viernes, 24 de abril de 2020

UN MILAGRO MAYOR

EMIRO MARCANO MAZA(*) 





Tú que fuiste gran amante
y amigo de los niños
e  incansable peregrino
haz un milagro mayor.

Tu que transformaste el agua
en rico, agradable  vino
y a mujer samaritana
 saciaste su sed con tu agua
                                                                                                                                                 Haz un milagro mayor

Tu que a Lucifer venciste
cuando te ofreció placeres
vence a los diablos de ahora
Y haz un milagro mayor.

Tu que a la hija de Jairo
curaste su enfermedad
y a tu gran amigo Lázaro
resucitaste Señor
Haz un milagro mayor.

Tu que a los sordos y ciegos
devolviste sus sentidos
y al paralítico andar
Haz un milagro mayor.

Tu que por el mundo fuiste
enseñando fe y amor
recorre hoy nuestra tierra
Y haz un milagro mayor.

Porque hombres buenos y malos
sufrimos una pandemia
nunca vista mi Señor
y vivimos encerrados
sin expresarnos tu amor
por misericordia Cristo
                                     Haz un milagro mayor.





(*)El Maco 1936-Santa Ana, 2021. Estado Nueva Esparta.
Viudo. 4 hijos
Médico-Cirujano ULA 1963
Psiquiatra UCV 1970
Iniciador del Servicio de Psiquiatría del
Hospital Luis Ortega. Porlamar. 1970
Miembro Titular de la
Sociedad Venezolana de Psiquiatría





jueves, 26 de marzo de 2020

El famoso y truncado capítulo 21 de "LA NARANJA MECÁNICA"

ANTHONY BURGESS








Sabido es que la novela de Anthony Burguess “A clockwoek Orange” (La naranja mecánica) sufrió la mutilación del último capítulo (21) en la edición americana, no así en la británica,  la cual se publicó con una especie de “happy end” que el autor quiso concederle al protagonista: la posibilidad de regenerarse. Kubrick elaboró el guión y rodó la película sobre el texto estadounidense de Burguess y el novelista prefirió dejar las cosas así antes que emprender una acción legal.


He aquí el texto del famoso capítulo 21





Y ahora qué pasa, ¿eh?"Estábamos yo, vuestro Humilde Narrador, y mis tres drugos, Len, Ricky y el Matón, a quien se llamaba Matón por su bolche y grande cuello y por su muy gronca golosa como la de un toro bolche bramando auuuuuuuu. Sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco. Alrededor había chelovecos en leche-plus velocet y synthemesc y drencrom y otras vesches que te llevan lejos lejos lejos de este mundo malvado y real, a una tierra donde se puede videar a Bogo y Todos Sus Angeles y Santos en tu sabogo izquierdo mientras las luces explotan y chorrean por todo tu mosco. Lo que estábamos piteando era el viejo moloco con cuchillos, como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menosveinte, pero de todo esto ya les he hablado. Vestíamos a la última moda, que en esos tiempos era un par de amplios pantalones y una suerte de jubón de cuero negro sobre una camisa con el cuello abierto, todo arropado por una especie de bufanda. En esos días también estaba de moda usar la vieja britha en la golová, de tal modo que la mayoría de la golová quedaba como calvay había cabello sólo en los costados. Pero nada era distinto en lo que hacía a las viejas nogas -botas bolches y grandes realmente joroschós, para patear litsos. "¿Y ahora qué pasa, eh?" Yo era como el mayor de los cuatro, y todos me consideraban su líder, pero algunas veces se me ocurría que el Matón alimentaba en su golová la idea de hacerse cargo algún día, esto en virtud de su tamaño y la gronca golosa con que bramaba cuando estaba en pie de guerra. De todos modos las ideas provenían de vuestro Humilde, oh hermanos míos, y además estaba esa vesche de que había sido famoso y había tenido mi foto y artículos y toda esa cala en las gasettas. También tenía por lejos el mejor empleo de los cuatro, en la sección musical de los Archivos Gramofónicos Nacionales con un carmano realmente joroschó lleno de golis para el fin de semana, y un montón de discos lindos y gratis para esta malenca personita, como si era poco. Esa noche en el Korova había un buen número de vecos y ptitsas y débochcas y chicos smecando y piteando, cortando en dos la goboración y el burbujeo de los parroquianos con su "Quincalla telefónica y la faralipa se pone rataplanplanplán", y toda esa cala que podía siusarse al colocar un disco pop en el estéreo, esta vez Ned Achimota cantando Ese día, ese día. En el mostrador había tres débochcas vestidas a la moda nadsat, esto es, cabello largo y sin peinar teñido de blanco y falsos grudos que sobresalían un metro o más y polleras cortas muy muy ajustadas con ropa interior como espumosa, y el Matón seguía diciendo: "Hey, podríamos meternos allí, tres de nosotros. El viejo Len no está interesado. Dejemos al viejo Len a solas con su Dios". Y Len seguía diciendo: "Yarboclos yarboclos. ¿Dónde está el espíritu de todos para uno y uno para todos, eh?". De pronto me sentí a la vez cansado y lleno de una energía como de hormigas en el cuerpo, y dije: "Fuera, fuera, fuera, fuera". "¿Adónde?", dijo Rick, que tenía el litso como el de una rana. “Oh, sólo para videar qué está ocurriendo en el gran exterior", dije. Pero de algún modo, hermanos míos, me sentía muy aburrido y un poco desesperanzado, y había estado sintiéndome así un montón en esos días. Así que giré hasta el cheloveco más cercano, sentado también en el gran sillón de plush que circundaba el mesto, y le encajé un puñetazo realmente scorro oj oj oj en el vientre. Pero no lo sintió, hermanos, burbujeando como estaba con su "De las insípidas obras de Aristóteles, que producen ciclámenes, brotan elegantes formaniníferos ". Desaparecimos, pues, en la noche invernal. Caminamos por el bulevar Marghanita y no había militsos patrullando, así que cuando nos topamos con un veco starrio que venía de un kiosko donde había cuperado una gasetta, le dije al Matón: "Está bien, Matoncito mío, podéis hacerlo si así lo deseáis". Más y más en esos días había estado yo dando órdenes, apenas, para videar luego cómo se las llevaba a cabo. Entonces el Matón lo quebró er er er, y los otros dos lo voltearon y patearon, smecando, mientras seguía caído y lo dejaban arrastrarse hacia donde vívía, lloriqueando para sí. El Matón dijo: "¿Qué hay de un rico yum yum vaso de algo que nos quite el frío, oh Alex?" Porque no estábamos demasiado lejos del Duque de Nueva York. Los otros dos asintieron sí sí sí pero todos me miraban para videar si estaba bien. Asentí también, y hacia allí iteamos. En el interior estaban aquellas starrias ptitsas o bábuchcas a las que recordarán desde el principio y todas empezaron con su "Buenas noches, muchachos, Dios los bendiga, muchachos, los mejores del mundo, éso es lo que son", esperando que dijéramos: "¿Y ahora qué pasa, chicas? El Matón hizo sonar el colocolo y un mozo apareció, frotándose las rucas en el grasño delantal. "Cortando sobre la mesa, druguitos", dijo el Matón, sacando a la vista su contante y sonante montón de dengo. "Scotch para nosotros y lo mismo para las viejas bábuchcas ¿eh". Y entonces dije: "Ah, al infiemo. Que se lo paguen ellas". No sabía de qué se trataba, pero en esos últimos días me estaba convirtiendo en un tipo como mezquino. Había aparecido en mi golová un deseo de conservar todos mis golis para mí mismo, como acumulándolos por alguna razón. El Matón dijo: “¿Qué hay, bratito? ¿Qué está ocurriendo con el viejo Alex?" “Ah, al infierno”, dije. “No se. No sé. Es que no me gusta arrojar porque sí los golis que me he ganado duramente, eso es". "¿Ganado?", dijo Rick. "¿Ganado? No tiene por qué ser ganado, como tú bien lo sabes, viejo druguito. Tomar, eso es todo, sólo tomar, así". Y smecó realmente gronco, y vidié que uno o dos de sus subos no eran lo que se dice joroschó. “Ah", dije, "tengo algo que pensar". Pero videando a esas bábuchcas ansiosas por algo de alc gratis, me encogí de plechos Y saqué lo mío del carmano del pantalón. Billetes y monedas todo en un manojo, y lo arrojé plin plan sobre la mesa. "Scotch para todos, verdad", dijo el mozo. Pero por alguna razón yo dije: "No señor, para mí una pequeña cerveza.” Len dijo: "Esto no puedo creerlo", y colocó su ruca sobre mi golová, burlándose, como si yo tuviera fiebre, pero gruñí como un perro para que se rindiera scorro. "Está bien, está bien, drugo", dijo. "Como os plazca". Pero el Matón smotaba con su rota abierta algo que había salido de mi carmano con los golis que había puesto sobre la mesa. Y dijo: "Bu
eno bueno bueno. Nunca lo hubiéramos imaginado". "Dame eso", gruñi, y lo aferré scorró. No puedo explicar cómo había ido a parar ahí, hermanos, pero era una fotografía a la que yo había recortado de la vieja gasetta, y era de un bebé. Era de un bebé haciendo gorgoritos glu glu glu con moloco que se le escapaba de la rota y mirando y como smecándose de todo, y estaba nago y su carne estaba plegada porque era un bebé muy gordo. Hubo entonces un poco de forcejeo jau jau jau para quitarme el pedazo de papel, así que tuve que gruñirles otra vez y agarré la foto y la rompí en pequeños pequeños pedazos y la dejé caer como un copo de nieve en el piso. El whisky apareció entonces y las starrias bábuchcas dijeron: "Buena salud, muchachos, Dios los bendiga, muchachos, los amores del mundo, eso es lo que son "y toda esa cala. Y una de ellas que era toda líneas y arrugas y sin subos en su hundida rota dijo: "No rompas el dinero, hijo. Si no lo necesitas, entrégalo a los demás", lo que fue muy osado de su parte. Pero Rick dijo: "No era dinero, oh bábuchca. Era la foto de un adorable y chipiquitito bebé". Yo dije: "Creo que me estoy cansando un poco, eso es. Ustedes son los bebés, mofándose y sonriendo estúpidamente y todo lo que pueden hacer es smecar y darle a la gente bolches tolchocos cobardes cuando no pueden devolvérselos" El Matón dijo: "Bueno, siempre pensamos que eras el rey en la materia, induso el maestro. No estás bien, ése es el problema contigo, druguito" . Vidié el puerco vaso de cerveza que había frente a mí, en la mesa, y me sentí lleno de vómito, así que hice “Aaaah” y derramé toda la vonosa cala como espuma sobre el suelo. Una de las ptitsas starrias dijo: “Lo que se desperdicia no se quiere". Yo dije: "Miren, druguitos. Escuchen. Esta noche, digamos, no estoy de humor. No sé cómo ni por qué, pero es así. Ustedes tres sigan su camino, dejándome fuera. Mañana nos encontraremos en el mismo lugar a la misma hora, esperando sentirme como mucho mejor" ; "Oh”, dijo el Matón, "cuánto lo siento". Pero uno podía videar una especie de resplandor en sus glasos, porque, pensaba, esa noche él iba a estar a cargo. Poder poder, todos quieren como poder. "Es posible posponer hasta mañana", dijo el Matón, "lo que teníamos en mente. En especial lo de crastar las tiendas de la calle Gagarin. Hay botín joroschó allí, drugo, para hacerse con él”. "No", dije. "No pospongan nada. Contínúen con su propio estilo. Ahora", dije, "me voy". Y me levanté de mi silla. "¿Adónde?", preguntó Rick. "Eso no lo sé", dije. "Sólo andar por ahí y dejar que las cosas afloren". Uno podía videar la sorpresa de las viejas bábuchcas ante mi salida, hosco, en lugar de aquel listo y smecante málchico al que recordarán. Pero yo dije: “Ah, al infierno, al infierno y enfilé odinoco hacia la calle. Estaba oscuro y había un viento que cortaba como un nocho, y casi no había transeúntes. Estaban también los patrulleros con sus brutales rozzes en el interior, y de tanto en tanto, en la esquina, se podía videar una pareja de militsos estampados contra el frío y arrojando vapor en el aire hermanos mios. Supongo que el crastar y buena parte de la vieja ultra-violencia estaba muriendo por entonces, con los rozzes tan brutales con aquellos a los que atrapaban, cuando todo se había reducido a una pelea entre desagradables nadsats y los rozzes, para ver quién era más scorro con el nocho, la britba, el garrote, e incluso la pistola. Pero lo que se me ocurría en esos días era que, en realidad, nada me importaba demasiado. Era como si algo suave se estuviera introduciendo en mí, algo a lo que no podía traducir. No sabía lo que quería, en esos días. Incluso la música que me gustaba slusar en mi propia y malanca madriguera era, precisamente, aquella de la que antes me había smecado, hermanos. Yo estaba slusando más canciones románticas, lo que llaman Lieder, apenas una golosa y el piano, muy tranquilo y como quejumbroso, diferente de lo que habían sido esas orquestas bolches conmigo yaciendo en la cama entre los trombones y tinibales. Algo estaba ocurriendo dentro mío, y me preguntaba si se trataría de alguna enfermedad, o si aquello que habían hecho con mi golová iba a convertirme, quizás, en un besuño verdadero. Así, con la golová caída sobre el pecho y las rucas encajadas en los carmanos de mis pantalones, caminé por la ciudad, hermanos, y finalmente comencé a sentirme muy cansado y también deseoso de una bonita y bolche cascha de chal con leche. Pensando en ese chal, tuve una visión repentina de mi persona sentada delante de un fuego bolche, en un sillón, piteando el chal, y lo que era gracioso y muy muy extraño era que yo parecía haberme convertido en un cheloveco starrio de unos setenta años, porque podía videar mi propia gloria, muy gris, y tenía además barbas, y estas también eran muy grises. Podía videarme a mí mismo como un hombre viejo, sentado al lado del fuego, y entonces la imagen desapareció. Pero era muy extraña. Llegué a uno de esos mestos de té-y-café, hermanos, y podía videar a través de la gran ventana que estaba lleno de aburridos parroquianos, comunes, con litsos carentes de expresión y que no harían daño a nadie, todos sentados allí, goborando plácidamente y piteando sus inofensivos chal y cafés. Entré y me acerqué al mostrador y me compré un chai bien caIiente con moloco en abundancia, y me dirigí a una de las mesas y me senté para pitearlo. Había una joven pareja en la mesa, piteando y fumando cancrillos con filtro, y goborando y smecando en baja voz, pero no les presté atención y continué pitlando y como soñando y preguntándome que era lo que estaba cambiando en mí y que era lo que iba a sucederme. Vidié, sin embargo, que la débochca que acompañaba al cheloveco de la mesa era realmente joroschó, no del tipo de las que uno voltearía para aplicarle el viejo unodós unodós, pero con un ploto joroschó y un rostro y una rota sonriente y muy muy bella golosa y toda esa cala. Y entonces el veco que estaba con ella, que tenía un sombrero sobre la golová y su litso corno oculto para mí, giró para videar el grande y bolche reloj que había en la pared del mesto, y entonces videó quién era yo y yo vidié quién era. Era Pete, uno de mis tres drugos de aquellos días en que éramos Georgie y el Lerdo y él y yo. Era Pete corno un poco más viejo, aunque no podría tener más de diecinueve y un piquito, y tenía un piquito de bigote y un traje común y ese sombrero. Yo dije: "Bueno bueno bueno, druguíto, ¿qué hay? Muy muy largo tiempo sin videarte". El dijo: "¿Eres el pequeño Alex, no es cierto?" "Ningún otro", dije. "Un largo largo largo tiempo ha pasado desde aquellos días. Y ahora el pobre Georgie, me han dicho, está bajo tierra, y el viejo Lerdo es un militso brutal, y aquí estás tú y aquí estoy yo. ¿Qué novedades traes, viejo druguito?". "Habla de modo gracioso, ¿no es cierto?", dijo la débochca, riéndose tontamente. "Este", dijo Pete a la débochca, "es un viejo amigo. Su nombre es Alex. ¿Puedo?", me dice, “presentarte a mi esposa?" ' Mi rota se abrió por completo, entonces. "¿Esposa?", “balbuceé. "¿Esposa esposa esposa? Ah no, eso no puede ser. Eres demasiado joven para estar casado, viejo drujo. Imposible imposible”. Esta débochca que era como la esposa de Pete (imposible imposible) rió nuevamente y le dijo a Pete: “¿Tú solías hablar de ese modo?” “Bueno”, dijo Pete, sonriendo también. “Tengo casi veinte. Estoy todo lo viejo que hace falta para ser pescado, y de eso hace ya dos meses. Tú eras muy joven y muy atrevido, recuerda”. “Bueno”, balbuceé otra vez. “No puedo sobreponerme a esto, viejo druguito. Pete casado. Bueno bueno bueno”. “Tenemos un pequeño departamento”, dijo Pete. “En la oficina de Seguros de la Marina Estatal se gana poco, pero las cosas mejorarán, de eso estoy seguro. Y Georgina aquí”… “¿Cómo es ese nombre?”, dije, la rota aún abierta como besuño. La esposa de Pete (esposa, hermanos) rió una vez más. “Georgina”, dijo Pete. “Georgina también trabaja. Escribe a máquina, ya sabes. Nos arreglamos, nos arreglamos”. No podía, hermanos, quitar mis glasos de él, realmente. El había como crecido, con la golosa de un adulto y todo. “Deberías”, dijo Pete, “venir a vernos alguna vez. Aún”, dijo, “luces muy joven, a pesar de las terribles experiencias por las que has pasado. Sí sí sí, hemos leído todo al respecto. Pero, por supuesto, tú aún eres muy joven”. “Dieciocho”, dije. “Recién cumplidos”. “Dieciocho, ¿eh? “, dijo Pete. “Tan viejo como eso. Bueno bueno bueno. Ahora“, dijo, “debemos irnos“. Y le dio a esa Georgina una mirada amorosa y tomó una de sus rucas entre las de él y ella le devolvió una de esas miradas, oh hermanos míos. “Sí“, dijo Pete, volviéndose hacia mí. “Tenemos una fiestita en lo de Greg“. “¿Greg? “, dije. “Oh, por supuesto“, dijo Pete, “no deberías conocer a Greg, ¿no es cierto? Greg está después de ti. Mientras estabas fuera Greg hizo su entrada. Organiza fiestitas, sabes. Mucho vino y juegos de palabras. Pero agradable, muy placentero, ya sabes. Inofensivo, si entiendes lo que digo“. “Sí“, dije. “Inofensivo. Sí, sí, puedo videar eso realmente joroschó“. Y la Georgina débochca rió otra vez ante mis slovos. Y entonces esos dos itearon hacia los vonosos juegos de palabras de Greg, quienquiera que fuera. Me quedé allí, odinoco, con mi chai con leche, que se enfriaba con tanto pensar y divagar. Quizás era eso, seguí pensando. Quizás me estaba volviendo demasiado viejo para la clase de juego que había estado liderando, hermanos. Tenía dieciocho, recién cumplidos. Dieciocho no era la edad de un joven. A los dieciocho el viejo Wolfgang Amadeus había escrito conciertos y sinfonías y óperas y oratorios y toda esa cala, no, cala no, música celestial. Y entonces estaba el viejo Félix M. con su obertura Sueño de una noche de verano. Y había otros. Y estaba esa especie de poeta francés, que había hecho su mejor poesía a la edad de quince, oh hermanos míos. Arthur, se llamaba. Dieciocho no era entonces una edad tan joven. ¿Pero que podía hacer yo? Caminando por las ocuras, heladas y bastardas calles invernales, después de abandonar el mesto de te-y-café, las visiones seguían junto a mí, como esas historietas que aparecen en las gasettas. Ahí estaba vuestro Humilde Narrador Alex volviendo a casa, del trabajo a un bueno y caliente plato de cena, y ahí estaba esa ptitsa que le daba la bienvenida y lo saludaba como si lo amara. Pero no podía videarla joroschó, hermanos, no podía pensar en quien sería. Tuve, entonces, la idea repentina de que si caminaba hasta el cuarto contiguo a aquél en que el fuego ardía y la cena yacía en la mesa, ahí habría de encontrar lo que en verdad quería, y fue en ese momento que todo cuajó, la foto recortada de la gasetta y el encuentro con el viejo Pete. Porque en el otro cuarto, en una camita, estaba tendido gu gu gu mi hijo. Sí sí sí, hermanos, mi hijo. Y sentí entonces ese gran agujero bolche en mi ploto, lo que me sorprendió. Sabía lo que estaba pasando, oh hermanos míos. Yo estaba creciendo. Sí sí sí, eso era. La juventud debe partir, ah sí. Pero la juventud es sólo existir en el modo en que podría hacerlo un animal. No, no se trata de ser como un animal, sino más bien de ser como uno de esos juguetes malencos a los que se vende por las calles, como pequeños chelovecos hechos de lata y con un resorte adentro y una cuerda en el exterior y uno la enrosca grrr grrr grrr y ahí va, como si caminara, oh hermanos míos. Pero itea en una línea recta y se golpea con las cosas bang bang sin comprender lo que está haciendo. Ser joven es ser como una de esas máquinas malencas. Mi hijo, mi hijo. Cuando tuviera mi hijo le explicaría todo, cuando fuera suficientemente starrio como para entender. Pero entonces supe que no entendería o no querría entender y que haría todas las vesches que yo había hecho, quizás incluso asesinando a una forella starria rodeada de cotos y coschcas maulladores, y que yo no podía detenerlo. Y él tampoco podría detener a su propio hijo, hermanos. Y así funcionaría todo hasta el fin del mundo, una y otra vez, terminando y recomenzando, como si un cheloveco bolche, gigante, como Bogo mismo (por cortesía del bar lácteo Korova) hiciera girar y girar y girar una naranja grasña y vonosa en sus inmensas manos. Pero antes que nada, hermanos, estaba esta vesche de encontrar alguna débochca u otra que pudiera oficiar de madre para mi hijo. Debería aplicarme a ello mañana mismo, seguí pensando. Eso era algo como nuevo para hacer. Eso era algo a lo que debía dar inicio, una especie de nuevo capítulo. Y así será, hermanos, mientras arribo al fin de esta historia. Han estado en todas partes con Alex el druguito, sufriendo con él, y han videado a algunos de los más grasños bratitos que Bogo ha hecho, todos en torno de vuestro druguito Alex. Y todo lo que ocurría era que yo era joven. Pero ahora, cuando termino la historia, hermanos, descubro que ya no lo soy más, no más, oh no. Alex ha crecido, oh si. Pero adonde iteo ahora, oh hermanos míos, es un lugar al que voy odinoco, donde ustedes no pueden acompañarme. El mañana es como dulces flores y la vonosa Tierra que gira y las estrellas y la vieja Luna ahí arriba y vuestro viejo drugo Alex, odinoco, buscando una compañera. Y toda esa cala. Un mundo terrible, grasño, vonoso, realmente, oh hermanos míos. Despídanse así de vuestro druguito. Y para todos los demás de la historia profundas ráfagas de música labial brrrrrr. Y pueden besar mis scharros. Pero ustedes, oh hermanos míos, acuérdense alguna vez del pequeño Alex. Amén. Y toda esa cala.


Besuño: loco
Bogo: Dios
Bolche: grande
Brato: hermano
Britba: navaja
Cala: excremento
Cancrillo: cigarrillo
Carmano: bolsillo
Colocolo: campanilla
Copar: entender
Coschca: gato
Coto: gato
Crastar: robar
Cuperar: comprar
Chai: té
Chascha: taza
Cheloveco: individuo
Débochca: muchacha
Dengo: dinero
Drencrom: droga
Drugo: amigo
Forella: mujer
Gasetta: diario
Glaso: ojo
Gloria: cabello
Goborar: hablar
Goli: unidad de moneda
Golosa: voz
Golová: cabeza
Grasño: sucio
Gronco: estrepitoso
Grudos: pechos
Itear: ir, caminar, ocurrir
Joroschó: bueno, bien
Litso: cara
Málchico: muchacho
Malenco: pequeño, poco
Mesto: lugar
Moloco: leche
Mosco: cerebro
Nadsat: adolescente
Nago: desnudo
Naito: noche
Nocho: cuchillo
Noga: pie, pierna
Odinoco: solo, solitario
Pitear: beber
Plecho: hombro
Ploto: cuerpo
Ptitsa: muchacha
Rasudoque: cerebro
Rota: boca
Ruca: mano, brazo
Sabogo: zapato
Scorro: rápido
Schaica: pandilla
Scharros: nalgas
Slovo: palabra
Sluchar: ocurrir
Slusar: oír, escuchar
Smecar: reír
Smotar: mirar
Sodo: bastardo
Starrio: viejo, antiguo
Subos: dientes
Synthemesco: droga
Tolchoco: golpe
Veco: individuo
Velocet: droga
Vesche: cosa
Videar: ver
Vono: olor
Yarbloclos: testículos






Glosario nadsat-español

Bábuchka: anciana
Fuente: suplemento Caín # 2, revista Humor ®, 1987
Publicado por Ariel
Etiquetas: Anthony BurgessCaínLibros

sábado, 15 de febrero de 2020

EL NADADOR



John Cheever





Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan “Anoche bebí demasiado”. Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.

–Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.
–Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.
–Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy–. Bebí demasiado clarete.
Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacia el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba– que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud– y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis.
Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.
Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.
Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla– y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.
Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.
Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.
–Caramba, Neddy –dijo la señora Graham–, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa– comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.
El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:
–¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría– se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres.
 Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su encanto– nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:
–¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua!
Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.
Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de sus pantaloncitos.
La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo.
–Estoy nadando a través del condado –dijo Ned.
–Vaya, no sabía que era posible –exclamó la señora Halloran.
–Bien, vengo de la casa de los Westerhazy –afirmó Ned–. Unos seis kilómetros.
Dejó los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía:

–Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.
–¿Mis desgracias? –preguntó Ned–. No sé de qué habla.
–Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…
–No recuerdo haber vendido la casa –dijo Ned–, y las niñas están allí.
–Sí –suspiró la señora Halloran–. Sí… –su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad:
–Gracias por permitirme nadar.
–Bien, que tenga un buen viaje –dijo la señora Halloran.
Después del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año?
Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.
–Oh, Neddy –exclamó Helen–. ¿Almorzaste en casa de mamá?
–En realidad, no –dijo Ned–. Pero en efecto vi a tus padres –le pareció que la explicación bastaba–. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago.
–Bien, me encantaría –dijo Helen–, pero después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?
–Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger –dijo Helen–. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!
Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.
–Bien, me mojaré –dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro–. Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos –dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger–. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto.
Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.
–Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo –dijo en voz alta–, hasta los colados.
Ella no podía perjudicarlo socialmente…, eso era indudable, y él no se impresionó.
–En mi calidad de colado –preguntó cortésmente–, ¿puedo pedir una copa?
–Como guste –dijo ella–. No parece que preste mucha atención a las invitaciones.
Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:
–Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan… y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares… –esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.
La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams.

Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor –en realidad, el combate sexual– era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un affaire la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, pues era quien tenía la ventaja, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar?
–¿Qué deseas? –preguntó.
–Estoy nadando a través del condado.
–Santo Dios. ¿Jamás crecerás?
–¿Qué pasa?
–Si viniste a buscar dinero –dijo–, no te daré un centavo más.
–Podrías ofrecerme una bebida.
–Podría, pero no lo haré. No estoy sola.
–Bien, ya me voy.


Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas –una tenaz fragancia otoñal– en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar.
Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.
El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.









 John Cheever


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