jueves, 17 de noviembre de 2016

REFLEXIONES DE UN PSICÓLOGO EN UN HOSPITAL DE EMERGENCIA

                                                                            ROBERTO SALAZAR (*)









Jean-Martin Charcot es el nombre de aquel brillante médico parisino, maestro de Sigmund Freud, que dio pie al estudio de la histeria. Su método, heterodoxo aunque con pretensiones cientificistas, era una sensación para la época. Hipnotizador e hipnotizante, Charcot atraía a su público con dramáticas escenas en la Salpetriere con pacientes histéricas desmayándose sobre sus brazos o siendo curadas a través de la sugestión. Esto causó una profunda impresión en el joven Freud. “A veces salgo de sus clases como de Notre-Dame, con una idea nueva de lo que es perfección”, llegó a decir el que sería luego considerado el padre del psicoanálisis. Aquella escena grandilocuente, con más de un siglo de por medio, pareciese aún sostenerse en las prácticas médicas actuales de algunos hospitales. Eso sí, con menos contacto con el paciente y menos magníficas que la de las postrimerías del siglo XIX.

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El psicólogo es muchas veces formado como una suerte de anti-psiquiatra. Cooper, Laing, Szasz, Barsaglia, son nombres conocidos por estudiantes de psicología, en ocasiones, con más familiaridad que por estudiantes de psiquiatría. La identidad del psicólogo clínico es puesta a contrapelo de la de la medicina psiquiátrica, identificada como reduccionista, positivista, miope y carente de calor humano. Sucede que cuando al psicólogo en formación le toca hacer contacto con la clínica más allá de las aulas, yace con los dados cargados: el psiquiatra y su práctica es todo lo que él no debe hacer, apenas manteniendo un respeto interdisciplinar de una formación a la cual es ajena y aprendió ver con, en el mejor de los casos, desdén.

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Sucede que una revista médica en un hospital psiquiátrico es justo lo que el psicólogo en formación espera encontrar. Fría, autoritaria, desigual. Con un profundo aire paranoico, de ambos lados. Muchas veces estéril, dando frutos quizás en una reunión posterior si hay la venia del que lleva la voz cantante (aunque no haga ni pío en las entrevistas) por tener algún gesto pedagógico. Sin embargo, dado que el sujeto de estudio es el discurso del paciente, la cosa puede resultar divertida. Puede aparecer una irrupción jocosa, una historia conmovedora, una exclamación altisonante que permita vivificar un método que es, a todas luces, exportado de las ciencias médicas en donde la psiquiatría es aquel archipiélago menor que debe conceder algunas formas que le permitan conservar su membership

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Pero el ejercicio psiquiátrico no es tan corto de miras como se plantea a priori la psicología. Tres años en un hospital y un psicólogo puede darse cuenta que hay bemoles que aquellos profesores no supieron dar cuenta. El ejercicio es notablemente difícil, pese a los avances de la psicofarmacología o las psicoterapias. La práctica, sea ejercida por médicos o psicólogos, es frustrante. No hay una herramienta que traiga el psicólogo en su formación anti-psiquiátrica que lo permita orientarse demasiado bien en el mundo de la locura. Tres años en un hospital psiquiátrico y lejos de sentir satisfacción con la psiquiatría, la psicología clínica misma deja una mal sabor de boca.

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Reconciliación a medias con la psiquiatría, distancia con la psicología clínica. Muchos psicólogos buscan refugio en el ejercicio de la psicoterapia, fuera del hospital. El hospital, una experiencia, una formación empírica importante, pero para seguir dicha senda no mucho más. El psicólogo se encuentra muchas veces reflejado en otro que lo increpa: “estás psiquiatrizado”. Viejos fantasmas aparecen. Hay una sacudida que debe ocurrir, puesto que la empírica se convierte en un sueño dogmático del que, como nos señala Kant, hay que despertar.

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Pero sucede que muchas veces ese despertar ocurre no en los bordes de la práctica clínica, en la comodidad de los consultorios privados, sino más bien adentrándose en el corazón de la selva, como si del personaje de Conrad se tratase. La travesía lleva a una parada obligatoria dentro de la práctica hospitalaria. Psiquiatría de Enlace. O en su suerte de equivalente psicológico, Psicología de la Salud. Le toca tomar por asalto al psicólogo ese istmo que junta medicina y psiquiatría, viejo bastión de una relevancia disciplinar que cada quién sabrá juzgar.
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Una nueva jerga debe apurar el psicólogo en conocer para poder orientarse. Si el paciente antes era reducido a una esquizofrenia, una TB o un DM tipo II hacen extrañar a Kraepelin. Revistas médicas en donde el paciente tiene prohibido hablarle a sus tratantes es común. La indignación ante los tratos despóticos, ante las viejas tradiciones sin sentido no tiene lugar.  Las demandas al psicólogo son sencillas: diagnósticos intempestivos, tratamientos eficaces y breves. El paciente es más paciente que nunca, por lo cual aquel viejo furor curandis del que nos advirtió Freud emerge. Alguien se tiene que hacer cargo. Como relámpagos en un cielo no tan claro aparecen dos novedades de las que apenas pudo el psicólogo entrever en su formación anterior: la muerte y el dolor físico.

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Paciente atendido al recibir interconsulta de medicina interna. Notable confluencia de patologías, observando a un paciente en deplorables condiciones físicas y psíquicas. El enfermo se quiere morir. No tiene sentido su vida. Padres muertos, sin pareja ni hijos, sin trabajo, abandonado a su suerte en el hospital por único hermano. En desconfianza de todos, hasta del psicólogo que lo visita. Medicación inefectiva, tanto para sus males corporales como para su mente. Nadie sabe qué hacer con él. De un día para otro el paciente muere. No hay causa clara, ni la saben los médicos tratantes. Aducen un estado de salud precario. A los dos días su cama es ocupada por otra persona. Nuevo tratamiento.

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Las armas del psicólogo tambalean. No hay psicoterapia que valga. Se improvisa. Toca armarse de empatía, de permitir la catarsis y confiar en un medicamento que se sabe que no tendrá efecto si no para cuando el paciente sea dado de alta. No se miente pero tampoco se dice toda la verdad. El familiar es menos exigente que el del manicomio puesto que la vida es más importante. El tratamiento psicológico en un hospital general sigue siendo estético para muchos de los galenos. Para otros, útil cuando mucho. Si antes la práctica psicológica se hacía desesperante, aquí empieza a tocar lo imposible.


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La unidad de quemados aparece como una guía para entender qué es el cuerpo. El síndrome de Cotard nos parece ya poco impresionante cuando podemos ver a personificaciones del bíblico Job. Toca el camino inverso: cuando a todos les parecen inquietantes las incoherencias del demente, al psicólogo le toca abrir los ojos ante un rostro devorado por las llamas, a torsos en carne viva, a un olor nauseabundo de piel que es, cómo no, inolvidable. Desde Einstein sabemos que la distancia entre dos puntos es relativa, así que si es posible psiquiatrizarse también es posible caumatologizarse.

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Cuando las quemaduras de extremidades aparecen como comunes y el vendaje en diversas partes del cuerpo es propio del paisaje, las curas de las heridas por fuego son un golpe en la mesa. Es una experiencia inquietante, que sólo deja idéenme al cirujano. O por lo menos ese debe transmitir. Hace bien. El psicólogo no es expuesto a esto. Hasta los confines de la selva no tiene que llegar, sabiendo en el fondo que su presencia sería apenas pertinente en algo que confronta al paciente con su propio cuerpo. Pero por no estar allí no significa que el oleaje no le alcance. Pueden pasar semanas hasta que finalmente se rasgue el ambiente con un lamento que alcanza el pasillo común, proveniente de la sala de intervención: “Ay, por favor doctor no más, ya por favor no sea malo”. Súplica fulgurante, horrenda de oír por un hombre que hace apenas 24 horas enfrentaba su destino con la mayor dignidad posible. Emil Cioran nos decía con una simplicidad terrible: “¿Para qué sirve nuestro cuerpo si no es para hacernos entender lo que la palabra torturador significa?”  

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Se recibe la interconsulta de un hombre joven, que presenta quemaduras de tercer grado en casi 70% de su cuerpo por accidente de moto. Es evaluado por psicólogo en la unidad de cuidados intensivos. Yace un ánimo indómito pese a la comprometida situación. Hace 9 años había perdido la pierna derecha y lo había tolerado con una férrea voluntad de vivir. Ahora sucede el accidente en donde se prende como una llama humana, producto del contacto de la gasolina de la moto con un malfuncionamiento del motor de la misma. Mientras es arrasado por la llamarada, trata de apagarse lanzándose al suelo y haciendo giros, movimiento en parte instintivo y en parte transmitido por lo que la televisión le había enseñado. Pide ayuda. Los testigos estaban horrorizados con la situación, nadie acude al llamado. “Ayúdenme o mátenme”. Finalmente uno niños de entre la multitud asisten al cuerpo encendido, asistiéndolo con unos trapos para controlar el fuego. Finalmente los adultos reaccionan. Relato que proviene de un hombre que, descrito por las enfermeras, es “un tipo bien guapo, de los más fuertes que hemos visto ante las curas por quemaduras”. 

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Luego de escuchar la queja del paciente por lo doloroso de las curas, se entrevista al mismo. Un espíritu de desafío aparece en él “Estas curas me hacen bien”, “Me estoy mejorando, aunque claro, las curas son dolorosas”. Pese a que acaba de salir de la habitación 101, cual Winston Smith que no se quiebra ante O´Brien, la lucha por su salud permanece intacta. ¿Por qué esperar al paciente para la entrevista? ¿Por qué no al siguiente día? El psicólogo está convocado por algo que no es ni encuadre ni rapport ni empatía. El psicólogo se enfrenta a lo imposible, en tanto que sólo puede estar-ahí. La cura por la palabra se convierte en una excusa para poder hacer con algo que despierta.

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Dos grandísimos actores de nuestro tiempo, Robin Williams y Robert De Niro protagonizan Despertares (1990). Se trata de un filme basado en las experiencias del famoso Oliver Sacks, en donde un tímido pero inteligente médico pasa de sus experiencias en el laboratorio con gusanos a la clínica con pacientes con encefalitis. Se encuentra con pacientes en un estado casi vegetativo, descrito muchas veces con catatonia por lo cual parecen estatuas de cera. A partir de su propia obstinación, su gran capacidad de observación y su genio, finalmente propone una cura: aplicar L-Dopa, medicamento usado para el Parkinson, en dichos pacientes. Los resultados resultan espectaculares: pacientes que yacen “dormidos” desde hace décadas logran despertar de su letargo y vivir.

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Robert De Niro nos ofrece una actuación memorable. Interpreta a un paciente con encefalitis letárgica, en estado catatónico, que va estableciendo una relación con el médico (Williams) como si del David de Miguel Ángel se tratase. Es el primero en despertar. Encontramos a un niño atrapado en el cuerpo de un hombre de mediana edad, sediento por la libertad que no ha tenido en años. Ni la iconoclasia de su médico puede salvarlo de un ambiente médico opresivo, que no confía ni en él ni en el tratamiento milagroso de Sacks (en la película, Sayer). Finalmente el efecto del tratamiento se revierte y los pacientes, empezando por el interpretado por De Niro, vuelven a su estado inicial. Sin embargo, ese pequeño resquicio de vida con que contaron los pacientes permitió no sólo hacerlos sujetos de nuevo, si no también al personal que trabaja en dicho hospital. El despertar no fue solo de ellos, sino también de los otros.

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Se puede interpretar dicha película de distintas maneras. Del narcisimo de Sayer y también su furor curandis, del sistema médico obsoleto, de la objetivación de pacientes crónicos. Sin embargo, es quizás el sacudón que ejerce la subjetividad de cada paciente dormido lo que cause el efecto más importante para el psicólogo. No se trata de una oda al mundo interno de un paciente enfermo. Se trata de dar espacio a lo único que cada paciente trae en tanto sujeto lo que permite una subversión de la cosificación. Las histéricas de Charcot, son de cierto modo las pioneras. No es posible pensar cualquier formación posible entonces sin pensar en el despertar que está a la vuelta de la esquina.

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Las torres de marfil de la medicina, de la psiquiatría y de la psicología clínica, desde Foucault o Lyotard, son cada vez más parecidas a la estatua de Nabucodonosor. Lo frágil está en el sistema mismo. Los psicólogos clínicos pretenden evitar lo entrópico desde el exilio: el hospital es cosa de médicos, el diván de psicoanalistas, los experimentos para los científicos, las evaluaciones para los psicometristas. Es una manera de dar un rodeo a lo pulsátil de la dificultad misma. Puesto que no existe clínica viva si no es contradictoria, frustrante, imposible. 

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El recorrido de un psicólogo por un hospital psiquiátrico comprende de un ejercicio de humildad que el discurso humanista o anti psiquiátrico no logra tapar. Despabilar de una potencia curadora propiamente psicológica (¿?), no psiquiátrica, que obedece más a una búsqueda de identidad que a otra cosa aparece como un stage posible. Despabilar de la modorra de la impotencia, propia del tratamiento de pacientes crónicos o de la compulsión a la repetición, también es un meandro disponible para recorrer. Despertar de cualquier saber previo para abordar algo que quema, es una opción ofrecida al que la capte. ¿Qué sucede entonces cuando se despierta a otro sueño? ¿Un sueño dentro de un sueño, digno de una película de Christopher Nolan, y así ad infinitum?

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Suenan las trompetas y se derrumban los muros de Jericó. Aparece un nuevo tiempo. Al poco, los males no desaparecen. Sacks sacudió las murallas y de pronto estas se renuevan con más ferocidad que antes. El psicólogo se conmueve con la esquizofrenia, con los cánceres terminales. Pronto descree en su potencia, el furor curandis se aplaca, duerme sobre un follaje de cicatrices que no hacen sino reaparecer de cuando en cuando. El psicólogo se pondrá a dormir salvo cuando su sueño tropiece con un Juanito que le pretenda robar su gallina de huevos de oro.  Nuevamente descansará por el efecto del arpa adormecedora. Pero es esa brecha que se abre con cada despertar, esa ventana que podrá edificar algo de lo que no es terreno de lo onírico. ¿Acaso la formación del psicólogo no es precisamente lo que ha hecho con sus despertares? Sigamos a Freud: que el despertar sirva para hacernos una idea nueva, una idea estética de lo que nos ocurre. Superémoslo haciendo una ética nueva, un hacer con, majestuosa como Notre Dame. 



(*) Caracas, 1990. Licenciado en Psicología UCAB. Tesista del Curso de Especialización en Clínica Mental (Psicología Clínica) Universidad Central de Venezuela. Facultad de Medicina, sede Hospital Psiquiátrico de Caracas.