen muy cómicas. Una de ellas es el miedo pánico de Descartes, a quien se le debieron poner los pelos de punta, como suele decirse, ante el pequeño drama de su propia muerte, funeral, herencia y administración de bienes. Pero hay otro aspecto que me parece aún más gracioso, y es que si los mastines de Friezland hubieran estado «a la altura», no tendríamos filosofía cartesiana y, habida cuenta de la infinidad de libros que ésta ha producido, dejaré que
cualquier respetable fabricante de baúles explique cómo nos hubiera ido sin ella.





Pero sigamos adelante: a pesar de su miedo cerval,
Descartes demostró estar dispuesto a luchar y con ello
intimidó a la canalla anticartesiana. «Viendo que no se trataba
de una broma» —dice M. Baillet—, «M. Descartes se puso de
pie de un salto, adoptó una expresión severa que estos
miserables no le conocían y, dirigiéndose a ellos en su propio
idioma, los amenazó con atravesarlos de parte a parte si se atrevían a ofenderlo en lo que fuera.» Sin duda para los viles rufianes hubiese sido honor muy superior a sus méritos el quedar ensartados como pajaritos en una espada cartesiana, y me alegro que M. Descartes no cumpliera su amenaza, robándole así sus presas a la horca, sobre todo cuando pienso que, tras asesinar a la tripulación, no hubiera conseguido regresar a puerto: habría quedado navegando eternamente en el Zuyder Zee para que los marineros lo tomaran por el Holandés Errante que volvía a casa. 
«El valor que mostró M. Descartes» —dice su biógrafo— «obró como por arte de magia sobre los bribones. Lo súbito de la sorpresa los hundió en la más ciega consternación, por fortuna para él, y lo llevaron a su lugar de destino sin más molestias».
Tal vez, caballeros, crean ustedes que, siguiendo el ejemplo del discurso de César a su pobre barquero «Caesarem vehis et fortunas eius»— M. Descartes no tenía sino que decir:
 «¡Perros, no podéis cortarme la garganta, pues lleváis a Descartes y a su filosofía!», después de lo cual ya podía desafiarlos a que hicieran lo que se les antojase








Thomas De Quincey
Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes.
Literatura. Alianza Editorial. Madrid 1985
Traducción de Luis Loayza

lunes, 1 de septiembre de 2014

CARTA DE UN COLEGA QUE REGRESA


Estoy llegando de una muy sabrosa y descansada semana en el estado Sucre, sin radio, periódico ni Internet. Mi colon irritable se corrigió. No más llegando a Caracas y sometido al bombardeo informativo, comenzó la ansiedad y el colon a echar varilla.





Fuimos a una posada en el Golfo de Cariaco. El dueño y chef es un ex piloto de aviación francés, originario de la Borgoña ("los parisinos son muy antipáticos") casado con una local. Ella, además del español orientarrrrrrr,  habla francés e inglés, al igual que la hija de 11 años, la cual estudia en una escuela de Fe y Alegría en Cariaco. Son unas personas increíbles. La comida, alucinante.
Él opina: "Ésto está tan mal que no puede durar".
No es la primera vez que escucho este tipo de opinión, y llama mi atención cuando proviene de un extranjero. Su deducción es lógica, pero, ¿será que se olvidó que Cuba existe y que en este país no hay nada lógico?





Mi optimismo ya no es el mismo. El "bravo pueblo" está anestesiado y parece que ya no hay extremo, tan extremo como el hambre, que lo haga despertar.
La ignorancia nos está acabando como país y sociedad. Me atrevería a decir que en esta última fase nos hunde un pueblo retrechero que no quiere reconocer que se equivocó.
Hace poco, en la consulta privada, el esposo de una paciente, universitario de clase media baja,  después que le doy el récipe con cuatro opciones de medicación, me dice: 

- "Al principio yo creía que lo del desabastecimiento era puro cuento, pero ahora debo admitir que era un problema serio".

Puedo asegurar que éste no me va a llamar cuando no encuentre la medicación.
Parece que necesitamos un padre confesor que nos exculpe de nuestros pecados, de lado y lado, y nos reúna en una comunión por el país.
¿Reconciliación?
Pero mi corazón se pregunta:
¿Perdón sin justicia?

Saludos
M. A. A.