miércoles, 20 de abril de 2016

CARTA DE ALBERTO ARVELO TORREALBA A ANTONIO ESTÉVEZ



Con motivo de la celebración del año centenario del natalicio del compositor venezolano Antonio Estévez, publicamos a continuación esta carta que el poeta Alberto Arvelo Torrealba, autor del poema "Florentino y el Diablo" escribiera con ocasión de haber escuchado la ejecución de la Cantata Criolla, del músico calaboceño.

Acarigua, 6 de diciembre de 1961
Señor
Profesor Antonio Estévez
Caracas.
Querido y admirado amigo:
Conocía su estupenda Cantata Criolla sólo por grabaciones. Hoy, después de haberla escuchado en el estadio de Maracay, con intervención de la Orquesta Sinfónica Venezuela, de los solistas Antonio Lauro y Teo Capriles y de varios selectos grupos de Caracas; y tras el cordial entusiasmo con que usted, su gentil esposa y todos los artistas del proscenio nos agasajaron después del acto a mí y a mi mujer, al reconocernos entre la multitud, quiero reiterar y ampliar por escrito lo que en esta oportunidad esbocé en breves palabras imprevistas.
Convalecía entonces de fuertes quebrantos de salud, y la emoción, es cierto, halló campo favorable para conmoverme en forma inusitada al comienzo del acto, casi hasta inhibirme de gozarlo en plenitud. Esa sacudida afectiva se revivió en los episodios del aljibe de arena. Pero contrariamente a lo que podría presumirse, cuando resonaron los cascos del caballo, heraldos del vaquero sombrío; cuando el solo de Lauro, trágico y desafiante, hondo de llanería diablesca, encarnó la presencia del espanto, y los coros la tremoliaron hasta desvanecerla, y sobre todo; cuando la voz de Capriles, inmensa y solitaria estiró aquel ”sabana, sabana, tierra que hace sudar y querer”, como enrumbada hacia las señeras soledades “sin jorobas”, entonces aspiré una saludable sensación del patio familiar tranquilo. Entré en mi mundo. Me di cuenta de que aquella era la misma gente mía, mis propios hijos mayores, a quienes puse una vez a pelear por prepotencias ideales, y que ahora tornan a mí, vestidos de gala, ricos y enaltecidos, pero con el mismo amor y el mismo dolor de la patria con que de mí se fueron.
Mucho debe mi poesía a los preclaros músicos y compositores que la han interpretado. Majadero inquisidor de mis propios versos, aún de aquellos ya incorporados a mis libros, creo, sin embargo, que la mínima retribución al regalo de un aire musical selecto para una poesía, es mantener ésta intocada, inmune a la propia inconformidad, como reverencia espiritual a la música que la enaltece. Tal regla, con todo, he dejado de cumplirla con respecto a Florentino, el que cantó con el Diablo. Hecho por el cual debo a usted y al público una explicación.
A principios de 1950, decidí reestructurar la versión originaria de ese poema, para darla a la edición extraordinaria del “El Nacional” de ese año. Como quedaban pocos meses para el arreglo, y dado el carácter antagónico de los personajes, procedí, en fiel introversión de sus fueros, a darles plazo fijo para presentar su pliego de puntas, réplicas y contrarréplicas en la ampliación de la porfía. Vencido ese lapso, con el juicio contradictorio de los coplistas aún en fogueo, dí por clausurada la nueva versión y la mandé puntualmente al periódico. Pero los pensamientos rivales quedaron trabajando, en los términos toldados del subconsciente. Ardides del decir, retruques, saetas, refranes alusivos, retruécanos, alardeos epigramáticos, se multiplicaban, esgrimidos por los contrincantes, en clave recíproca. En virtud de esta íntima querella, a raíz de publicada la nueva versión, ya se gestaba otra de mayor amplitud, aún sin yo quererlo.
Para ese momento – agosto de 1950 –según me lo explicaba en Roma el insigne profesor Plaza, ya usted tenía casi lista la Cantata Criolla. Acaecieron, a partir de entonces, varios hechos artísticos extraordinarios.
En primer lugar, usted se impuso la tarea titánica, perdiendo quizás varios años de trabajo, de rehacer la partitura, precisamente en la parte de la misma que debía llevarle más tiempo: todo El Reto, más el comienzo de La Porfía. De este modo, la Cantata Criolla, interpretaba en su mitad inicial, la versión de 1950, mientras que el resto de la obra, quedaba sin cambios de fondo, concordado a la versión originaria de 1941.
Por otra parte, al estrenar usted su obra, la música rebalsó la poesía. Por el cauce estrecho de mi Apure coplero, usted puso a correr el Orinoco de su fantástica imaginación musical. A los versos del contrapunteo se asociaron, despertando sugestiones insospechadas, los austeros contornos de las melodías. A cada lado de las estrofas interpretadas, y por ende a la vera de todo el poema, quedaron, por magia de la música, cual en la vecindad de los ríos después de las crecidas, inmensos charcos luminosos, grávidos de imágenes inéditas. Por eso en los últimos toques que di a mi obra al forjar en 1957 la versión definitiva, tuvo que haber algo, acaso mucho de la interpretación a esos ecos de su interpretación.
Finalmente esa música, como una clarinada, como un alerta de gallos madrugueros, reactivó el espíritu combativo de mis personajes. Y sucedió lo que tenía que suceder. En la nueva planificación de la obra los copleros rivales en contumacia casi anárquica, se prevalieron de mi entusiasmo, para desbordarse en el desahogo ilimitado de sus argumentos reprimidos.
Así nació, con posterioridad a la Cantata Criolla, la versión última de mi poema. La última digo, porque me propongo no ceder ni un palmo ante el influjo de los personajes. Están ahora otra vez en tranca de viva reyerta, pidiéndome que siga la porfía. Categóricamente enfatizo que no lo lograrán.
Sé que el jinete del trote sombrío anda diciendo por los hatos de Barinas que pedirá la nulidad del poema porque en su último canto hubo milagro, patentizado en adelanto fraudulento de la aurora. Son alharacas y artificios muy propios de él. Jurista de altura, bien sabe que las leyes naturales no admiten prueba en contrario. Bien sabe también que si algo aparece como axiomático en mi poema, es el haber cruzado yo impávido, entre las dos figuras querellosas, sin diferencias ni desigualdades.
Más todavía. En alardeo de ésta imparcialidad, bien puedo confesar ahora cuando ya solo soy un tercero en la litis, que si alguna tentación de preferencia tuve en el poema, fue hacia el Diablo. Florentino es más fresco de lirismo, más ágil de epigrama, más sabio de imagen pechera, mas brujo de rasgueo en las cuerdas, más rico de atropello en el cantar. Pero el grave Autócrata de la Tiniebla es más hondo, mas poeta, más músico, más humano en las resonancias de la tragedia y la amargura. Rebelión y sufrimiento son el signo cardinal satánico. Cuando en el último drama de Byron, Caín pregunta: “¿Qué hacer para alcanzar destello de la eternidad?” – “Sufrir! ya estás en ella” fue la respuesta del díscolo y taciturno Arcángel Desterrado.
Para mí fue el propio Diablo, por confiado en su prepotencia retórica, pero acaso menos zahorí que su adversario, el que invirtió el lógico desenlace de la tremenda supremacía controvertida. Porque él no ha debido aceptar nunca la asonancia aguda de la primera vocal que le planteó su contrincante para el último episodio de la instancia. Y si la aceptó, ufano de su baquía poética, pregonando que los graves y los agudos le dan lo mismo, ha debido cambiar tal rima, después de la segunda réplica. Olvidó, y eso le costó un triunfo que él mismo ya había pregonado, que esa asonancia es asaz propicia para exultar pompa y arrobamiento religiosos, y sobre todo para la evocación mariana en cadenas, ráfaga final de desespero, con que Florentino logró enmudecerlo.
Esa es la realidad. Lo del milagro, con los “lebrunos del día” surgentes en la alta madrugada, es una despechada fabulación del Tenebroso, quien ya otra vez fue sorprendido por el alba, según pintoresco pasaje de Milton. Acaso se propone coaccionarme moralmente para que yo siga la porfía. Mas “sepa el cantador sombrío” que me inhibo definitivamente de la misma, la cual él y su adversario bien pueden continuar por su sola cuenta; y que si insiste en la sediciente acción de nulidad, la cual por lo demás ya está prescrita, remitiré todos los recaudos poéticos y musicales relativos al caso al señor Obispo de mi jurisdicción eclesiástica, para que éste decida la controversia, ya que los milagros, como figura jurídica, pertenecen al Derecho Canónico.
Siento mucho mi distinguido amigo, que no me sea dable finalizar esta carta con un juicio técnicamente apreciativo de su gran obra, por ser yo un perfecto profano en la especialidad artística donde usted campea. Mi vieja llanería sí puede, en cambio, intuir la siguiente apreciación objetiva:
Armonizando antítesis, como en dialéctica de embrujo, su Cantata se nos revela sosegadora e inquietante, llana y profunda, universal y criolla, popular y erudita, real y fantasmagórica. Su fondo permanente es rebeldía. Su fuerza humana, la virtualidad de conmover muchedumbres y de pasmar maestros. Su proeza artística, hacernos oír, bajo el cielo de América, con virgen voz americana, el ronco son de los remos con que aún golpean a los siglos los trágicos barqueros de la Estigia y el Aqueronte. Dentro de lo musical, la concurrencia de esos rasgos tipifica el signo demoníaco. Lo cual da a usted, sitio de honor entre los grandes músicos de inspiración diabólica que patrullea Paganini.
Por todo eso empiezo a sospechar, dilecto amigo, que entre los dos copleros, fraternos en el arte, antagónicos en el rumbo y en la meta de la esperanza, usted ha tenido también su poquito de preferencia por el Diablo.
De usted, cordialmente,
Alberto Arvelo Torrealba
Ensayo de la Cantata