Texto originalmente publicado en: Milagros Socorro Catia, tres voces Fundarte, Caracas, 1994
Según me cuenta mi
madre, yo tenía tres o cuatro años cuando me fui a vivir a Catia. Veníamos del
Centro, de una esquina que nadie puede encontrar hoy en día: de Poleo a Buena
Vista, muy cerca de Miraflores, donde ahora está el Palacio Blanco. En la actualidad
hay una colina debajo de la cual se supone que debe estar la calle donde yo
nací. Siempre he pensado que Caracas es una ciudad donde no puede existir
ningún recuerdo. Es una ciudad en permanente demolición que conspira contra
cualquier memoria; ese es su goce, su espectáculo, su principal característica.
En algún momento de mi vida me he horrorizado ante esta situación; hoy no. Hoy
pienso que es una legitimidad, y así como hay pueblos que construyen, hay otros
que destruyen. Hay pueblos que tienen en la destrucción un sentido de la vida,
como algunos lo encuentran en la construcción. El caraqueño es un pueblo
demoledor, no por nada, solo por ser fiel a su propia historia. Esta es una
ciudad de terremotos, los sismos han jugado un papel preponderante en la forma
de desarrollo de la ciudad, la propia naturaleza es la primera causante de la
destrucción del proyecto de la ciudad. Pero aparte de eso, Caracas responde a
un ideal, algo que está por verse. Caracas siempre fue un lugar de paso, un
lugar intermedio, en sus orígenes no fue un sitio para quedarse, apenas un
tránsito para ir hacia el sur: pasar por aquí y seguir avanzando. Quedarse en
Caracas fue siempre una desgracia, entonces esta ciudad fue construida con un
concepto provisional, todos los edificios de la conquista y aun de la Colonia
son muy simples y apenas parecidos a los que quieren representar, pero sin
llegar a ser nada. Por eso la Catedral de Caracas no es una Catedral, es una
aspiración de algo que no llegó a hacerse. Y cada uno la puede visitar y la
encuentra vetusta pero inacabada. En Caracas nada se concluyó. Por eso, los
caraqueños hemos soñado siempre con el día en que inauguraremos la ciudad, una
ciudad que se parezca a nosotros mismos; lo cual es virtualmente imposible,
pero al mismo tiempo un delirio colectivo. De allí que el caraqueño goce con el
espectáculo de la destrucción de aquello que considera provisional, esperando
que en ese hueco aparezca lo definitivo. Yo tengo muchos recuerdos de haber
presenciado en mi infancia la demolición de edificios como el Hotel Majestic,
donde llegó Gardel; la casa donde se creía que había nacido Andrés Bello –y que
para mí es la casa donde nació Andrés Bello, así el dato no sea histórico–; el
Colegio Chávez, que era la mejor expresión de un cierto barroco pomposo, un
poco peruano incluso, una casona muy llamativa con pórtico de inspiración
churrigueresca muy complicado, y yo vi cómo la bola los desbarató. Pero los que
éramos testigos de esto no lo lamentábamos, más aún, lo veíamos con gran regocijo,
observábamos la caída del Hotel Majestic –que hoy entiendo que era muy bello,
pero que entonces lo veía como un trasto– e interpretábamos que aquello se
hacía en aras de una modernidad que iba a suceder a las edificaciones viejas, y
de un confort que todos buscábamos, algo donde pudiéramos caber. Mis padres me
llevaron a Catia. Primero, porque mi madrina, Francisca Calcaño, era una mujer
muy religiosa y pertenecía a una cofradía de laicos muy adheridos a una
estructura eclesiástica. Mi padre era también un hombre absolutamente católico,
no solo por convicción sino también por militancia, por pasión; entonces,
cuando yo nací –en una familia pobre, mi padre era un sastre y no tenía casa
sino que vivía en una alquilada–, la señora Calcaño me regaló un terreno en
Catia, en la calle Argentina, entre quinta y sexta avenida. Y entonces mi padre
empezó a construir allí, muy lentamente, una casa que nunca se terminó, nunca
fue frisada, por ejemplo, nunca fue pintada por fuera. Nunca la pude conocer
porque nunca fue definitiva. Mi padre tenía una pasión, inexplicable realmente,
por hacer cuartos, una exagerada e inútil cantidad de cuartos, para una familia
pequeña, porque durante nueve años la formamos mi padre, mi madre y yo. A los
nueve años nació mi hermana Marta y otros nueve años después nació mi hermano
menor, Francisco. Mi madre daba a luz cada nueve años. Al final éramos tres
hijos, mi padre y mi madre, y la casa tenía nueve cuartos. Así que yo me
mudaba, a lo largo del año, de cuarto en cuarto; de donde me imagino que
proviene mi deseo de mudarme a cada momento. Nada me regocija más que esos
primeros días que paso en una casa nueva, me produce una gran alegría, me
excita una nueva casa. Yo me mudaba para el fondo de la casa, para la primera
habitación, para el medio…, sin motivo, por el placer de hacerlo. Además, la
casa tenía varias salas, el comedor, la cocina, un jardincito y al final el
lavandero y un corralón con árboles frutales, un limonero, un guayabo y algunas
siembras. Una parte muy importante de la casa era la azotea. Se subía por una
escalera de esas de albañil que había que trasladar y guardar por las noches
por temor a los ladrones. O a veces me trepaba por la mata de guayaba que,
desde luego, representaba mayor dificultad. Arriba estaba el tanque de agua,
cuya bomba mi padre reparaba eternamente –él era un artesano sastre y le
gustaba mucho todo tipo de trabajo físico; si se necesitaba un albañil, por
ejemplo, nunca se contrataba, él lo hacía todo: plomería, electricidad, a su
manera, claro, muy remendado, a veces torpemente, pero con mucha ternura–. La
azotea tenía un techito de asbesto que quedaba en el aire, solo sostenido por
unos parales… Ahora que lo pienso, no entiendo por qué estaba ese techo ahí, ni
qué papel jugaba, el caso es que allí estaba y a los doce años yo me sentaba
allí y veía todo mi mundo privado. Todo lo que soñara, proyectara, acariciara o
me pasara por la mente requería de ese aislamiento, de irme allí, ponerme bajo
techo y escuchar el sonido del agua al fluir por la tubería y llegar al tanque;
era la única frescura que se podía percibir en aquel lugar tan soleado. Yo me
quedaba allí y me entregaba a mis fantasías, a mis ensoñaciones, donde yo me
veía protagonista de algo: yo amaba muchachas y me casaba, hacía el amor, leía
Los miserables. Era el único sitio verdaderamente íntimo y allí tomaba
decisiones. En esa época, tendría doce o trece años, yo tenía un cuaderno rojo,
muy bonito, muy brillante, era bermellón y no se parecía a los cuadernos Alpes
del colegio, absolutamente ordinarios y faltos de imaginación… Este era rojo, y
en él anotaba mi vida, hacía reflexiones sobre mi intimidad, sobre todo lo que
me ocurría. Comencé a escribir allí sin sentirme nunca que era un escritor,
tardé un tiempo en entender que eso podía ser un oficio, o un modo de vida, o
una actitud. Leía escritores y me parecía imposible que yo pudiera hacer esas
cosas, pero sí me importaba la escritura –yo diría que se trataba de condolerme
de mis vivencias–; escribía para lamentarme de mí mismo, de mis penurias, de
mis vergüenzas, de mis frustraciones, de sentirme incomprendido. Desde allí
dominaba el mundo, colocado en esa azotea –que mi padre llamaba platabanda–.
Veía a mis amigos jugar en la calle, veía en una esquina la bodega de un
bodeguero joven, muy popular, muy simpático, muy aficionado al beisbol; y en la
otra esquina, bajando hacia la plaza Pérez Bonalde, quedaba otra bodega de un
hombre sombrío, calvo, que un día amaneció ahorcado, lo que constituyó el gran
suceso de la calle y del barrio. Yo iba a esa bodega a comprar un jamón que hoy
se llamaría jamón crudo pero ahumado, no el jamón de Parma ni el de los
españoles, sino uno crudo y ahumado que venía de la Argentina con el que mi
madre hacía una sopa muy especial a la que agregaba papas, tallarines y
arvejitas de lata (yo la hago ahora y creo que la he mejorado porque la hago
con mayor generosidad que mi madre. Sí, creo que le pongo más jamón). Desde la
azotea yo dominaba todo ese mundo, sentado en esa platabanda, sobre una casa
que nunca se modulaba, que nunca se terminaba. Mi padre tenía en la primera
sala, al principio, después al fondo de la casa, su taller de sastrería. Era un
largo mesón donde él se sentaba –arriba de la mesa, en posición de loto, como
una especie de Buda–. Era un hombre pequeño de estatura, de piel absolutamente
roja, muy sanguíneo, rubio y de ojos azules, muy bello en su juventud, sus
fotos de joven muestran un muchacho bello. Mi padre se sentaba en esa mesa,
extendía la tela y cosía, cuando no diseñaba con una tiza sobre los casimires.
Allí estaban las máquinas de coser, una eléctrica y una manual –tenían usos
distintos–, y luego estaba una señora, que durante muchos años fue Anastasia,
encargada de hacer los pantalones. Mi padre consideraba que era vil hacer un
pantalón (la jerarquía de los sastres es muy compleja: confeccionar un pantalón
es algo reprobable, algo así como envilecer el oficio); un auténtico sastre
hace una chaqueta, un frac, un smoking, como decía mi papá: un paltó. Eso sí,
eso mi padre lo hacía paso a paso; pero el pantalón lo consideraba deleznable,
así que se limitaba a diseñarlo, concebía las pretinas con la finalidad de
evitar que el cliente se viera feo; era un verdadero experto en la cosmética
del vestuario: con sus trajes el gordo iba a enflaquecer, el enclenque se iba a
ver corpulento. Por eso era un sastre muy querido, muy solicitado. De pronto
veíamos detenerse, al frente de la casa, el carro del dueño de El Universal; o
llegaba el doctor Caldera, que conoció a mi padre en una sastrería del Centro;
y gente así. Mi padre es el ser más bello que ha pasado por mi vida y su amor
por mí era algo desbordado. Cuando yo era un liceísta caí preso –en tiempos de
Pérez Jiménez, creo que el año 55–, y metieron presos también a los padres de
los detenidos que eran menores de edad; los pusieron en unas colchonetas
ubicadas en el pasillo que quedaba frente a nuestras celdas. Yo sabía que mi
padre estaba allí, me lo habían dicho los guardias, los policías de la
Seguridad Nacional, pero desde mi celda no podía verlo. Una noche, como a las
dos o tres de la mañana, llegaron muchos policías, nos alumbraron con sus
linternas y nos ordenaron que nos levantáramos. Yo pensé y me imagino que todos
los que estábamos allí –éramos dieciséis– pensamos que nos iban a matar. Ya
llevábamos una semana presos y teníamos motivos para saber que la Seguridad
Nacional no era cosa de juego; nos habían dado muchas golpizas en esos días.
Además, siendo nosotros dieciséis detenidos, nos habían ido a buscar treinta y
dos policías, dos por cada uno, armados hasta los dientes. Nos sacaron, en
fila, hasta el primer pasillo y nos dieron la orden de avanzar. Entonces vi a
mi papá, parado, mirándome, con una cara que no podré olvidar nunca; era la
cara de un animal, era un dolor tan terrible, una angustia tan enorme la que vi
en el rostro de este viejo hermoso que me miraba con tal amor… Era como un
tigre, algo de la naturaleza. No me dijo nada, no me pudo decir nada. Se quedó
allí con su rosario en la mano. Yo lo miré y seguí de largo; subimos unos cuatro
pisos y llegamos hasta un salón muy amplio (ese edificio había sido construido
para las oficinas de la Shell y esta compañía se lo cedió a la Seguridad
Nacional, creo que la Shell no lo llegó a usar nunca, no lo sé, no estoy
seguro). Allí había una serie de colchonetas grandes como esas de lucha libre;
entramos y los policías se fueron, pero el último nos dijo que permaneciéramos
de pie hasta que llegara Fulano. Entonces, yo le dije a Emilio Santana, que
estaba a mi lado: “A lo mejor no nos van a matar porque, fíjate, estos tipos se
fueron y estas colchonetas para qué pueden ser…”. Y él, en medio de su pánico,
me respondió, tan bello: “Las colchonetas son para que cuando nos maten no nos
hagamos daño al caer”. Pues no, no nos mataron. Era que había ocurrido un
milagro: el día anterior, el New York Times había publicado un editorial
titulado “No todo es paz en Venezuela”, donde decía que un grupo de muchachos
del Liceo Fermín Toro estaba en las mazmorras de la conocida policía represiva,
Seguridad Nacional, y que se temía por sus vidas. Inmediatamente Pérez Jiménez
dijo “epa, qué pasa con estos muchachos”, y ordenó que nos pusieran en muy
buenas condiciones. De manera que todo se trataba de un cambio de celda. En mis
primeros recuerdos, de seis o siete años, Catia era como campestre, la calle
todavía era de tierra, iluminada con unos postes que daban una luz mortecina,
muy provinciana. Los alrededores eran todos pastizales y a quinientos metros de
mi casa había vacas que pastaban y campesinos canarios que cuidaban sus
pequeños huertos, vacas y chivos. Cuando ya tuve doce o trece años me
entretenía subiendo con mis amigos los cerros cercanos, siempre en dirección a
El Junquito; no creo que haya llegado nunca hasta El Junquito, pero esa era la
vía que tomábamos. Había allí una flora muy abundante, muchas flores amarillas,
millones de cundeamor, violetas en cantidades increíbles y algunas plantitas
misteriosas como una que nosotros llamábamos bomba, que terminaba en una
especie de canutillo y si te la llevabas a la boca y la humedecías con la punta
de la lengua, luego de unos segundos explotaba, hacía ¡pac! y soltaba las
semillas. Si calculabas mal y te estallaba en la boca no te hería, pero sí
sentías una molestia. Había también muchos lagartijos, verdes, amarillos,
verdiamarillos, moteados de rojo, que circulaban por allí, y era un espectáculo
atraparlos, meterlos en una botella, examinarlos, darles de comer. Y arañas,
arañas de todo tipo, mariposas incontables, a veces de muchos colores,
tornasoladas, pero generalmente aburridas mariposas amarillas que no llamaban
la atención por lo corrientes. Eso era mi infancia, lo que no me hizo un hombre
natural, ni un niño natural. Yo transcurría por todos esos paisajes
atormentado, no podría decir que era bello, no sería honesto conmigo mismo, o
no lo sería con ese niño que cruzaba el paisaje sin notarlo. Con los años eso
se fue poblando hasta que se convirtió en la calle Argentina, al lado de la
calle Brasil, de la calle Bolivia. Tendría once años cuando Medina hizo Propatria,
que era un intento de urbanización ya de gran escala, formidable,
verdaderamente hermosa, con un claro concepto de dignidad de vida. Allí vivía
mi primo José Antonio, hijo de un primo de mi madre. Mis abuelos maternos eran
italianos, mi abuelo era un sastre venido de Calabria probablemente huyendo de
la hambruna que siguió a la Primera Guerra Mundial. Mi padre era un aprendiz de
mi abuelo, el maestro Antonio Lofiego, cuando conoció a mi madre, Matilde
–nacida en Venezuela–, se enamoraron y se casaron. Estaba entonces este primo
de mi madre que había venido de Calabria y se había casado con una muchacha de
Clarines; un hijo de ellos, mi primo José Antonio, fue mi primera amistad
intelectual. Más aún, él lo fue todo, todo para mí, yo soy el producto de mi relación
con mi primo, juntos leíamos sin orden ni concierto ni por qué. Leí esto,
compré esto, préstame esto… y ya. Leíamos Dostoievski, novelas policiales,
todo. Nos construimos una historia literaria. La historia de la literatura, la
única que yo acepto, es esa que hicimos mi primo y yo en su casita de
Propatria, donde seleccionábamos a los escritores con gran desparpajo, con
irreverencia; pero no por una actitud de protesta, sino por una actitud de
soledad, en el fondo. Como no teníamos a quién decirle ni a quién monearle
nuestros hábitos, criticábamos y aplaudíamos a quien nos diera la gana, sobre
todo porque no jerarquizábamos: los escritores se dividían para nosotros en
buenos y malos; Rómulo Gallegos era malo porque no era tan bueno como
Dostoievski, que era muy bueno. No nos poníamos en el lugar de, ni hacíamos
consideraciones de. Yo, sin embargo, era un poquito más considerado, yo
defendía a Gallegos porque –le decía– a mí me gusta, me suena, me dice cosas.
Pero mi primo lo consideraba deleznable, un escritor malo, mediocre y cursi, lo
detestaba porque él pensaba que Crimen y Castigo era una cosa importante y que
Doña Bárbara era una cosa mezquina. Cuando ya éramos unos jovencitos, mi primo
se compró un equipo de sonido, un hi-fi, se lo compró a un abogado en Casalta
por un excelente precio; en esa época, él estudiaba ingeniería y se ganaba la
vida como topógrafo. En ese equipo oíamos música, ópera –yo creo que la mayor
parte de mi vida la he pasado oyendo ópera–, y después, Beethoven y todos los
grandes maestros, con una marcada preferencia por los compositores románticos y
un absoluto desprecio, muy de mi primo que me influyó en esa etapa, por los
compositores barrocos a quienes consideraba poco vitales (después yo amé a los
barrocos y cada vez que escucho alguno siento que traiciono a mi primo de
alguna manera, a la vez que dialogo con él y le digo: “He descubierto que
Haendel y Bach eran más vitales de lo que suponíamos, José Antonio”; pero él ya
no está, así que la discusión se queda allí mismo). Sentados en unos sofás de
plástico amarillo, que deben haber sido horribles, en una casita de madera que
él se había hecho en el corral de su casa, escuchábamos a Tchaikovski… Grandes
emociones, era un privilegio estar allí. II Catia se fue poblando a un ritmo
vertiginoso. Y eso nos lleva ya directamente a Pérez Jiménez. Pérez Jiménez es
Catia; Catia es Pérez Jiménez. Para bien y para mal. Catia fue el lugar donde
llegó una buena parte de la inmigración italiana, portuguesa, española y árabe.
Catia era próspera, era un volcán de trabajo, una zona industrial. Hans Neumann
había inaugurado allí la fábrica de pinturas Montana (hoy en día veo a Hans
Neumann millonario, de edad ya provecta, y no puedo sino recordarlo como un
hombre joven, muy joven, un obrero checoeslovaco batiendo pinturas en la calle
Brasil, un musiú fajado haciendo pinturas para la construcción perezjimenista).
Entonces, como allí se creó todo ese mundo de industrias, Catia se convirtió en
un paisaje abigarrado, toda esa etapa nostálgica de las vacas, los lagartijos y
las flores se convirtió en polvo, en recuerdo, hasta parecer asombroso que
hubiera existido alguna vez. Los parajes bucólicos fueron sustituidos
rápidamente por galpones industriales rodeados por casas donde vivían unos
vecinos confortablemente, adecuadamente, sin preocuparse del entorno. La gente
estaba muy contenta porque Catia prosperaba. Esos años de Pérez Jiménez fueron
los de la verdadera fundación de ese lugar, lo que lo convierte en ese centro
abigarrado y esa inmensa cantidad de habitantes que hoy en día tiene Catia.
Cerca de la plaza Pérez Bonalde se inauguró el Mercado de Catia, que ya era una
clara señal de progreso. Progreso, en la época de Pérez Jiménez, era edificar,
ese era el concepto: progresamos porque edificamos. Y todos estábamos muy
contentos de que así fuera. Quienes nos oponíamos a Pérez Jiménez –por una
cuestión visceral, porque éramos comunistas, porque nos perseguían– de alguna
manera participábamos de ese mundo, ese era el mundo real. Lo que no nos
gustaba era él, el régimen de dictadura, la falta de libertad, pero la época
nos gustaba, la vivíamos intensamente, sentíamos que progresábamos, que no era
mérito de Pérez Jiménez sino de las inmensas riquezas del país. Pensábamos que
era de cajón que Pérez Jiménez hiciera lo que hacía, que no faltaba más, pero
que alguien lo podía hacer mejor… A la larga descubrimos que no, que nadie lo
hizo mejor –es casi blasfemo para mí mismo decirlo, pero es la verdad, o siento
que es la verdad. Caminar por esas calles era recorrer un bazar (una vez estuve
en Irán, en una ciudad llamada Isfahán, donde se hacen las alfombras persas;
estuve con María Teresa Acosta y con Román, y caminamos por un bazar, un
verdadero bazar, de esos de Las mil y una noches, igualito pero yo me sentía en
Catia, incluso la jerga era la de Catia. Yo no entiendo una sola palabra del
farsi, pero para mí hablaban el idioma de Catia, y entenderme con un vendedor,
a quien le compré una tela para traérsela a mi esposa de ese momento, fue
hablar, simplemente hablar y me entendí, porque yo estaba en el Mercado de
Catia o en cualquiera de las calles laterales donde se respiraba una cosa
buhonera). Hacia el final de la plaza de Catia estaban los árabes concentrados
y allí estaba la mezquita. Era una casa, ellos no tenían dinero para
construirse una mezquita, pero ese era su templo y más de una vez, a las cinco
de la tarde, vi gente en esa calle inclinarse hacia la Meca y adorar a Alá. Vi
dramas como el del padre árabe a quien la hija se le fue con un muchacho, y vi a
aquel hombre gritar en un lamento terrible; nunca vi un estado de ira tan
desesperado en un ser humano. Estaban los italianos, obreros que comenzaban a
hacer pequeñísimas trattorias que fundaban el cambio de la culinaria venezolana
completa, totalmente alterada en su versión popular; se puede usar esa palabra
porque allí vivíamos los pobres, los pobres menos pobres, no los desesperados.
Frente a la plaza Pérez Bonalde estaba el cine Pérez Bonalde. Un cine serio,
donde se daban películas norteamericanas, románticas. Allí vi Casablanca, basta
decir eso. Luego estaba el cine España, en la avenida España, a cuadra y media
de la plaza Pérez Bonalde, bajando hacia la plaza de Catia; era el del cine
mexicano que también lo veíamos. Yo entendía que el cine mexicano no se podía
comparar con el norteamericano: veíamos una torpeza, sabíamos distinguirlo,
veíamos que era lacrimoso y cursilón, que no llegaba a parecerse al gesto de
Humphrey Bogart cuando se da cuenta de que no puede arribar a una conclusión
con Ingrid Bergman y está obligado a dejarla ir. Esa sobriedad, esa economía
conmovedora no es la que tenía propiamente Pedro Infante o Pedro Armendáriz,
ese muchacho telúrico, el más bello latinoamericano que ha existido, el único
orgullo racial que puede tener América Latina. Sin embargo, Armendáriz no nos
gustaba tanto como Pedro Infante; Armendáriz representaba al mundo indígena y
lugareño, lo veíamos con inquietud social. Pedro Armendáriz, que era la única
concreción real del indio pulposo que pintaba Diego Rivera, contribuyó mucho a
que nos hiciéramos comunistas. Porque él nos hablaba de una sociología, su
cuerpo era sociológico, su actitud era sociológica y, como ese cine mexicano
estaba muy influido por una intención nacionalista de izquierda, recibimos todo
el imaginario del pueblo que pasa hambre, el terrateniente malvado, la
injusticia vista en un sentido atávico y, desde luego, la Revolución. Para
nosotros “Revolución” era la mexicana, porque nosotros éramos mexicanos, yo no
tengo ningún empacho en reconocerlo. Nosotros éramos de Chapultepec, esa era
nuestra verdadera vida. Catia era Chapultepec. Los mexicanos se las ingeniaron
para transmitirle a Latinoamérica, hasta el Ecuador, que la verdad eran ellos y
la realidad era ellos y que ellos éramos nosotros. Al fin y al cabo,
compartíamos una historia, hablábamos español y nos había humillado la misma
gente, de manera que podíamos tener una absoluta solidaridad con los
desgarramientos de Pedro Infante o de Dolores del Río. Pedro Infante tenía una
característica esencial: era urbano. Tras un breve período en que hizo el
charro, Infante entendió muy bien que necesitaba un mundo nuevo, que no podía
seguir de charro, entonces se puso su chaquetita de cuero y empezó a vivir los
dramas urbanos. No hay palabras para describir a Pedro Infante, es el más
grande actor que ha tenido el cine latinoamericano. No hay nadie que se le
aproxime siquiera: esa dosis de irresistible simpatía, esa gracia
extraordinaria que hacía que uno lo viera como un amigo, tenía élan como
nadie puede siquiera imaginarse que pueda alcanzar. Si lo comparamos con Jorge
Negrete, por ejemplo, que era anterior, bueno, Negrete era machote pero no era
de Catia, era rural. Pedro Infante era de Catia y nosotros lo queríamos,
deseábamos que en nuestra vida hubiera alguien así: risueño, pícaro,
sentimental… Tenía todas las características necesarias. Pedro Infante hizo
muchas películas, pero hubo una que para mí, para ese mundo de Catia y de la
plaza Pérez Bonalde, tuvo mucha importancia, fue Nosotros los pobres, una
película dirigida por Ismael Rodríguez, protagonizada por Infante y por una
actriz mexicana que había hecho carrera desde niña y que para ese momento era
una adolescente, casi una muchacha, se llamaba Chachita, una gordita para nada
glamorosa, no era la “muchacha de la película”, era simplemente una joven
sufrida. Pedro Infante hacía de su hermano y en la escena donde Chachita perdía
las piernas en los rieles de un ferrocarril (ella huía de la casa de los ricos
donde trabajaba, después de que estos le habían hecho una maldad hasta el
extremo de conducirla al suicidio), su hermano iba a verla y entonces Infante
miraba el cuerpo mutilado de su hermana moribunda y gritaba: “¡Malditos sean
los ricos!”… Nadie se puede imaginar lo que esto produjo en el cine: el grito
de la gente, cómo conmovieron esas palabras insertadas en aquel gesto de
Infante, aquel “dolly” en que la cámara subía y subía, y dejaba a Infante sobre
la vía del ferrocarril, gritando. La conciencia de una desigualdad social y el
odio hacia el que tuviera riquezas como explotador, hambreador y crápula…, todo
eso cuajó en la sala, y si muchos nos hicimos comunistas fue precisamente por
su imagen, porque entonces, como dice Pío Miranda, un personaje mío de El día
que me quieras, yo dije –él dice–: “¿Quiénes están contra esto? Y me dijeron,
lee”, cuando él quiere justificar por qué se metió en el Partido Comunista. Yo,
que soy parte de ese hombre, me metí en el Partido Comunista por Infante, que
maldecía a los ricos; y los comunistas eran los que decían eso o algo muy
parecido a eso con su tono pomposo, protocolar y “científico”. Eso era la plaza
Pérez Bonalde y eso era lo que sucedía en esa comunidad. Y uso la palabra
“comunidad” con toda intención porque tiene una carga afectiva para mí y no me
gusta usarla sino solo en esa instancia: lo que es común a todos, lo que le
sucede a personas, la crónica y los estímulos comunes de las personas. Todo
sucedía en un lugar que era capaz de autoabastecerse; si yo recuerdo esa etapa
de la plaza Pérez Bonalde, lo primero que se me viene a la mente es que el
resto de la ciudad no significaba para mí nada. Es más, raras veces nos
movíamos de Catia; era una comunidad totalmente fronteriza, amurallada, sin
proponérselo porque nadie hizo ese discurso, pero eso era lo que ocurría. Yo me
recuerdo caminando por el Centro, por Los Dos Caminos, por Los Chorros, pero
eran excursiones, eso era turismo, me movía la curiosidad pero no me
involucraba y nadie allí se involucraba con el resto de la ciudad. Catia se
autoabastecía de símbolos, de mitos, de vivencias; claro que no de estímulos
culturales, para eso íbamos a El Silencio y al Centro Simón Bolívar, íbamos a
la librería de Argenis Rodríguez. Pero no había nada allí interesante, había
cosas que comprar que no las había en Catia, en Catia no había librerías. En
ese lugar nos abastecíamos de estímulos, éramos unos muchachos de quince,
dieciséis años, no llegamos a los veinte porque antes de cumplir esa edad nos
desaparecimos de la plaza Pérez Bonalde. III Después de ver aquella película de
Pedro Infante, no era posible que nos fuéramos a nuestras casas sin constatar
aquel milagro y aquella emoción que habíamos experimentado. Teníamos que
felicitarnos e intentar extraer conclusiones sobre lo que habíamos visto.
Éramos amigotes e íbamos a la plaza a hacer bromas, a reírnos, a hacer lo que
llaman los españoles gamberradas, a eso íbamos a la plaza Pérez Bonalde: a ser
muchachos. Muchachos en el sentido de que teníamos que sentarnos y hablar, sin
orden ni por qué. Con el tiempo, bien pasado el tiempo, descubrimos que éramos
algo, que teníamos una cierta identidad, claro que a nadie se le ocurrió decir
que éramos el Grupo de la plaza Pérez Bonalde, eso era simplemente un afecto;
pero algunos de nosotros empezamos a pensar que era importante vernos allí, que
no ir una noche significaba perder algo, perderse una experiencia o la
oportunidad de lucirse, de alardear entre nosotros mismos a ver quién era más
inteligente o sacaba mejores conclusiones. Las discusiones eran increíbles, y
las había de todo tipo; el nuevo Tarzán, por ejemplo, fue una gran discusión de
la plaza Pérez Bonalde. Después de Johnny Weissmüller, Lex Baxter había ocupado
ese lugar. Fuimos todos a verlo en una película llamada Tarzán y la fuente
mágica, fuimos con una gran seriedad a ver a Baxter…, que no nos gustó, porque
nos pareció que no tenía el encanto de Johnny Weissmüller. Lo encontramos muy
rubio. Weissmüller, siendo un austriaco, era de pelo negro y de ojos un tanto
rasgados, sus facciones eran más parecidas a las nuestras y su corpachón, el de
un hombre definitivamente atlético. Cuando veíamos a Lex Baxter, encontrábamos
un inglés, un rubio de pelo castaño claro –o por lo menos así se veía en blanco
y negro– y eso nos molestaba porque entonces la relación de los negros con
Tarzán, cosa que no habíamos captado con Weissmüller, la captamos en Lex
Baxter. Y Baxter era un colonialista (después reflexionamos que Weissmüller
también, pero él no nos daba esa imagen). Eso produjo una gran discusión que
fue planteada por un muchacho de apellido López, al que llamábamos Lopito, que
hasta hace poco ocupaba un gran cargo en el Banco Central de Venezuela. Después
de ver Tarzán y la fuente mágica, Lopito dijo: “Hemos aplaudido cuando Tarzán
salva a la muchacha de los negros, pero ¿quiénes son los negros? Los negros
somos nosotros”. Todos quedamos marcados por este comentario de Lopito y
entonces, viendo a Tarzán, descubrimos esa maravillosa palabra de los
estructuralistas: la otredad. Yo iba al cine Esmeralda de Catia, el más desprestigiado.
Era el cine que estaba situado en el enclave de las prostitutas, el más
marginado; pero era el cine donde yo podía sobornar al portero para ver las
películas censura B –porque no había sino censura A y B–. El portero, a mis
quince años, me permitía entrar a las cinco de la tarde, por lo que pude ver un
día Subida al cielo de Luis Buñuel. Yo, ni idea de quién era Luis Buñuel, ni
jamás había oído mencionar ese nombre, pero en la película estaba una pasión
erótica de mi vida, que era Lilia Prado, mi mayor deseo en la vida era ella.
Muchos años más tarde la conocí en México y la vi, a Lilia Prado, a aquel ser
con el que yo había tenido las fantasías más grandes; era la dueña del cafetín
de los Estudios Churubusco, puesta allí por el sindicato, era una mujer
inmensamente gorda. Cuando me dijeron esta es Lilia Prado, yo morí; porque en
aquel rostro que ya era así, redondo, logré ver aquella cara del pasado, era
buenota pero pequeña, era asequible. Eso era lo grande de Lilia Prado, que no
era una mujer excesiva, lo cual era muy importante para mí, para nosotros;
aquellos mujerones los podíamos ver con embeleso… Uno veía a Ingrid Bergman y
qué le podía producir, no más que un encanto imposible. Lilia Prado, en cambio,
era cercana, bella y buenota, pero no excesivamente bella, era tocable; se
podía abarcar, que era lo fundamental. Entonces, yo fui ese día al cine a ver
Subida al cielo, una película mexicana dirigida por Buñuel, horriblemente mal
hecha pero genialmente hecha al mismo tiempo, como todas las películas de
Buñuel en México: torpes pero con destellos. Subida al cielo narraba el
encuentro de una muchacha que iba a cobrar una herencia con el chofer del
autobús donde ella iba. En un momento determinado el autobús se dañaba, en
medio de una gran tempestad, y los pasajeros, con excepción de la muchacha, se
negaban a subir nuevamente al autobús. Entonces, el chofer se decide a llevarla
a cobrar su herencia, solos, ella y él en el autobús; ella sentada en el último
asiento y él al frente, al volante. El clima erótico que se producía en esta
película –a lo Buñuel, que no es un director especialmente interesado en el
erotismo, español al fin, un puritano que en la sexualidad ve un pecado– era
algo morboso: no había allí un desnudo, apenas la pierna de Lilia Prado hasta
la mitad del muslo…, pero aquello echaba chispas. Viendo esa película,
prácticamente solo porque ese día casi no había nadie en el cine Esmeralda, yo
sentí una gran conmoción, no exactamente erótica, claro que sí, erótica, pero
mucho más. Cuando llegué a mi casa abrí el cuaderno rojo y escribí acerca de
una sensación que me había atrapado: era la primera vez que yo sentía el arte.
Años más tarde vi esa película en una copia de video que conseguí en México, y
me di cuenta de que estaba hecha a los trancazos, casi ingenua incluso como
realización, una película miserable rodada con un presupuesto que no debió
superar los tres pesos, pero viéndola de nuevo volví a sentir el destello. Al
día siguiente me levanté a las cinco de la mañana, fui al cine y me robé el
afiche. Me lo llevé a mi casa como el tesoro más grande del mundo, no lo monté
siquiera, lo guardé y lo veía ocultamente. Y me dije: “Yo quiero esto, quiero
entender que con este arte, con el que se pueden hacer chorradas horrendas, se
pueden hacer también cosas de mucho nivel”. Y no me importaba lo que dijera la
historia del cine, yo había llegado a aquella conclusión y para mí eso era más
importante que lo que dijera la historia. Y ese hallazgo pasó a formar parte de
las discusiones de la plaza Pérez Bonalde. Al día siguiente, por la tarde,
llegué a la plaza y dije: “Tenemos que ir a ver Subida al cielo, por esto y por
esto”. Los muchachos, comunistas en su mayoría, me miraron con cierta sospecha
porque la película no planteaba un tema social. Fueron todos a verla, pero yo
fui reprobado porque la película no planteaba un tema social y no había un
interés por el pueblo. Alguien, sin embargo, admitió que podía considerarse una
película importante, porque tenía unas imágenes y unos diálogos que se salían
de lo común. Así, la plaza fue transformándose lentamente, muy lentamente, en
un sitio de discusión. En la medida en que nos íbamos haciendo grandes, o nos
arriesgábamos más, o leíamos más, se convirtió en una costumbre importante
discutir. Un día llegó Jacobo Borges, ya no éramos niños, éramos jóvenes ya
para hombres, y apareció él. Jacobo había estado allí desde siempre y nadie lo
había tomado en cuenta. Era un “negrito”, no hay otra palabra. Muy mal vestido,
muy pobre, casi andrajoso. Él se sentaba y oía lo que nosotros decíamos hasta
que un día habló y dijo que él quería ser pintor, que iba a ser pintor, y que
ya estaba estudiando en la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas. Para
nosotros un pintor era un tipo gracioso que podía tener una habilidad manual,
pero la pintura no tenía la jerarquía de arte para nosotros en ese momento.
Pero Jacobo pintaba en el suelo de la plaza Pérez Bonalde –allí quedaron obras
fabulosas pintadas al carboncillo–, dibujaba y dibujaba. Hablaba de su papá,
que era mecánico y tenía un proyector de cine de 16 milímetros con el que
pasaba una película de Chaplin que Jacobo ponderaba mucho, y decía que era muy
graciosa (hasta el sol de hoy sigue repitiendo lo mismo. Una de las últimas
veces que hablé con Jacobo me volvió a hablar de Chaplin exactamente como lo
hacía en Pérez Bonalde, igualito, con la misma emoción). Él tenía pasión por
Chaplin, nosotros no. Chaplin era “antiguo” y esa palabra en Caracas, en
Venezuela, en el mundo perezjimenista, era una muy mala palabra, era la
barbarie, una mala costumbre, un pobrecito… Nosotros éramos modernos a
ultranza. Jacobo se ponía a hablar de Chaplin, decía que era un poeta, bueno,
entre nosotros había algún sector que entendía que Chaplin era un hombre muy
apegado a la izquierda y se sabía de sus líos con el Partido Comunista y de la
persecución del maccarthyismo, todas estas cosas empezaron a sonar allí y
Chaplin fue aplaudido como un intelectual progresista, pero la figura de
Charlot no era para nosotros. Era simpática, de ahí no pasaba. Pero Jacobo
insistía en su defensa y nosotros, un poco con piedad, lo atribuíamos al hecho
de que a un pintor le tiene que gustar Chaplin por una empatía visual, porque
era mudo y las palabras, como en la pintura, salían sobrando. Años más tarde, Jacobo
se desapareció. Yo no supe más de él. En realidad, no éramos amigos; nos
conocíamos, nos saludábamos, pero amigos no éramos. Él venía de El Nacimiento,
un barrio sumamente pobre, yo diría que marginal, y un día consiguió una beca y
se fue. Como a los dos años regresó, después se volvió a ir, ya eso se sabe,
pero importa el día en que regresó por primera vez. Esta es una de las cosas
más hermosas para recordar de esa plaza. Jacobo regresó, llegó a la plaza y
anunció que él llegaba de París. Había conocido a Pablo Picasso, lo que lo
convirtió en un personaje. Y nos contó cómo había sido. Su encuentro con
Picasso había sido en una playa –Jacobo moría por Picasso, era mucho más que un
fan–, allí vio al maestro y se puso a pintar para monearle al maestro. En eso,
Picasso pasó, no interesado, simplemente pasó, y Jacobo le dijo: “Hola”. Como
Jacobo habló en español, y esto era en Francia, Picasso se volvió, le respondió
el saludo y le preguntó que de dónde era él. Jacobo le dijo que era venezolano
y que era pintor. “¿Ah sí?”, le dijo Picasso, y el diálogo se cerró. Entonces
Picasso le preguntó: “¿Usted me quería decir algo?” Y Jacobo le dijo: “Sí, yo
le quería decir una cosa: que usted es un gran pintor”. Picasso sonrió y se
marchó. Eso Jacobo lo contaba con una gran ternura y a nosotros nos producía lo
mismo. Jacobo, que siempre fue muy faramallero, pensaba, inventaba, decía,
imaginaba, era un diablo, tenía una capacidad imaginativa delirante, estaba muy
protagónico esa noche. En la plaza, en ese universo, había algunos que nos
interesábamos por discusiones de tipo intelectual o artístico; pero había
otros, también amigos, que les aburrían estos asuntos. Había uno, un poco chulo
–de hecho, se contaban sobre él historias de amantazgo con prostitutas, lo que
le daba un cierto prestigio–, y era un hombre que cuidaba mucho el peinado, se
acicalaba mucho el pelo. De repente, este hombre le dijo a Jacobo: “Entonces tú
estuviste en París, yo no…”; entonces se sacó el peine que llevaba siempre en
el bolsillo y agregó: “Pero tú no puedes hacer esto”, y se pasó el peine muy
suavemente por el pelo. Como Jacobo tenía el pelo chicharrón, este hombre hizo
eso para humillarlo, para ponerlo en su sitio porque Jacobo no tenía el pelo
liso y no podía deslizarse un peine por la cabeza. (Jacobo y yo nos hemos
contado esa historia muchas veces, nos hemos reído mucho, creo que lo que nos
ha hecho grandes amigos es recordar ese día porque fue muy significativo todo
lo que se derivó del gesto de aquel hombre). En ese instante comprendimos que
aquel hombre era la vida corriente y que nosotros no queríamos esa vida, que no
era eso lo que queríamos ser y que aquel tipo era lo que necesitábamos superar.
Esa anécdota revelaba la mediocridad de la cual teníamos que escapar por
necesidad y por supervivencia. Allí se estaban deslindando dos mundos: de allí,
un grupo –porque aquella plaza era el ágora, era Atenas, era Sófocles, era el
siglo v antes de Cristo; esa fue la plaza que yo viví– se erigió en foro, los
que pensaban y hablaban; y quedó otro, compuesto por los que oían. Allí estaban
Abigail Rojas –el padre del cine venezolano actual, un gran director de
fotografía y animador de un movimiento cinematográfico importante en lo que él
se planteó en los años sesenta y comienzos de los setenta, que trágicamente
murió de aplasia medular, esa espantosa enfermedad que lo consumió. Ahí estaba
César Bolívar, que era un cargacables de la primitiva televisión; y estaba yo,
que era un muchacho que estudiaba en el Liceo Fermín Toro, que era del Partido
Comunista, que quería escribir y hacer teatro, que tenía miedo de salir de ese
ámbito, pánico de vivir, que le aterraba el contacto con las personas, que se
sentía feo, espantosamente feo, que quería enamorarse de una mujer en la
conciencia de que ninguna mujer se enamoraría de él nunca, porque se sentía una
persona torpe, que había descubierto la sexualidad a los trancazos. IV Una
mujer casi monstruosa, creo incluso que era boba, que era criada de la casa de
al lado, me agarró una mano y se la puso en su sexo. Yo tendría catorce años.
Eso fue una cosa sexualmente extraña, vaga, que a mí me dolió físicamente. Era
como perder la virginidad, que raro, que un hombre pierda la virginidad y le
duela… pero eso me pasó a mí, a mí me dolió. Y después fueron las prostitutas,
un trámite inevitable, ir a donde las prostitutas, a nada, a una cosa absurda,
que no tenía el menor sentido, a una cosa fría, hiriente, absolutamente vulgar.
Ir a los burdeles, luces violetas, las mujeres sentadas en las piernas de los
hombres mayores, y entrar allí, acompañado de amigos, unos tres siempre, como
unos adolescentes –niños, casi– que éramos vistos con cierto cariño por los
mayores que en cierta forma se veían a sí mismos; y, en el fondo, por las
prostitutas, que nos preferían…, pero no pasaba nada. Yo no sé cómo nuestra
generación logró sobrevivir sexualmente porque además la masturbación nos
parecía algo despreciable, no pecaminosa, sino peor porque no se trataba de
irritar a Dios, nosotros éramos ateos y esto no obraba para nada. Lo que nos
atormentaba era lo patético, porque lo considerábamos patético: masturbarse era
una cosa bochornosa para nosotros, era simplemente que no podíamos tener
mujeres, y apelábamos a un sustituto mental. Todo eso en un mundo donde muchos
machos, mayores que nosotros, pregonaban sus conquistas sexuales, su pericia y
sus proezas; masturbarse era anticlimático, era reconocer nuestra inferioridad.
La masturbación era, definitivamente, un trauma. Una vez, tendría como catorce
años, yo estaba en mi cama y me sobrevinieron unas imágenes eróticas,
terribles, y sentí un orgasmo. Yo era tan ignorante de la sexualidad y de mi
propia genitalidad, a pesar de que ya era un estudiante de bachillerato, que
cuando me toqué y advertí la presencia de una sustancia que se había escapado
de mí, una cosa blanca, yo pensé: “He hecho algo terrible y voy a morir. En los
próximos minutos yo voy a morir”. Le había infligido un daño tan espantoso a mi
organismo que inevitablemente iba a morir. El corazón me latía desesperadamente
del pánico que tenía. Por un momento me acordé de una clase de biología del
colegio San Ignacio donde se hablaba del sistema sanguíneo y de una cosa
llamada el sistema linfático; yo concluí que aquel fluido era la linfa y por lo
tanto yo había roto mi sistema linfático, lo que me iba a conducir a la muerte
instantánea. Dejé pasar los minutos en espera de la muerte pero eso no ocurrió,
pasaron diez minutos, el corazón se me calmó y me quedé a la expectativa,
entonces supe lo que había pasado y decidí que cuidado con repetir aquello.
Entonces pregunté a los muchachos mayores que yo y el Gordo Marín, que era
cobrador de la Sociedad de Conciertos, me dijo: “Chico, qué vaina es esa, es
que te masturbaste”. Bueno, me lo dijo un poco más vulgarmente, pero yo me
quedé sin saber absolutamente de qué me estaba hablando. Claro que allí la cosa
era fingir que uno sabía, ser cándido era muy feo, la inocencia era muy mal
vista en nuestro mundo moderno, el perezjimenismo prohibía la inocencia,
evidentemente. Entonces mi primo, una vez más en mi vida, acudió a mi auxilio
en el descubrimiento de la sexualidad y me dijo: “Teóricamente, hay burdeles.
Pues vayamos a los burdeles”. Yo ahora pienso en la irresponsabilidad tan
grande de esa decisión, en el daño psíquico que eso pudo ocasionar… No sé qué
diablos me salvó. En el fondo, la sexualidad con prostitutas me era
indiferente. ¡Cuánto me costó arribar a un orgasmo con una de ellas! Mucho.
Pasaban las prostitutas por mi vida y yo no tenía orgasmo y no podía tenerlo
porque yo entendía que todo era falso (no lo entendía, lo intuía) y, como era
mentira, no podía experimentar ningún sentimiento. Y, hasta el sol de hoy, no
he podido distinguir la sexualidad del sentimiento; nunca pude –ni puedo–
utilizar a una mujer. Esto también se discutía en la plaza, pero veladamente; y
claro, desde posiciones tomadas, todos éramos expertos. Desde luego, ninguno lo
era, pero todos nos fingíamos expertos. Había un amigo allí, un muchacho que
estudiaba ingeniería, que se había enamorado de una muchacha bella, de la
cual todos estábamos enamorados. Bella, bella…, hija de unos zapateros
italianos, sicilianos, con todo lo que significa esta palabra. Era imposible
para él tener relaciones sexuales con esta muchacha, era un amor de manitos y
besitos. En esa época, acostarse con una muchacha, novia de uno, era jugarse la
vida porque todos nos queríamos ir de Catia, todos, todos queríamos prosperar y
una mujer significaba un embarazo, un hijo y una responsabilidad, y un nos
quedamos aquí. Era una tragedia decir “embaracé a fulanita”. Eso simplemente no
sucedía, de tan trágico. Pero este amigo tenía una desesperada necesidad de
acostarse con ella; él no lo decía, pero lo intuíamos, era lógico. Un día se
presentó la oportunidad. Los padres de la muchacha iban a visitar a unos
parientes en el interior, y ella le había dicho que accedería a tener
relaciones con él. El problema era dónde ir con la muchacha. Un hotel era
terrible: exigía una cédula, un certificado de matrimonio, un equipaje; no era
posible. Aún así, este muchacho fue de hotel en hotel hasta que encontró uno en
la esquina de La Gorda, en el Centro, cerca de El Silencio, ahí dio con uno
donde él podía ir, pero necesitaba una cantidad muy alta y él apenas tenía unos
veinte bolívares. Él planteó el problema en la plaza, al círculo más cercano,
en términos bonitos, sentimentales, no lo dijo así vulgarmente, de verdad que
el tipo se moría por tenerla. Nosotros vimos la posibilidad de ayudarlo,
pasando sobre nuestro propio enamoramiento y los celos que aquello nos producía;
tratamos de conseguirle algún dinero, sin mucho éxito. En aquella época solía
ir a la plaza Pérez Bonalde un homosexual a quien llamaban Mamaota (que murió
acuchillado en El Calvario, en un crimen muy sonado por los años sesenta).
Mamaota iba todos los días en un carro Pontiac a levantarse muchachos por los
alrededores de la plaza. Nosotros lo veíamos como un anatema, un horror, y el
tipo que se acostara con un homosexual era considerado un crápula; lo peor que
le podía pasar a un joven era ser sorprendido en una relación homosexual, eso
sencillamente abatía a un ser humano. Este muchacho se acostó con Mamaota a
cambio del dinero para pagar el hotel donde iría con su novia. ¿Se ha visto
imagen más terrible? Es verdaderamente un gran tema. Un tipo que acepta
acostarse con una persona que a él le tendría que haber horrorizado, pero que
le daba el dinero para hacerlo con esta belleza que él iba a tener. Se fue con
Mamaota el viernes y el sábado ya tenía el dinero para invitar a su novia. Nos
lo contó desesperado: cuando estuvo con la muchacha no le pasó nada, no pudo.
Fue terrible. Así como en la sexualidad teníamos que fingir un conocimiento y
una madurez que distábamos de poseer, así era en la vida toda. Para esa
generación de venezolanos, entender que había un mundo cosmopolita o adecuado
era todo como un orgasmo: no sé de esto. Pero debo fingir que lo sé. De esa
manera, todos los que desembocamos en una vida intelectual lo hicimos mediante
una ficción, un fingimiento. ¿Te leíste En busca del tiempo perdido? Sí. Pero
no lo había leído. ¿Has leído Marx y El Capital? ¿Quién diablos en la vida ha
leído El Capital?, yo supongo que nadie. Pero todos lo habíamos leído. ¿Te
leíste El discurso del método? Sí, claro. Nadie lo había leído. Pasaron muchos
años para que leyéramos El discurso del método, pero yo había hecho una vida
como si lo hubiera leído; incluso adquirido una fama por haber conocido El
discurso del método, pero yo no lo había leído; y me permitía decir que Marcel
Proust era tedioso y nunca lo había leído. También era que no habíamos tenido
tiempo para leerlos, ni teníamos organización o metodología alguna. Yo era un
estudiante de Derecho –lo abandoné cuando me faltaba un semestre–, y era alumno
aventajado, así que de Derecho algo sabía, pero muy poco de poesía: Francois
Villon y Andrés Eloy Blanco, lo que me bastaba para saber que Andrés Eloy era
dulcero, repostero, que sonaba a conservita de coco; o que Villon era drástico
y rudo (y aún hoy sigue siendo mi poeta favorito, ese y Rafael Cadenas, que es
el poeta más grande del universo, porque es el poeta que me importa). La plaza
era el lugar donde fingíamos y a medida que pasaba el tiempo fingíamos más, nos
hacíamos más teóricos, más comunistas, más estetas, más conocedores, más
gastrónomos, más mujeriegos… sin que eso fuera verdad, sin que eso fuera una
experiencia. Éramos unos sofistas, unos retóricos, creíamos que el verbo
suplantaba la realidad y nos daba poder. No éramos honrados pero al mismo
tiempo, en nuestro descargo debe decirse, éramos muy angustiados y todo eso lo
vivimos sabiendo lo que vivíamos, sabiendo que lo que nos faltaba era grave y
en verdad buscábamos que nos sucediera. Eso me lo concedo y se lo concedo a la
gente de la plaza Pérez Bonalde. V Había un dilema que a mí me marcó muchísimo:
mi tía Lola dirigía la Escuela Municipal Martín J. Sanabria que quedaba en lo
que llamaríamos ahora Pagüita, a la entrada de Catia, en las cercanías de
Miraflores; y luego hay una cantidad de casonas viejas, en un lugar que se
llamaba La Yerbera, esto es detrás de Caño Amarillo. Esta escuela funcionaba en
una casa inmensa donde mi padre me llevaba con mucha frecuencia, pero se
trataba de un colegio público y mi padre había soñado siempre que yo estudiara
en el mejor colegio de Caracas que, por supuesto, no podía ser nunca un colegio
público. Yo no creo que mi padre haya cometido un error, todo lo contrario;
quizá el principio era erróneo y había colegios oficiales muy buenos (de hecho,
dos de mis más amados amigos, Román Chalbaud e Isaac Chocrón, se educaron en la
Escuela Experimental Venezuela y se refieren con frecuencia y mucho amor a su
colegio). Pero mi padre consideraba que ni siquiera el que dirigía su hermana
Lola era suficientemente bueno porque era del Estado. Y paralelamente aquí
existía un faro, el gran colegio de Caracas: el San Ignacio de los jesuitas.
Era un colegio absolutamente privilegiado, un horizonte, y allí me llevaron. En
parte, por ese concepto: voy a llevar a mi bello hijo José Ignacio, que es el
centro de mi vida –porque eso era yo para mi padre–, al mejor colegio de
Caracas. Ese colegio costaba mucho dinero, por lo menos para lo que mi padre
ganaba; sin embargo, faltó el pan, pero nunca faltó la mensualidad del colegio,
nunca se atrasó un pago, ni en las peores etapas de mi padre. Fue ingresar al
mundo de la educación jesuítica. Eso es toda una literatura, es Stendhal (yo
leo Rojo y negro y me veo allí; porque en el fondo, la educación jesuítica que
recibió Sorel, el protagonista de Rojo y negro, es exactamente la misma que yo recibí).
Los jesuitas son unos personajes a los cuales se les atribuyen muchas leyendas
en el seno de la Iglesia. Mucha gente ve en ellos personajes siniestros que
ejercen el poder colocando títeres, no falta quien hable de papas títeres de
los jesuitas (porque ellos tienen prohibido por sus estatutos ocupar cargos en
la jerarquía eclesiástica, por eso no existen jesuitas obispos, arzobispos ni
mucho menos cardenales o papas; y eso les está prohibido por su fundador, San
Ignacio). Yo le debo mi nombre, justamente, a este santo. Cuando yo iba a
nacer, el embarazo de mi madre confrontaba un gran problema para la obstetricia
de la época cuando no se paría en clínicas ni hospitales sino en las casas. Mi
madre era una mujer de pelvis sumamente estrecha, casi infantil. El médico, el
doctor Agustín Hernández, estaba muy preocupado por este embarazo porque veía
en mi madre una barriga desproporcionada en relación con su cuerpo. Ella era
bella, muy bella, delgada, una auténtica figura romántica (y la palabra cesárea
que hoy es tan corriente, en el año 1937 en Venezuela era más que aparatosa).
Él temía que con el uso de fórceps el niño pudiera nacer muerto o sufrir una
fractura de cráneo. El médico se lo dijo a mi papá con mucha preocupación, le
asomó la posibilidad de que yo no pudiera nacer con vida. Mi padre estaba
obligado por una tradición familiar, que venía de mi abuelo y de mi bisabuelo,
que consistía en que todo primer hijo varón debía llamarse José; pero, además,
mientras transcurría aquel parto lentísimo y agotador, mi padre le pidió un
milagro a San Ignacio de Loyola, un santo al que nadie le pide favores quizá
porque se lo percibe adusto, sombrío, muy extraño: un jesuita cuya preocupación
básica en la vida fue derrotar la Reforma e instaurar la Contrarreforma y
acabar con Lutero y todo eso. El caso es que yo nací con todas estas
dificultades, muy golpeado, muy magullado. Era un gordo, muy grande, producto
del criterio de las madres de la época que se entregaban a comer treinta
gallinas a lo largo del proceso de embarazo. Lo natural era, entonces, que yo
asistiera al colegio de mi santo patrono; pero lo cierto es que estudiar con
los jesuitas introdujo en mi vida una verdadera esquizofrenia. Era esquizoide
en un doble sentido. El ambiente del colegio, en la esquina de Jesuitas (donde
está todavía y aún hoy cuando entro se me encoge el estómago, a veces de amor,
a veces de angustia. Yo no sé qué me pasa con ese lugar que me angustia
muchísimo y a la vez amo tanto. Debe haber algo allí que nunca he resuelto
porque cuando paso por ahí y me asomo por una puerta metálica, que es la misma
de mi infancia, y veo el patio grande, el frontón donde los jesuitas jugaban
pelota vasca, me parece oír los golpes de la pelota en la pared y ver a los
pelotari, todo ese mundo vasco… es mucho… Siento que algo me acecha, me
aguarda, me estremece). El ambiente, era el de un mundo vasco, un mundo rudo,
muy eficaz, muy competitivo, donde la inteligencia era aplaudida, brillaba y
era apreciada. Pero es un mundo rudo: de los jesuitas se podrá decir todo lo
bueno y lo malo, pero nunca que hay ternura en su mundo; no es un carácter
dulce el suyo. En realidad, la personalidad de su fundador, San Ignacio de
Loyola, priva en esa Compañía como si fuera ayer que él los hubiera organizado;
se trata de una compañía creada por un militar y la organización es
absolutamente cuartelaria. De un jesuita se puede esperar bondad, grande, y
entrega, grande; pero ternura no. La primera esquizofrenia era Catia y ese
lugar. ¿Quiénes eran mis compañeros? Henry Lord Boulton, digamos (nunca más nos
vimos, pero era mi compañero de clases) que vivía en una espléndida y fabulosa
casa en El Paraíso. Era un mundo al que accedía la aristocracia goda caraqueña
y algún miembro de las familias ricas del interior; y no porque los jesuitas
buscaran a los ricos, ellos simplemente buscaban a los niños (después leí que
esa era una estrategia de la Compañía de Jesús) que luego iban a tener el
poder, a controlar el país (debo decir, para ser justo con ellos, que jamás vi
que se vetara a nadie del colegio por ser pobre: simplemente había que pagar
una mensualidad y quizá había alguno que no lo hiciera, no lo sé). Pero, de
hecho, eran niños ricos, ninguno vivía en Catia, ninguno. Cuando yo decía que
vivía en Catia, me miraban con asombro, porque la imagen que tenían de Catia
era el degredo. Yo vivía en Catia en la marginalidad –una palabra que nadie
hubiera usado en esa época–, los pobres vivían en Catia. Cuando era muy
pequeño, mi mamá me iba a buscar a las cuatro de la tarde y de allí me llevaba
al autobús, cerca de Caño Amarillo, y llegábamos a Catia. Cuando ya llegábamos
a la avenida Sucre –que no se llamaba así, sino Calle Principal–, empezaba a
notarse el mundo buhoneril, el de las lucecitas mortecinas, y todo se definía
cuando llegábamos a la parada de autobús, que ya era la ruta hacia Catia,
porque había una venta de fritos –comida que hemos perdido los caraqueños, de
la cual viene esa expresión brutal que es huelefrito–, una cosa que se hace de
pulmón y bazo del ganado, dos carnes que usualmente se daba a los perros. Los
caraqueños inventaron esto –que también los franceses lo comen, preparado más
sofisticadamente, y todavía le pido a mi mamá que me lo haga– que consistía en
cortar estas carnes en filetes, adobarlas con una mezcla de vinagre, mucho
orégano y sal, las dejaban macerar por unas horas en esta mezcla y las freían
en un caldero; luego se comían con hallaquitas. Esta era la comida del pobre y
para mí era un placer. A partir del frito entraba Catia. Catia era la
prolongación de ese frito hasta la plaza Pérez Bonalde y la calle Argentina.
Llegábamos a la casa, yo me daba un baño y salía a la calle. Entonces, lo que
yo había vivido desde las siete de la mañana no tenía nada que ver con lo que
empezaba a vivir a partir de las cinco; allí estaban mis amigos de Catia:
rudos, vulgares, agresivos, astutos. Por supuesto, yo pensaba que la verdad
estaba en el San Ignacio, esa era la verdad, allí estaba la gente que había
triunfado en la vida, que tenía modales finos. Cuando a mí me invitaron los
Boulton a su casa y vi manteles, la institutriz inglesa, las cuidadoras
trinitarias, las tortas, la señora Boulton… y la amé, yo me enamoré de la
señora Boulton cuando la vi, tan bella, tan vaporosa, tan distinta a Catia, con
su hijo tan lindo, tan catirito, de ojos azules… Mi casa era torpe, fea,
desordenada, y su entorno sucio; la casa de los Boulton era impecable, tenía
una biblioteca, completamente inglesa, grande, con una impresionante estantería
repleta de libros encuadernados… y un globo terráqueo bellísimo, de colores
ocres. En Catia lo que existía era el mundo de los lagartijos, que tenía su
encanto, su particularidad, su chisme. Pero cuando yo llegaba del Colegio San
Ignacio donde estaban los ganadores, lo que se recortaba era mi mundo: el de
los perdedores. ¿Cuál podría ser mi principal móvil entonces? Escapar de Catia,
cuando volvía a Catia me decía: “Alguna vez escaparé de aquí. Me iré a vivir
como vive Henry Lord Boulton, que es como hay que vivir”. Esa era la primera
esquizofrenia, y la segunda era la esquizofrenia de la mujer. El Colegio San
Ignacio nunca aceptó que hubiera muchachas (hoy en día sí, pero entonces no).
Aparte de las madres de los alumnos, que llegaban hasta la entrada y hasta la
oficina del rector, el resto de las instalaciones jamás fueron pisadas por una
mujer, mucho menos una muchacha, mucho menos una niña. Los domingos, de acuerdo
a la costumbre, se permitía que las hermanas de los alumnos asistieran a misa
de diez en el colegio. Allí estaban, muy recatadamente, sentadas atrás, las
hermanas de nuestros compañeros (para mirarlas había que voltearse, cosa que no
era correcta mientras se desarrollaba la misa). La única mujer que vivía allí
era la Virgen María, que reinaba en el colegio. Los jesuitas suelen ser marianos
y acostumbran representarla mediante un icono que muestra a la Virgen con un
manto azul, una túnica blanca y, al pie, una cantidad de lirios o calas blancas
(lo aconsejable era llevarle ramos de calas a la Virgen). Esta era la única
mujer que existía, una mujer que fue para nosotros la mujer. Al principio, yo
la veía como una hermana porque se la representaba como una muchacha; luego,
empecé a verla como una mujer hasta que se me convirtió en un objeto sexual,
debo reconocerlo y decirlo para mi tormento. Me asaltaba en los sueños. Yo
hacía el amor con la Virgen María, date cuenta, con esa cara tan dulce. Hay una
ópera que en mí ejerce una fascinación muy grande, mucho más allá de sus
valores musicales, que es Tannhausser de Wagner; el tema es este: un caballero
andante, Tannhausser, sale al mundo en busca del placer y de la sensualidad y
encuentra a Venus quien se lo lleva a vivir a la Montaña de Venus –Venusberg– y
él pasa allí varios años en medio de grandes orgías y bacanales. Pero un día él
le dice que ya está aburrido, harto, y que no quiere seguir más allí; ahora
quiere la pureza. Venus se ofende y lo deja ir. Entonces, él aparece en la
Tierra donde lo recibe un pastorcillo que forma parte de un coro de peregrinos
en viaje a Roma. Tannhausser se pone un sayo y es entonces cuando nos enteramos
de que él ha vuelto al mundo de los vivos para buscar a Elizabeth. El tenor
dice esa palabra: Elizabeth… Ese sonido a mí me persigue, toda la vida hubiera
querido decir eso, decirlo así… Elizabeth… Esa es la Virgen María, parte de mi
veneración por la Virgen viene de que ella era Elizabeth. Uno lo dice y es
mágico: muere la carne, muere el pecado y surge el amor, diáfano, azul…, como
el propio manto de la Virgen. Pero cuando yo llegaba a Catia, las mujeres no
eran la Virgen María. Las muchachas de Catia oían a Celia Cruz y La Sonora
Matancera. Eran burlonas –la burla es el estado natural del pobre y su
comunicación con el mundo es así, burlona, la comunicación del gracejo; no es
humor, puede ser que algunos pobres tengan humor, pero no es frecuente
encontrarlos; lo que sí es frecuente son los pobres que ríen, que se burlan,
que hacen sarcasmo directo y brutal. Hay una cierta crueldad; la propia pobreza
crea una cierta crueldad que se expresa a través de la burla al otro y también
a sí mismo, tumbando cualquier dignidad, emparejando todo–. Cuando yo llegaba a
Catia, encontraba ese mundo parejero, vulgar, hiriente, sardónico…, burlón. Y
las muchachas no se parecían a la Virgen María porque no eran sublimes, ni se
podía esperar de ellas nada sublime. ¿Qué hacían las muchachas de Catia? Se
burlaban. Está hablando un neurótico, por lo tanto, una persona que sufría de
delirios de persecución y todo tipo de complejos (no hay un solo complejo que
no me haya sido otorgado por la vida). Mi gran complejo eran las muchachas que,
en general, no participaban en nuestros juegos mientras fuimos niños y
adolescentes. Cuando empezaron a atraernos, ya, desde luego, no intentaban
jugar con nosotros; comenzaron a hacer una ceremonia entre ellas que consistía
en reunirse en las salitas de las casitas de Catia, hablaban y se reían. Ellas
lo que hacían era reírse y uno percibía –yo creía percibir, dentro de mi
neurosis– que se burlaban de mí y de todos nosotros. Por supuesto, como yo no
sabía manejar un elemento femenino puesto que en mi colegio brillaba por su
ausencia, una niña era para mí un fenómeno, una cosa extraña, algo atractivo
pero imposible al mismo tiempo. Yo era muy tímido (lo sigo siendo,
espantosamente tímido) por lo que ni soñar con tener algo con alguna de esas
niñas, ni soñarlo. Cuando tenía alrededor de catorce años, comencé a asistir a
las fiestas, los bailecitos de los sábados, matrimonios, bautizos, cumpleaños.
Yo iba –tenía que ir–, empezaba a sonar esta música caribeña, salían las
muchachas, y se cernía el enigma, el baile era un enigma, las muchachas eran un
enigma, lo que conversaban ellas sentadas en esas sillas adosadas a las paredes
era un enigma que involucraba risas, risas y risas como chispazos. Y mi enorme
complejo me decía: “Se burlan de ti”. ¿Por qué yo pensaba que se estaban
burlando de mí? Porque yo era torpe, y usaba unos anteojitos, y era muy miope,
muy flaco, así, como un palito; porque yo no sabía bailar y odiaba hacerlo,
porque la música de La Sonora Matancera era para mí la abominación,
sencillamente me resultaba hiriente (hoy pienso, por vías intelectuales, que
esa es una música de identidad caribeña y es respetable. Y si fuera Ministro de
Cultura propiciaría su desarrollo hasta el máximo. Pero a mí no me gusta, la
considero importante pero la verdad es que me disgusta). Ya para esa época yo
le decía a mi primo José Antonio: “Es que a mí lo que me gusta es Beethoven”. Y
él me apoyaba perfectamente. No era que a mí me gustaba Beethoven, era que a
nosotros nos gustaba Beethoven. Cómo nos iba a gustar Celia Cruz, que era el
exterminio de la belleza y de toda estética. Las niñas bailaban, muy
seriecitas, muy modosas y, desde luego, yo nunca me atreví a sacar a bailar a
ninguna, por lo que me tomaban de sopa mis amigos: me empujaban, me señalaban
alguna que supuestamente quería bailar conmigo. Una vez bailé un bolero con una
muchacha. Qué mal me sentí, qué horrible, me moría por ella pero aquella era
justamente la peor manera de abordarla. Ya para ese momento odiaba las fiestas,
todo lo que implique una concentración de más de cinco personas; tomaba un
refresco y me decía: “Dentro de una hora ya no estaré aquí”, solo así podía
soportarlo. Todo eso fortaleció la idea de que el colegio era mi mundo real, un
mundo donde no había niñas, ni pobres, ni nadie ponía La Sonora Matancera (los
jesuitas son antimusicales. Se debería escribir un ensayo sobre la música y los
jesuitas. Sería desolador). Nosotros estábamos siendo educados de acuerdo al
principio de San Ignacio de Loyola: Ad majorem gloria Dei (A la mayor gloria de
Dios). Nosotros estábamos destinados a magnificar la gloria de Dios; fueras o
no religioso, ese principio estaba instalado, se esperaba de uno grandes cosas:
se esperaba que uno se ganara el Premio Nobel como una manifestación de la
grandeza de Dios, no que escribieras sobre Dios. Mientras, vivía en un mundo
transitorio y carnal que era Catia. VI Muy pocos escritores pueden señalar el
día y la hora en que decidieron ser escritores; yo sí. Fue exactamente en el
instante en que terminé de leer Los miserables de Victor Hugo, cosa que hice en
medio de un mar de llanto. No podía parar de llorar encaramado en mi
platabanda, debo haber suspirado ochenta y seis veces consecutivas. Entonces me
dije: “Esto es lo que yo quiero hacer en la vida; que estas letras, estas
páginas, me hayan producido toda esta emoción es un milagro; yo quiero formar
parte de ese milagro”. Si las muchachas no me querían, yo tenía que ser
escritor para que me quisieran…, y de alguna manera funcionó después. Si yo iba
a ser escritor, tenía que ser uno grande, famoso. Me la pasaba fabulando con el
momento en que yo, ya célebre, regresaba a Catia y las muchachas me veían pasar
desde sus ventanas: allá va José Ignacio, flaco, tartamudo, pero mira dónde
llegó, ahora es un potentado. Yo ligaba la idea de la literatura al poder, a la
magnificencia. Iba a ser escritor y eso se lo dije, a partir de allí, a todo el
mundo, absolutamente a todo el mundo: al bodeguero de la esquina de arriba, al
bodeguero que se suicidó, a mis amigos, a los padres de mis amigos. Respétenme,
respétenme, porque yo voy a ser un escritor, yo no soy como ustedes, yo exijo
un trato especial en esta comunidad, porque yo soy el predestinado y voy a ser
un gran escritor. Desde luego, no lo decía así exactamente, esas cosas
presuntuosas no se podían decir en Catia, pero eso era lo que sentía y lo que,
de alguna manera, les hacía sentir, sin ser antipático de una manera directa.
No, yo no voy a ir donde las putas ni voy a jugar beisbol porque no, porque yo
soy un escritor, yo no hago esas cosas. Había cosas de Catia que tenían un gran
significado, aun para un niño, como el clima, por ejemplo. El arquitecto Cruz
Vegas solía decir que lo incomprensible de Caracas eran las zonas donde vivían los
ricos y donde vivían los pobres, porque lo lógico era que los ricos vivieran en
Catia y los pobres en el Este. El clima verdaderamente privilegiado de la
ciudad es el de Catia: hay algo de brisa de mar, por lejos que esté; pero Catia
es un abra, es la única zona de Caracas que no tiene montañas sino que
desemboca en un abra montañosa. Yo conocí una Catia de neblinas a las seis de
la mañana, a las seis de la tarde, había días en que hacía verdadero frío. Era
bonito, vigorizante, daba ganas de hacer cosas. El problema era la gente,
cierta gente. El problema era el de una sociedad deprimida, el problema de la
pobreza. Yo le tenía pánico a la pobreza, siempre se lo tuve, porque mi padre
me lo transmitió. Él vivía al día y le aterrorizaba que pudiera fallar uno; de
hecho, a veces falló y había solo espaguetis con margarina para comer. Se
trataba de escapar de allí, huir del mundo pobre, del miedo. Yo no tengo
cultura de barrio, quiero decir: yo no amo el barrio como institución. Catia es
mis afectos y es mi propia visión, pero jamás pensaría “en el barrio era mejor”
o “allí la gente era más pura”. Eso no es cierto, para mí no lo es. Me fui de
Catia y nunca la eché de menos. Vuelvo, voy, paso por ahí y ¿qué veo?, ¿a quién
veo?, ¿veo a la gente? No. Me veo a mí. Veo a un niño, aterido de fiebre, por
ejemplo. Me acuerdo de un día en que caminaba por la calle Argentina, en medio
de la neblina, temblando de fiebre. Algo me picaba en el vello púbico… ¿Se dice
así en los hombres? ¿Cómo se llama ese vello en los hombres?, ¿púbico?; bueno,
allí… algo me picaba y yo me rascaba. Llegué a mi casa y me acosté intentando
dormir pero me seguía picando y entonces descubrí una especie de gusano
recubierto de un caparazón, como una rosca, que por algún motivo estaba allí,
enredado en el vello y adherido a la piel. Entonces yo lo estrujé con un asco
indecible, era quebradizo, algo así como un gusano pardo y baboso metido en su
crisálida. Toda la noche me atormentó el hecho de que un hombre pudiera tener
una criatura tan repugnante y odiosa pegada a sus pelos, tan cerca de su sexo.
Cómo había llegado eso allí, no podía comprenderlo. Se me abrió paso una idea
de maldición. Yo tenía que irme de allí antes de que aquello terminara por
atraparme; era algo inconfesable: ¿a quién podía decirle que un animal se me
había enquistado allí? (Esto nunca lo había mencionado). Me sentí un hombre
maldito y maldije todo: la vida, ese lugar torpe y brutal que producía gusanos
que se me incrustaban. No era una imagen de miseria, no es eso, mi casa no era miserable…,
pero ese horror estaba ahí, entre las paredes, se descolgaba de los árboles,
algo viscoso que estaba allí y que no alcanzaba a Henry Lord Boulton, ¿me
comprendes? El gusano era Catia, pero era yo, también, feo, ruin, moralmente
deshecho, rumiando una moral que se me había ido…, no tenía una moral para
vivir. ¿Qué pasa contigo?, era la pregunta que me hacía. Yo recuerdo mis
catorce, quince años, tormentosos, masturbatorios…, tenían que ser fiebre; yo
debí pasar todo ese tiempo afiebrado, quemándome. ¿Qué hago yo aquí?, ¿qué hago
yo aquí?, ¿cómo me salgo? ¿Cómo me rescato a mí mismo? A los quince años ya
había empezado a trabajar de maestro. En esa época Pérez Jiménez había
inaugurado varias escuelas en Catia y había una de ellas, la Escuela Municipal
Teresa Carreño, que ofrecía cursos nocturnos. Y no había maestros en el país,
hacía falta gente espontánea. Yo fui, alguien me presentó, me palanqueó, no sé,
y me dieron un curso. A esa edad yo era maestro, a las siete de la noche, y
daba clases a señores de cuarenta años que me llamaban profesor y me decían:
“Usted sí habla bonito”. A los diecisiete ya era profesor de liceo, de Historia
Universal y de Venezuela. Y nunca dejé de trabajar, hasta hoy. Yo no sé cómo
descubrí la palabra artista…, intelectual…, no lo sé. Pienso en mí mismo como
un artista, es lo que más me gusta. En el fondo, es que deseo serlo; me
gratifico a mí mismo llamándome así, me complazco. El caso es que un día
descubrí que existía el arte. ¿Qué hago yo con esto?, me decía. ¿Cómo traspaso
el universo donde está el arte? El arte estaba en el Este, ya desde esa época
lo estaba, en la plaza Morelos. A los diecisiete años estaba en un coctel en un
teatro del Centro de Caracas, el Teatro Máscaras, donde todos eran comunistas,
al que asistía la señora Coronil, la Nena Coronil, la bailarina de ballet que
hablaba francés perfectamente. Era hermosa, deslumbrante, imposible de lo
bella, grandota. Ella estaba diciendo exactamente estas palabras: “Qué
deliciosa esa música de Tchaikovski de El lago de los cisnes, esa es una música
de circo; su valor musical es nulo pero tiene el encanto de la música de
circo”. Ay, coño, qué terrible para un muchacho como yo, que había escuchado El
lago de los cisnes como una proeza, que me parecía lo más profundo del mundo,
lo más bello, y que además era de los pocos discos que tenía; y la señora
Coronil decía que era música de circo. Años más tarde conocí a Alejo Carpentier
–debía tener diecinueve años–, él organizaba unas tertulias muy elegantes en la
mansión de Altamira donde vivía (para el momento, Alejo, que era un hombre
extremadamente culto, no era famoso, no había escrito aún su obra). Estas
tertulias de los sábados estaban dedicadas al vanguardismo. Una tarde, yo entré
y los asistentes estaban oyendo una ópera de Alban Berg, Woizzeck; era la avant
garde llevada a los extremos. Todo el mundo se veía tenso, concentrado –pero yo
sospecho que ahí nadie entendía nada–. En esto sucedió algo muy gracioso: a uno
de los señores que estaban allí se le había dañado el automóvil y había quedado
con el mecánico en que, cuando lo hubiera reparado, pasara por allí a buscarlo.
A eso de las cinco, el mecánico, un cubano, llegó a la reunión y empezó a
escuchar aquella cosa atonal, áspera y terrible de Woizzeck. El mecánico se quedó
allí parado unos minutos y de pronto se acercó al dueño del automóvil y le
dijo: “Óyeme, fulano, vámonos de aquí que esta gente está comiendo mierda”.
Cuando este chisme le llegó a Carpentier, él moría de risa, le pareció muy
divertido. Es que era verdad, aquello era pretenciosísimo. Algunas veces pasaba
por la librería Sardio, en el Centro, frente al Teatro Municipal, donde se
reunía el Grupo Sardio, abanderado de las vanguardias, y una vez escuché a
Rodolfo Izaguirre leyendo su traducción de Esperando a Godot de Samuel Beckett.
En fin, yo tenía estímulos. Oswaldo Trejo era de la plaza Pérez Bonalde, pero
ya se había retirado de allí. Era mayor que nosotros, sin embargo algunas veces
iba por ahí y hablaba con nosotros. Trejo es un hombre muy culto –para entonces
era– y no participaba en chusmeros; nuestras conversaciones comunistas no eran
precisamente lo que más lo entusiasmaba, no obstante su posición
convencidamente antiperezjimenista. Oswaldo Trejo nos contó, a un grupo de
zagaletones, nada menos que el argumento de una de las más singulares novelas
que se escribieron en el siglo xix, À rebours [A contrapelo] de Huysmans, que
él había leído (yo creo que Trejo era el único venezolano, muy probablemente el
único latinoamericano, que había leído a Huysmans, en una época donde nadie
leía a este autor que tuvo la desgracia de ser contemporáneo de Zola, cuya
gloria masacró a Huysmans, siendo este cincuenta veces mejor escritor que
Zola). Trejo nos contaba de qué trataba À rebours, que él había leído en francés.
También iba mucho a la plaza Oscar Guaramato, que escribía estos cuentos
sobrios, ominosos, fundadores del estilo que hoy conocemos como el estilo de
Concurso de Cuentos de El Nacional, que ha ofuscado tanto la cuentística
venezolana: estos personajes que, en hamacas, mueren de gangrena en medio de
una insurrección federal; mujeres que hacen arepas muy cerca de un bahareque
mientras el hombre está, siempre en su hamaca, pensando en lo que puede
suceder. Guaramato iba y contaba eso; hablaba pestes de Rómulo Gallegos,
horrores. Entonces, eso y el Woizzeck y Esperando a Godot, era entender nuestra
contemporaneidad. Ninguna persona que ande por los treinta puede calibrar con
exactitud un problema que es difícil de transferir. Yo he mencionado a Rómulo
Gallegos, un nombre clave. Rómulo Gallegos era lo que teníamos. Gallegos era un
escritor que había hecho una obra, y ¿cómo no íbamos a hablar mal de él? Más
aún, nosotros debíamos hablar mal de él; nos complacíamos porque Guaramato lo
consideraba un autor deleznable (cosa que nosotros suscribíamos). Pero, a fin
de cuentas, era lo que había y no era el peor ejemplo de lo que había. Yo en
esa época lo había leído íntegro y con placer, pero inmediatamente me di cuenta
de que no podía aceptar eso en público, porque nosotros no éramos de esos,
nosotros teníamos que ser los nuevos. Con la dictadura instalada sobre nuestras
cabezas, la opción era ir hacia adelante (había otra, que era ir hacia Acción
Democrática; era interpretar el golpe de Pérez Jiménez como un agravio a Acción
Democrática y reponerlo en el poder. Nosotros no queríamos a AD, queríamos otra
cosa; qué era, no se sabía, pero sí estábamos seguros de que aspirábamos a algo
totalmente distinto a eso). Cuando apareció Fidel, se convirtió en la
concreción de lo que podíamos querer, él nos daba la respuesta. Todo eso nos
hizo ser muy injustos en la plaza Pérez Bonalde –que era un tribunal, en
ocasiones carbonario, jacobino, brutal–: todo era malo, todo era asqueroso,
todo era bochornoso… Andrés Eloy Blanco… píntame angelitos negros… ¡Eco! ¡Asco!
Esa poesía demagógica, populera, mediocre, que le gusta a las tías de uno y a
la señora tal que tiene Giraluna en su casa. El discode Andrés Eloy Blanco,
Dios mío, el 31 de diciembre, recitando Las uvas del tiempo y los venezolanos
comiendo uvas. Era abominable, una cosa horrenda y ciertamente muy mediocre.
Con el tiempo, que todo lo lima y lo hace amable, yo fui queriendo a Andrés
Eloy Blanco, a quien nadie defiende –nadie, ni Canache Mata dice que es gran
poeta–. Yo recuerdo un artículo de Ludovico Silva, en los años sesenta, donde
decía que Andrés Eloy Blanco era un modesto poeta popular y que, si lo
colocábamos en su sitio, lo íbamos a disfrutar más… ¡Anatema! Ludovico fue
acusado de todo y por todos, porque hasta los comunistas adoraban a Andrés Eloy
Blanco. Es una cosa venezolana: tú lees a Andrés Eloy y te comes una parrilla,
y cierras un círculo; funciona, se articula. Pero, claro, había sutilezas. De
pronto, Adriano González León decía: “Leyendo a Gallegos, encontramos ciertos
pasajes de Cantaclaro que son apreciables”. Y nosotros corríamos a leer
Cantaclaro otra vez. Años más tarde se lo escuchamos decir a García Márquez en
el Ateneo: “Nadie sabrá nunca lo que le debo al capítulo de Ño Pernalete en la
Jefatura, en Doña Bárbara. Yo allí descubrí todo”. García Márquez descubrió
todo allí porque ahí estaban las gallinas; sobre el escritorio de Ño Pernalete
hay unas gallinas (y García Márquez no ha hecho más que distribuir gallinas por
los escritorios). Lo que pasa es que Gallegos era un tonto, un moralista; esta
era su desgracia, inmensa. Mi tía Lola me lo decía: “Cómo va a ser un escritor
ese pendejo”. Mi tía lo que quería decir es que a Gallegos le faltaba tormento.
Gallegos era equilibrado, ponderado, porque él lo que quería era ser útil,
hacer un servicio. Nosotros hablábamos mal de todo el mundo. Hablábamos mal de
Uslar Pietri, decíamos que era un representante de la oligarquía; de Miguel
Otero Silva, considerábamos que era pesimista y Casas muertas, una novela muy mal
escrita; pensábamos que la imagen de un hombre en una hamaca esperando un
vómito no podía ser la que reflejara al venezolano…, un hombre enchinchorrado,
pendiente de un vómito, qué asco. Nosotros preferíamos mirar al país del futuro
y algo de eso tuvimos un día. VII Año 1954, sábado, la plaza Pérez Bonalde en
efervescencia. Nos disponíamos a asistir a la inauguración del Centro Simón
Bolívar. Habíamos sido testigos de su largo y laborioso proceso de
construcción, habíamos visto su fachada, pero no lo conocíamos por dentro.
Pérez Jiménez había montado allí una exposición, la Primera Exposición de
Venezuela, que pretendía ser un panorama global del futuro del país y del
diáfano e impetuoso presente venezolano: íbamos para arriba como un cohete.
Entonces fuimos a aquella gigantesca exposición (hoy en día todo en Caracas es
minúsculo, minimalista y modesto. Es una tragedia de esta ciudad: ha perdido
sus pretensiones) que, cualquiera que tenga mi edad lo recordará, fue magna,
impactante. Todo el sótano del Centro Simón Bolívar, un espacio colosal, lleno
de stands de la exposición donde los venezolanos íbamos a encontrar nuestro
pasado, nuestro presente y nuestro futuro. El Pasado eran los ejércitos de la
Independencia, los uniformes (Pérez Jiménez había encargado a un equipo de
costureras que reprodujeran los uniformes de los soldados de la Independencia,
pero los maniquíes eran todos catires –¿quién diablos fabrica maniquíes sino
los gringos?–), cañones españoles. De allí transitábamos hasta el Presente. Y
nos encontrábamos con un motor con un rótulo que decía: “Primer motor
venezolano”. Era Dios, porque qué es Dios sino un motor. Era que estábamos
viendo el primer motor fabricado íntegramente en Venezuela. Todos nosotros, que
odiábamos a Pérez Jiménez, en lo profundo de nuestro corazón estábamos
apabullados. Había una mala conciencia en nosotros: entendíamos que el general
Pérez Jiménez había rescatado al país de la ignominia, solo que no nos gustaban
sus procedimientos. En el fondo, Pérez Jiménez éramos nosotros; él quería
gobernar para nosotros, no para el pasado ni para rendirle pleitesía a la
tradición del pueblo venezolano. Pérez Jiménez quería superar al pueblo
venezolano, ese era su postulado; él lo creía, puede ser que disparatadamente,
probablemente era un ingenuo. Pero eso era lo que él quería: se sentía un
hombre contemporáneo. ¿A quién atacaba Pérez Jiménez? A Gómez, al mundo
anterior, y él veía en los adecos a los prolongadores de Gómez, de la Venezuela
del anófeles y del paludismo. Por eso nos estaba convocando para que nos
viéramos en el espejo del pasado… y en el del presente, que culminaba en un
caballo monumental disecado por un científico venezolano que había inventado
una inyección capaz de momificar cualquier cosa: el grande y genial doctor Fernández
Morán, que entre la pila de vainas que había inventado (con las que había
triunfado en los Estados Unidos, donde estaba la ciencia) había dado con esta
fórmula que momificaba caballos inmensos. Y un poco más allá estaba el otro
gran invento de Fernández Morán: el bisturí electrónico, capaz de picar un
caballo en cincuenta partes o más, no sé, longitudinalmente. Y al final estaba
el Futuro, lo que Venezuela iba a ser, lo que Pérez Jiménez denominaba el Nuevo
Ideal Venezolano. Allí estaban las maquetas de la gran ciudad. Así conocimos la
Ciudad Universitaria, la arquitectura de Malaussena (a quien hoy en día amo por
encima de todos los arquitectos y que en esa época odié por debajo de todos los
arquitectos). Malaussena había concebido una Ciudad Universitaria desde el
final de la calle La Línea, que venía del Centro hacia Sabana Grande, hasta el
Círculo Militar; y proponía un ideal: unas residencias estudiantiles-militares.
Mitad militares para los muchachos que estudiaban de cadetes; y la otra mitad
para los universitarios. Era una fantasía: la fusión del ejército y los civiles
en un todo armónico. Ese era el sueño de Malaussena y allí estaba, ante
nuestros ojos, en maqueta. Como también estaba la autopista Caracas-La Guaira;
la autopista que iría para Puerto Cabello. Ahí estaba el país que Pérez Jiménez
nos prometía: edificios, hormigón, construcciones… Houston…, una ciudad rica,
petrolera…, Texas. Todo eso nos conmovió mucho esa tarde y dio pie para una
larga conversación en la plaza, a la que fuimos muy turbados. Ese día Pérez
Jiménez nos lució grande, en el sentido de amenazante. Era un hombre lanzado,
echado hacia adelante, joven. Ese día nos dimos cuenta de que Pérez Jiménez
tenía treinta y seis años y cierto temblor nos sacudió: teníamos la referencia de
lo que estaba durando Franco en España, por ejemplo, y a esto añadíamos que
Pérez Jiménez era gocho…, eterno. Ese día, en la plaza Pérez Bonalde, alguien
dijo: “Vamos a hacernos viejos y va a estar Pérez Jiménez. Puede estar hasta
los setenta u ochenta años y, por el camino que va, los va a vivir, no se va a
morir”. Era imbatible; una cosa imposible de eliminar de nuestras vidas. ¿Qué
es lo que vamos a ser nosotros, entonces?, nos preguntábamos. Unos eternos
perseguidos, réprobos, siempre con el pánico a la Seguridad Nacional, a la
policía política, inmersos en un mundo de censores. Odiábamos a ese
personajillo que era Laureano Vallenilla Lanz, el ministro de Relaciones
Interiores, nos parecía un farsante (lo odiábamos más que a Pérez Jiménez a
quien veíamos como un tontón militar, utilizado por una camarilla).
Observábamos cómo nuestro mundo se cerraba. Pero, a fin de cuentas –he aquí el
drama–, ese hombre nos había marcado, no lo podíamos negar. Lo negábamos, pero
sabíamos que no éramos sinceros, porque Pérez Jiménez pensaba igual que
nosotros. Si le quitas el aspecto represivo que muy probablemente en veinte
minutos de conversación nos habría explicado; a lo mejor, en media hora
hubiéramos descubierto que Pérez Jiménez era un buen hombre, y en una hora nos
habría invitado a tomar unas cervezas. Es muy posible, no lo descarto. Hoy en
día, cuando veo sus declaraciones en la prensa, sufro ese trauma: un hombre que
odié sin saber muy bien ni por qué y al que ahora sería incapaz de odiar.
Muchas cosas pasaron después con respecto a gente que vivió con cierta pasión
el país; este es quizá el mayor desencanto mío. Una de esas cosas pasó con
Rómulo Betancourt. Lo habíamos visto en Catia. En un pequeño mitin que dio en
la plaza. Hablando, hablando, boconeando y diciendo. Nosotros no queríamos a
esos tipos porque era ir para atrás. En eso estábamos de acuerdo con Pérez
Jiménez, sin atrevernos a decirlo. Pero estábamos de acuerdo en que aquello era
lo que había que superar, que había que enterrar a aquellos tipos y librar al
país de su presencia: Jóvito Villalba, Betancourt, Caldera mismo que, con todo,
era más joven (a Caldera lo detestábamos por curero, por confesional, una vaina
completamente absurda, del siglo xiv). Al terminar Betancourt su mitin (fue la
única vez que lo vi en mi vida, nunca más lo vi personalmente), alguien le
preguntó: “¿Usted, qué piensa de este país?”. Y él respondió: “Esto es el
Lejano Oeste. A este país hay que abordarlo con la mentalidad de los colonos
del Lejano Oeste”. Nosotros oímos decir esto y, cuando nos reunimos esa noche
(una de las últimas reuniones de la plaza Pérez Bonalde), planteamos el asunto.
¿Cómo es esta vaina, chico, que este hombre dice que esto es el Lejano Oeste?
Nosotros no somos eso. Era tal el hambre de contemporaneidad y de dignidad que
nosotros teníamos que no era para despacharnos con eso de que éramos el Lejano
Oeste. Al diablo con eso. Sin embargo, cuando Betancourt murió… Yo he llorado
dos personas en mi vida: a mi padre y a Rómulo Betancourt. Fue un llanto incontrolable,
de esos que enajenan, que te abaten, que no puedes dominar, que te das cuenta
de que estás llorando como un pendejo y no puedes parar, ¿te ha pasado? A mí,
muy pocas veces. Me pasó cuando enterraron a mi padre en el Cementerio General
del Sur y lo vi aquella noche en la Seguridad Nacional, aquella tarde en que me
esperaba frente al teatro agitando las dos entraditas de Tosca, y no paré de
llorar. Lloré por horas, rodeado de mi primo José Antonio, de mi madre, de
Doris Wells, de mis amigos de la televisión. Y el día que murió Betancourt. Yo
estaba esa tarde viendo televisión en la cama. De repente un extra noticioso
anunció que acababa de fallecer Rómulo Betancourt, quien me había botado de mi
trabajo, me había perseguido, me había hecho la vida imposible. Un hombre que
odiaba. Y empecé a llorar. Mi esposa no lo podía creer, estaba preocupada, pero
como era húngara y, por tanto, pragmática, me dijo: “¿Por qué no te das un
baño?” Me metí bajo la ducha y allí lloré otras horas. Ya en la noche me di una
explicación: tú lloras, me dije, porque se te fue pa’l carajo un tipo que
asumió la vida, que te tomó en serio, un tipo que se te enfrentó y nunca te
mintió, que te quiso hacer daño y te lo dijo de frente, y que tenía pasión para
vivir. Esa noche sentí que yo tenía un amor excesivo por esta vaina, que yo
amaba este país, esta cosa, o esta vida mía, o este paisaje, o esta gente, o lo
que me había tocado vivir… Toda mi vida yo la amaba. Hasta me perdoné Catia, me
perdoné la plaza, me perdoné mis amigos, me perdoné todo. Porque había muerto
Betancourt, un ser que había vivido en función de esto, sudaba, metía la pata,
hacía cochinadas… pero en función de esto. Creo que a partir de ese momento
empecé a dividir a la gente entre aquellos que viven por pasión y aquellos que
no la tienen. Y Catia la tenía. Catia era un lugar salvaje y ritual. VIII La
plaza Pérez Bonalde y la avenida España constituían un entorno ritual. Allí se
desarrollaban inmensos ritos: de iniciación sexual, de valentía, de virilidad,
de feminidad. Los domingos en la tarde se celebraba uno de ellos, quizá el más
extraño: todos íbamos a la función de vespertina (la de las cinco de la tarde)
en el cine España, fuese cual fuese la película que exhibiera, eso no importaba
para nada. Las muchachas, las madres y los ancianos se sentaban en las butacas.
Las muchachas como vestales druídicas, bellas (cualquiera se embellecía en
aquel ritual). Y los muchachos empezaban a caminar en manadas, hablo de
trescientos muchachos, por los pasillos del cine, por el lateral central y por
el otro lateral. Y otra vez el lateral central. Y otra vez el otro lateral.
Describiendo un ocho acostado. Los porteros, cómplices de ese ritual, abrían la
puerta a las cuatro (una hora antes de la función). Entonces, los muchachos empezaban
a caminar mientras le gritaban a las muchachas declaraciones de amor, elogios
corporales (rara vez obscenos; con palabras contundentes sí, pero no vulgares).
Qué bella eres, gritaban, yo te quiero, estoy enamorado de ti. Y aquello echaba
chispas. La tribu se agitaba por aquellos pasillos; iba y volvía sumida en el
griterío, describiendo cuerpos, describiendo belleza y proclamando amor. En
algún momento yo pensaba, sentado en la butaca, que el dilema de mi vida
consistía en atreverme a formar parte de aquella ceremonia. El día que me
levantara de la butaca y me sumara a la fila para avanzar, incontenible, con
todos aquellos muchachos priápicos (porque no hay otra palabra, era un asunto
báquico, era fálico); el día, pues, que me atreviera a hacer esa vaina, sería
otro hombre. El dilema era quedarme en la butaca junto a los viejos, junto a
los incapaces de mostrar su cuerpo, su sexualidad, y permanecer enconchado; o
salir a sumarme a aquella exhibición de virilidad. Nunca me atreví. El dilema
me persiguió por años. Domingo tras domingo. Ellos sudaban y sudaban. La
atmósfera del cine se llenaba de sudor, de un aroma penetrante, un vaho
caluroso que envolvía aquello, todo el mundo en el asedio del amor. Es algo que
no se puede hacer en un teatro o en una película. Es algo irrepetible, que solo
estaba allí. Era nuestro Woodstock (desde luego, sin drogas). Y en el cine
Catia, hacia el año 45, cuando nuestra sexualidad todavía no encontraba cauce,
sucedió algo extraordinario. Ese año comenzaron a presentarse bailarinas de
streep tease. No se permitían mujeres, pero todos los hombres (y los muchachos
como yo) íbamos. El programa comenzaba con la proyección de una película
mexicana y después venía el streep tease, con unos motivos coreográficos muy
pintorescos. Un día fuimos a ver a una mujer que se llamaba Leonor Montes, y su
nombre de guerra era La Salvaje Blanca. Leonor Montes apareció, después de una
película horrenda, con un número que consistía en que ella salía vestida con
una piel de leopardo y un tipo disfrazado de gorila la desnudaba. Este era un
show. El gorila la iba desnudando, pieza a pieza, y muy largamente. (Las
bailarinas de streep tease tenían un código tácito de censura: el espectáculo
terminaba con la exhibición de los pezones o, posibilidad más casta, más
discreta, más frecuente, con los pezones ocultos por unos pequeños conos
dorados o plateados, comúnmente bordados de lentejuelas. Pero las había más
audaces que se quitaban los conitos y dejaban ver sus pezones, normalmente
maquillados de rosado –después la vida me enseñó que ese efecto no es muy
natural que digamos–. Por lo demás, llevaban un bikini que al quitarse dejaba
ver su trasero pero mantenía, sobre el sexo, una conchita que no sé cómo se
pegaba porque era un triángulo que tapaba el vello púbico en su estricta
superficie.) Esa noche, Leonor Montes no solo se aligeró de los conitos, sino
que se quitó la conchita del vello púbico. Los que estábamos allí (mis amigos
de la plaza) tuvimos por primera vez, ante nuestros ojos, un vello púbico. El
vello púbico de aquella escultural mujer. Cuando eso ocurrió, cuando La Salvaje
Blanca se quitó la conchita, estalló en el cine una violencia infinita. Primero
fue un grito enajenado de la multitud que miraba a Leonor Montes (ese es un
sonido que conservo en mi mente: un rugido incomparable). Ella debió estar
inspirada, o loca, porque aquello era un desafío. Eso no se hacía en esa época,
era un gesto absolutamente arriesgado de su parte; ella estaba contraviniendo
al Municipio. En medio del aullido generalizado, los hombres comenzaron a
arrancar los asientos del cine, a desmembrarlos y a arrojar las piezas de
madera donde se apoyan los brazos, hasta el punto de que suscitó el pánico. Los
porteros gritaban. El encargado del cine llamó a la policía. Y mientras tanto,
Leonor Montes no se había ido del escenario; continuaba mostrando su cuerpo,
cada vez con mayor audacia. Ahora bien, ella no tenía por qué haber hecho esto;
era un acto de generosidad de su parte, un gesto de desprendimiento que no le
reportaba a ella el menor beneficio. Algo le pasó, algo muy grande; se
convirtió en una socióloga. Ella interpretó una clave verdaderamente misteriosa
y profunda, pero dio en el clavo, acertó en el punto exacto: llevó a la
multitud al descontrol hasta hacer de la ilegalidad y la violación a las normas
un placer. La policía entró. Yo logré escapar hacia los laterales, pero esa
noche hubo una redada espantosa y se llevaron a todo el mundo. El cine quedó
destartalado, absolutamente destruido; después estuvo varios meses cerrado para
restaurar las butacas y devolverle cierto decoro, porque la gente había querido
incendiarlo; no por odio, sino por pasión: una especie de 27 de febrero
erótico. Eso no se comentó en la plaza. Eso formaba parte de una realidad que
no admitía comentarios. Se creó un silencio en torno a los sucesos desatados
por el desnudo de Leonor Montes porque exigía, de entrada, admitir que habíamos
estado allí, lo cual era incorrecto; eso nos apartaba de la Revolución. Ahora
pienso, qué tal si hubiéramos interpretado ese mundo sin prejuicios, sin ideas
preconcebidas, sin la Revolución, sin el proletariado, sin los agobios sociales
de América Latina –que son tan reales y contundentes que llegan a tapar el
juicio, y a constituirse precisamente en prejuicios–. Ojalá hubiera habido allí
un ser libre –aparte de Leonor Montes, que estaba intentando enseñarnos a serlo
mediante la exhibición de su desnudez, porque no se podía estar más desnuda que
ella aquella noche en el escenario; nunca se ha visto una mujer más desnuda que
Leonor Montes en el cine Catia, eso no ha existido nunca–. Y eso era Catia.
Transcurrían allí unos símbolos, una vida, una vida como cualquier vida.
Nosotros, los de la plaza Pérez Bonalde, éramos unos rígidos, que teníamos el
proyecto de ser modernos; que sufríamos los dilemas y teníamos –yo tenía– la
esquizofrenia del Colegio San Ignacio u otras; que teníamos que abrirnos paso
con inmensa torpeza; que habíamos decretado una teoría más que una praxis:
todos éramos amantes sin haber amado; todos éramos sabios sin haber leído;
todos pregonábamos hechos que jamás habíamos realizado. Teníamos que vivir muy
rápidamente porque entendíamos que el país se había terminado con la infancia.
Lo que pasó en la plaza Pérez Bonalde fue algo muy especial porque fue espontáneo,
porque fue a partir de nosotros mismos; porque los insumos de aquellas
discusiones fueron nuestras propias experiencias o fantasías o imaginaciones, a
las que teníamos que etiquetar para tratar de entender el mundo. El resto del
país estaba plano y esperándonos, todo estaba por repartirse. Y me fui cuando
tenía veintitrés años. Para ese momento yo estaba en el Teatro Universitario,
lo que me hacía permanecer muchas horas en la universidad. Llegaba muy tarde a
mi casa y ya no iba más a la plaza. Además, me casé con una venezolana que era
guerrillera. Me casé y me fui a vivir fuera de Catia. Yo andaba muy
embochinchado, ya me había desquitado de todas mis frustraciones y me casé
buscando a Elizabeth. Cuando volví a la plaza, ya esta no existía para mí como
tal. Estaba todo igual, los mismos bancos, los mismos árboles, pero ya no
estaba la gente, todos habían tenido desenlaces… El Perro Linares, por ejemplo,
se despidió de mí en 1960 diciéndome que había que tumbar a Trujillo en Santo
Domingo, que había que tomar los fusiles para liquidar toda la ignominia, todo
el horror. Lo habían reclutado para desembarcar con unos cubanos en una playa
de la República Dominicana y proclamar la Revolución triunfante contra Leonidas
Trujillo. Lo masacraron al tocar tierra. Nos enteramos quince días después y
esa noche volvimos a la plaza, nos llamamos por teléfono y acordamos reunirnos
allí en honor al Perro, que había vivido exactamente frente a la plaza. Con el
correr del tiempo nos reencontramos en nuestras profesiones y, siempre que
hemos coincidido, la plaza constituye para nosotros un vínculo especial. ¿Te
acuerdas de la plaza?, suelen decirme Oswaldo Trejo o César Bolívar. En algún
momento alguien empezó a pensar –o todos lo hicimos individualmente– que valía la
pena contar esa historia, fijar todo aquello, recordarlo, hacer presente que en
nuestra vida hubo una plaza, un espacio que nos salvó porque era un círculo de
caballeros para unirse en torno a él. Nos proporcionó reflexiones donde no las
había y estímulos de todo orden en un medio que no los ofrecía. Por fortuna, a
todos nos ha ido bien, el grupo dio profesionales muy competentes…, hasta Italo
del Valle Alliegro estuvo allí (él ha contado que en los tiempos de la
guerrilla lo perseguía el temor de encontrarse, en algún campamento militar, a
alguno de nosotros preso. Cómo nos iba a ver la cara, qué hubiera pasado… Él ha
confesado que le pedía a Dios no encontrarse con alguno de esos carajos y
enfrentarse con ese dilema). No hace falta que nos veamos más nunca, la plaza
siempre nos unirá en una sonrisa cómplice. Por eso, cuando algún amigo de esos
tiempos me dice que tendríamos que escribir todo eso, lo suscribo. Sería bello,
sería muy bello que lo escribiéramos, digo siempre.