viernes, 23 de diciembre de 2016

VENEZUELA DUELE








                                                                                                   
Venezuela duele...
y mucho
por la situación actual
de inclemencia, de maldad
de quienes hoy la gobiernan
e insensible sociedad
divorciados de Bolivar
de Sucre, Miranda y Bello
líderes de nacionalidad.

No como los de ahora
pigmeos, eunucos, castrados
que se guían por los dictados
de consignas extranjeras
que buscan chupar la savia
del petróleo cual maná.

Venezuela duele sí...
porque ayer fue poderosa
por riquezas infinitas
que se diera en abanico
en un crisol de bondad.


Hoy es remedo infernal
de miseria, de pobreza
y de humana orfandad
donde hasta en la familia
sus miembros son enemigos
por no seguir las consignas
de un partido que controla
las conductas sin piedad.

¿Dónde ha quedado el coraje
y gestos de virilidad
que dieron lección al mundo
para un nuevo hombre formar?


¿Dónde están aquellos héroes
de Pichincha , Boyacá
o de nuestra Carabobo
que selló la libertad?

¿Dónde están aquellos hombres
como Bolívar, Mariño
de viril testosterona
del verbo y de la espada
dime Señor: dónde están?

 Las ruinas tan solo quedan
de los hombres, la ciudad
esperando que otros vengan
a reconquistar la paz.

Venezuela: ¡cómo dueles!
en los viejos, en los niños,
en la juventud estudiosa
que han tenido que emigrar
para ofrecer su talento
e inteligencia total.


¿Será de ellos, que al regreso,
tomen las riendas y el reto,
expulsen a los ineptos
e impongan la dignidad?



                                                                                      EMIRO MARCANO MAZA



Panamá, 22 de diciembre de 2016









viernes, 16 de diciembre de 2016

VIOLENCIA HOSPITALARIA: PACIENTE DE PUERTA GIRATORIA




. Estela Castillo (*)

Son muchos los sucesos violentos que retumban las puertas de los centros asistenciales en la actualidad, representando uno de los principales motivos de consulta que pretenden  ser atendidos en la sala de emergencias de cualquier hospital general. Cada vez más y cada año la tasa de victimización de la violencia se incrementa en nuestro país:  la misma llegó a 48% para el año 2016, según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV). El Hospital General Dr. Jesús Yerena no es la excepción dentro de éste panorama, ya que no sólo impresiona el número de casos, sino las características del paciente agredido, la cualidad de su discurso frente a los hechos, la posición que ocupa la familia y vínculo médico- paciente bajo estas circunstancias.

En éste contexto, nos adentramos un grupo de residentes de postgrado con el propósito de evaluar, abordar y acompañar al paciente hospitalizado en las salas médicas o quirúrgicas, a solicitud del médico tratante, en función del esquema del Servicio de Psiquiatría y Psicología de Enlace e Interconsulta del Hospital Psiquiátrico de Caracas. Durante las visitas, tuve la oportunidad de conocer pacientes infantes y adultos con diferentes perfiles y patologías tanto físicas como mentales, entre los que se encontraban pacientes politraumatizados, quemados, afectados por diagnóstico reciente de enfermedades venéreas o terminales, pacientes referidos por consecuencias producto de arrollamientos de vehículos, intento de linchamiento, violencia intrafamiliar, enfrentamiento entre bandas armadas, etc.



En general, confieso que me resulta abrumador cómo la violencia apunta ser uno de los principales agentes promotores de eventos traumáticos que pudieron nunca haber tenido lugar; sin embargo, encontré en el discurso de los protagonistas una gran discrepancia entre los hechos ocurridos y la elaboración de los mismos como experiencias significativas o aleccionadoras que permitan generar un camino reflexivo por dónde problematizar lo sucedido. Imagino que frente a esta dificultad se inicia nuestra labor de psicólogos. 
¿A qué me refiero? A continuación ilustraré mi punto con la exploración de tres historias que tocaron mi vivencia como ser humano, mientras transitaba por los diferentes servicios a los que brindé asistencia.

Miguel, paciente masculino de 37 años de edad, quien llega a la emergencia del hospital por recibir tres impactos de bala en su pierna derecha. Para el momento de la entrevista contaba con 53 días de hospitalización en el servicio de traumatología, Al conocerlo me comenta: "doctora, yo reconozco que no he sido una joyita, he consumido crack, heroína, de todo  durante 20 años, y ahora por un ajuste de cuentas me agarraron desprevenido, me tirotearon y me lanzaron al basurero.

Miguel debió esperar semanas para ser intervenido debido a la escasez de insumos, la necesidad de donantes, la ausencia de un anestesiólogo y la prioridad de otros pacientes que presentaban mayor gravedad. Miguel asegura que luego de esta experiencia está decidido a dejar las sustancias y encontrar un “trabajo sano” para dejar de depender de su madre, quien con 65 años ha sido testigo de su historia de consumo y delincuencia.      

Ana, paciente femenino de 28 años de edad, se encuentra en su quinta hospitalización debido a politraumatismo facial como consecuencia de discusiones con su pareja, cuya relación se ha mantenido durante 7 años en el marco de agresiones físicas y verbales. Ana refiere lo siguiente: doctora, mire cómo me dejó la cara y ni si quiera ha venido a ver cómo estoy () esto me lo hizo porque yo me fui de fiesta con unos amigos y me puse a probar cocaína () entonces él se molestó y se me vino encima, me preguntaba qué ejemplo le estaba dando yo a nuestros hijos.



Para el momento de la entrevista, Ana contaba con 3 días de hospitalización en el servicio de cirugía máxilofacial, en espera de su intervención. Me comenta: a pesar de su impulsividad yo sólo cuento con él (su pareja), no tengo un trabajo estable, ni otra casa a donde ir; si no, me fuera () ésta vez fue la definitiva doctora, ahora sí me alejaré de él
Tuve la oportunidad de entrevistar a su hermana, quien recientemente se ha convertido en su única red de apoyo y me encuentro con una mujer embarazada que está atravesando por la misma realidad conyugal. Al preguntarles sobre cómo se sienten bajo esa dinámica de pareja, ambas responden con un encogimiento de hombros y Ana dice “normal, es lo que vivimos desde chiquitas con mi mamá y sus maridos”.          

Paco, un joven de 18 años de edad, es traído al hospital con urgencia por el cuerpo de bomberos debido a que fue quemado en manos de la comunidad a la que pertenece tras haber intentado abusar sexualmente de una joven desconocida. Una vez ingresado al hospital permanece una semana en terapia intensiva y al mejorar el cuadro agudo de sus heridas es trasladado al servicio de caumatología donde actualmente tiene 36 días hospitalizado. Al conversar sobre lo ocurrido me comenta: yo estaba tomando con un amigo, vimos a esa chama, yo no la conocía y comenzamos a fastidiarla y en eso empezó a gritar y se llegó un gentío, mi amigo salió corriendo y me dejó, yo corrí, llegaron los colectivos y la gente, me prendieron en candela (llora)... sólo recuerdo que voy corriendo en llamas por la autopista hasta que vi unos bomberos y ahí me desmayé”. Su madre, quien luce llorosa y ansiosa, agrega: “¡no sé cómo le pudieron hacer esto a él!, por esa zona la gente mata y hace cosas peores y no les hacen nada!

Al tratar con pacientes hospitalizados y sus familiares en un servicio de psiquiatría de enlace nos encontramos inmersos en una realidad aplastante que nos muestra cómo la violencia se ha convertido en el hilo que “enlaza” el proceso de socialización del individuo en el contexto venezolano y cuya aparición es tal que no genera espacio a la pregunta la duda o el cuestionamiento del vínculo destructivo que nos conecta como individuos en sociedad, simplemente está y somos parte de ella.

            En respuesta a ésto nos encontramos frente a un personal médico y de enfermería que por razones de desconocimiento, por carácter defensivo, por despersonalización, burnout, etc, se encuentra desvinculado emocionalmente con el paciente y con la realidad que a éste le aqueja e incurre en frases tales como: “si ése paciente pudo tolerar el dolor de una bala, puede aguantarse ahora sin analgésicos” u “otra vez ésta paciente con lo mismo, parece que le gusta que la golpeen”, lo que denota una ausencia de concientización de sus propios prejuicios, promoviendo la estigmatización y discriminación del paciente hospitalizado.

            Sin ánimo de hacer juicios de valor, por el contrario mi intención va dirigida a hacerme preguntas en la misma dirección: psicólogos y psiquiatras: ¿Cuán conscientes estamos de cómo vivimos, percibimos e interpretamos los eventos violentos que nos circundan? ¿Cuáles son nuestras apreciaciones sobre las personas que conviven en contextos violentos? ¿Tenemos preconcepciones,  juicios o prejuicios asociados? ¿qué podemos ofrecer como gremio para realizar un mejor abordaje psicoterapéutico adaptado a las características del contexto en el cual nos encontramos hoy día?  Y: ¿qué aspectos   en cuánto a los objetivos que persigue la psiquiatría de enlace podrían modificarse para ejercer una práctica más ajustada a la realidad del sistema de salud actual?

Finalmente, podría decirse que según las estadísticas (OVV, 2016) Venezuela es uno de los países más violentos en la actualidad debido, entre otras cosas, a la ausencia de institucionalidad y sería absurdo pensar que, al recuperarla, se revertirían los dramáticos indicadores de violencia y se encauzaría a nuestro país hacia una convivencia pacífica. Sin embargo, queda sobrentendido que la violencia se ha convertido en un problema de salud pública en Venezuela, y por ello el sistema de asistencia sanitaria funge como órgano receptor y contenedor de las secuelas de esta dinámica social, donde nosotros, promotores de la salud, tenemos mucho trabajo por hacer.

      

Referencias Bibliográficas

Observatorio Venezolano de Violencia (2016). Encuesta Latinobarómetro y delincuencia: mejora la victimización del crimen pero sigue el miedo. Venezuela: Caracas


(*) Licenciada en Psicología, UCAB 2010. Tesista del postgrado de Clínica Mental (Psicología Clínica) Universidad Central de Venezuela, Facultad de Medicina, sede Hospital Psiquiátrico de Caracas.




sábado, 3 de diciembre de 2016

UNA PASANTÍA POR EL MIEDO, EL DOLOR, LA SOLIDARIDAD Y LA RESILIENCIA

MARIELA FERRARO (*)






Para una recién estrenada psicóloga, con cierta trayectoria enfrentando el miedo y el dolor humano desde otras vertientes, la Psiquiatría de Enlace constituye un reto nuevo y temido.
Este miedo anticipado termina en muchos casos justificado. A un paciente que debe ser intervenido quirúrgicamente para volver a caminar con normalidad se le piden donantes de sangre porque el hospital no tiene el fluido vital en su banco. El paciente no los consigue, quedando condenado a no poder caminar con normalidad en el futuro. ¿Cómo se le da contención? Nos enfrentamos al miedo de no poder, de no saber cómo hacerlo, a nuestra limitación o como dirían los psicoanalistas, a nuestra castración, agravada porque no se trata de nosotros mismos sino de lo que no podemos hacer por los otros.



            La Psiquiatría de Enlace implica entre otras tareas, conectarse con el sufrimiento duplicado del paciente, pues se trata del dolor psíquico aumentado por un padecimiento físico o tal vez debiera decirse que el dolor psíquico habla a través del cuerpo, al no encontrar salida mediante el pensamiento y la palabra.
En todo caso, el paciente sufre el doble y con él, quienes fungen de terapeutas, especialmente cuando se inician en la tarea. Se sufre el dolor del paciente, poniendo a prueba la propia capacidad para soportarlo.
El principiante puede sorprenderse al saber que el trabajo terapéutico no sólo lo ejecuta el psicólogo, el psiquiatra o el médico tratante; sin saberlo, también hacen terapia las enfermeras, las secretarias, la trabajadora social, los porteros, el personal de limpieza y los familiares de otros pacientes, quienes con una palabra amable, un chiste, un saludo cariñoso o un favor, alivian el dolor y el miedo. Probablemente un fenómeno de identificación los mueve hacia la solidaridad, pero en este caso no importa la razón sino el resultado.
Las situaciones extremas, pueden sacar de nosotros lo mejor y lo peor, eso es bien sabido; sin embargo resulta sorprendente ser testigo de que la empatía de una secretaria puede superar con creces la labor de un trabajador social amodorrado o tal vez desmoralizado ante las carencias a las que se enfrenta el hospital y con él, todo un país. La secretaria trae ropa de su casa, que pertenece a su familia para regalarla a un paciente carente de recursos y de contención por parte de sus parientes. Más sorprendente aún es la respuesta del paciente, quien sólo por ese gesto, parece mejorar aceleradamente. Se constata entonces la importancia del elemento psicológico de las enfermedades físicas, de lo emocional, de lo que nos hace humanos, entendiendo como tal la sensibilidad al sufrimiento ajeno.



Por otra parte, la Psiquiatría de Enlace, como su nombre sugiere, significa trabajar junto al médico, lo cual puede comportar  dificultades. En la práctica cotidiana, el médico tratante es un residente, lleno de prisas, angustias e incertidumbres derivadas del no saber; es un aprendiz, como todos lo somos, pero esa circunstancia a él le pesa más, pues se supone obligado a vencer la enfermedad y la muerte, tarea que constituye el núcleo de su labor. Pensándose dueño de ese poder, lleva una pesada carga, que aumenta por su condición de principiante; tiene que rendir cuentas de su labor al adjunto, al médico que tiene mayor experiencia, al maestro, con la presión que eso implica. Esta situación lo lleva muchas veces a descuidar al paciente, en un intento por sobrevivir en el postgrado, pues no hay tiempo, no hay conocimiento suficiente aún; el descuido puede ser estrictamente biológico pero más aún psicológico.




Paradójicamente, para el  médico puede ser difícil tener empatía con el paciente y conectarse con su sufrimiento, él tiene los suyos y no son pocos. Además, él está más familiarizado con el funcionamiento biológico de esa máquina maravillosa que es el cuerpo y en eso se concentra; podría pensarse que se desensibiliza ante el dolor como defensa, para poder trabajar, se mecaniza; otros aspectos  resultan secundarios para él, cuando no inexistentes.
Así, no todos los médicos de las diversas especialidades admiten el componente psicológico de las enfermedades, independientemente de su etiología. Muchos de ellos a lo sumo, esperan que el psicólogo o el psiquiatra a manera de mago, haga que el síntoma desaparezca instantáneamente con un medicamento, siendo esa la mayor aproximación posible a la psicología, lo cual de ningún modo lo es, evidentemente.
Las actividades de enlace incluyen educación o implementación de programas de prevención en la atención de los pacientes, a cargo del  psicólogo y/o del psiquiatra; los residentes de Psiquiatría de Enlace realizan cada año talleres de sensibilización o educación, pero al parecer la información transmitida cae en saco roto. El médico, cuando mucho, sigue esperando por la pócima mágica que calme al paciente, que lo ponga contento y lo haga dormir. Esto no significa que los talleres deban dejar de hacerse, contrariamente, es necesario insistir más aún en realizarlos, entendiendo que la educación y el aprendizaje nunca termina, por muy expertos que nos lleguemos a creer.
Pero no todo es obstáculo en Psiquiatría de Enlace; además de la solidaridad inesperada de muchos trabajadores de un hospital, se produce otra más sorprendente aún y es la que proviene de los propios pacientes, quienes identificados en el sufrimiento del otro, hacen lo que pueden por aliviarlo.  

La capacidad de resiliencia de los pacientes, es otro elemento que asombra, especialmente la de los que se encuentran en peores condiciones físicas, pero no psíquicas y es precisamente esto lo que revela la importancia del factor psicológico de la enfermedad. Así, para muchos de ellos, la capacidad de recuperarse y la solidaridad forman un todo que deviene terapéutico y que se multiplica.

Al final de este corto pero intenso recorrido por el miedo, el dolor, la solidaridad y la resiliencia, el balance es positivo pues queda un valioso aprendizaje, incluyendo una cuota que se irá decantando hasta hacerse asimilable, además del agradecimiento por haber tenido la oportunidad de realizar esta pasantía, que acerca mucho más que otras labores, a lo que implica ser más humano.








(*) Abogada, UCV 1991. Licenciada en Psicología, UCV 2013. Tesista del postgrado en Clínica Mental (Psicología Clínica) Universidad Central de Venezuela. Facultad de Medicina, sede Hospital Psiquiátrico de Caracas.


jueves, 17 de noviembre de 2016

REFLEXIONES DE UN PSICÓLOGO EN UN HOSPITAL DE EMERGENCIA

                                                                            ROBERTO SALAZAR (*)









Jean-Martin Charcot es el nombre de aquel brillante médico parisino, maestro de Sigmund Freud, que dio pie al estudio de la histeria. Su método, heterodoxo aunque con pretensiones cientificistas, era una sensación para la época. Hipnotizador e hipnotizante, Charcot atraía a su público con dramáticas escenas en la Salpetriere con pacientes histéricas desmayándose sobre sus brazos o siendo curadas a través de la sugestión. Esto causó una profunda impresión en el joven Freud. “A veces salgo de sus clases como de Notre-Dame, con una idea nueva de lo que es perfección”, llegó a decir el que sería luego considerado el padre del psicoanálisis. Aquella escena grandilocuente, con más de un siglo de por medio, pareciese aún sostenerse en las prácticas médicas actuales de algunos hospitales. Eso sí, con menos contacto con el paciente y menos magníficas que la de las postrimerías del siglo XIX.

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El psicólogo es muchas veces formado como una suerte de anti-psiquiatra. Cooper, Laing, Szasz, Barsaglia, son nombres conocidos por estudiantes de psicología, en ocasiones, con más familiaridad que por estudiantes de psiquiatría. La identidad del psicólogo clínico es puesta a contrapelo de la de la medicina psiquiátrica, identificada como reduccionista, positivista, miope y carente de calor humano. Sucede que cuando al psicólogo en formación le toca hacer contacto con la clínica más allá de las aulas, yace con los dados cargados: el psiquiatra y su práctica es todo lo que él no debe hacer, apenas manteniendo un respeto interdisciplinar de una formación a la cual es ajena y aprendió ver con, en el mejor de los casos, desdén.

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Sucede que una revista médica en un hospital psiquiátrico es justo lo que el psicólogo en formación espera encontrar. Fría, autoritaria, desigual. Con un profundo aire paranoico, de ambos lados. Muchas veces estéril, dando frutos quizás en una reunión posterior si hay la venia del que lleva la voz cantante (aunque no haga ni pío en las entrevistas) por tener algún gesto pedagógico. Sin embargo, dado que el sujeto de estudio es el discurso del paciente, la cosa puede resultar divertida. Puede aparecer una irrupción jocosa, una historia conmovedora, una exclamación altisonante que permita vivificar un método que es, a todas luces, exportado de las ciencias médicas en donde la psiquiatría es aquel archipiélago menor que debe conceder algunas formas que le permitan conservar su membership

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Pero el ejercicio psiquiátrico no es tan corto de miras como se plantea a priori la psicología. Tres años en un hospital y un psicólogo puede darse cuenta que hay bemoles que aquellos profesores no supieron dar cuenta. El ejercicio es notablemente difícil, pese a los avances de la psicofarmacología o las psicoterapias. La práctica, sea ejercida por médicos o psicólogos, es frustrante. No hay una herramienta que traiga el psicólogo en su formación anti-psiquiátrica que lo permita orientarse demasiado bien en el mundo de la locura. Tres años en un hospital psiquiátrico y lejos de sentir satisfacción con la psiquiatría, la psicología clínica misma deja una mal sabor de boca.

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Reconciliación a medias con la psiquiatría, distancia con la psicología clínica. Muchos psicólogos buscan refugio en el ejercicio de la psicoterapia, fuera del hospital. El hospital, una experiencia, una formación empírica importante, pero para seguir dicha senda no mucho más. El psicólogo se encuentra muchas veces reflejado en otro que lo increpa: “estás psiquiatrizado”. Viejos fantasmas aparecen. Hay una sacudida que debe ocurrir, puesto que la empírica se convierte en un sueño dogmático del que, como nos señala Kant, hay que despertar.

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Pero sucede que muchas veces ese despertar ocurre no en los bordes de la práctica clínica, en la comodidad de los consultorios privados, sino más bien adentrándose en el corazón de la selva, como si del personaje de Conrad se tratase. La travesía lleva a una parada obligatoria dentro de la práctica hospitalaria. Psiquiatría de Enlace. O en su suerte de equivalente psicológico, Psicología de la Salud. Le toca tomar por asalto al psicólogo ese istmo que junta medicina y psiquiatría, viejo bastión de una relevancia disciplinar que cada quién sabrá juzgar.
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Una nueva jerga debe apurar el psicólogo en conocer para poder orientarse. Si el paciente antes era reducido a una esquizofrenia, una TB o un DM tipo II hacen extrañar a Kraepelin. Revistas médicas en donde el paciente tiene prohibido hablarle a sus tratantes es común. La indignación ante los tratos despóticos, ante las viejas tradiciones sin sentido no tiene lugar.  Las demandas al psicólogo son sencillas: diagnósticos intempestivos, tratamientos eficaces y breves. El paciente es más paciente que nunca, por lo cual aquel viejo furor curandis del que nos advirtió Freud emerge. Alguien se tiene que hacer cargo. Como relámpagos en un cielo no tan claro aparecen dos novedades de las que apenas pudo el psicólogo entrever en su formación anterior: la muerte y el dolor físico.

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Paciente atendido al recibir interconsulta de medicina interna. Notable confluencia de patologías, observando a un paciente en deplorables condiciones físicas y psíquicas. El enfermo se quiere morir. No tiene sentido su vida. Padres muertos, sin pareja ni hijos, sin trabajo, abandonado a su suerte en el hospital por único hermano. En desconfianza de todos, hasta del psicólogo que lo visita. Medicación inefectiva, tanto para sus males corporales como para su mente. Nadie sabe qué hacer con él. De un día para otro el paciente muere. No hay causa clara, ni la saben los médicos tratantes. Aducen un estado de salud precario. A los dos días su cama es ocupada por otra persona. Nuevo tratamiento.

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Las armas del psicólogo tambalean. No hay psicoterapia que valga. Se improvisa. Toca armarse de empatía, de permitir la catarsis y confiar en un medicamento que se sabe que no tendrá efecto si no para cuando el paciente sea dado de alta. No se miente pero tampoco se dice toda la verdad. El familiar es menos exigente que el del manicomio puesto que la vida es más importante. El tratamiento psicológico en un hospital general sigue siendo estético para muchos de los galenos. Para otros, útil cuando mucho. Si antes la práctica psicológica se hacía desesperante, aquí empieza a tocar lo imposible.


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La unidad de quemados aparece como una guía para entender qué es el cuerpo. El síndrome de Cotard nos parece ya poco impresionante cuando podemos ver a personificaciones del bíblico Job. Toca el camino inverso: cuando a todos les parecen inquietantes las incoherencias del demente, al psicólogo le toca abrir los ojos ante un rostro devorado por las llamas, a torsos en carne viva, a un olor nauseabundo de piel que es, cómo no, inolvidable. Desde Einstein sabemos que la distancia entre dos puntos es relativa, así que si es posible psiquiatrizarse también es posible caumatologizarse.

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Cuando las quemaduras de extremidades aparecen como comunes y el vendaje en diversas partes del cuerpo es propio del paisaje, las curas de las heridas por fuego son un golpe en la mesa. Es una experiencia inquietante, que sólo deja idéenme al cirujano. O por lo menos ese debe transmitir. Hace bien. El psicólogo no es expuesto a esto. Hasta los confines de la selva no tiene que llegar, sabiendo en el fondo que su presencia sería apenas pertinente en algo que confronta al paciente con su propio cuerpo. Pero por no estar allí no significa que el oleaje no le alcance. Pueden pasar semanas hasta que finalmente se rasgue el ambiente con un lamento que alcanza el pasillo común, proveniente de la sala de intervención: “Ay, por favor doctor no más, ya por favor no sea malo”. Súplica fulgurante, horrenda de oír por un hombre que hace apenas 24 horas enfrentaba su destino con la mayor dignidad posible. Emil Cioran nos decía con una simplicidad terrible: “¿Para qué sirve nuestro cuerpo si no es para hacernos entender lo que la palabra torturador significa?”  

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Se recibe la interconsulta de un hombre joven, que presenta quemaduras de tercer grado en casi 70% de su cuerpo por accidente de moto. Es evaluado por psicólogo en la unidad de cuidados intensivos. Yace un ánimo indómito pese a la comprometida situación. Hace 9 años había perdido la pierna derecha y lo había tolerado con una férrea voluntad de vivir. Ahora sucede el accidente en donde se prende como una llama humana, producto del contacto de la gasolina de la moto con un malfuncionamiento del motor de la misma. Mientras es arrasado por la llamarada, trata de apagarse lanzándose al suelo y haciendo giros, movimiento en parte instintivo y en parte transmitido por lo que la televisión le había enseñado. Pide ayuda. Los testigos estaban horrorizados con la situación, nadie acude al llamado. “Ayúdenme o mátenme”. Finalmente uno niños de entre la multitud asisten al cuerpo encendido, asistiéndolo con unos trapos para controlar el fuego. Finalmente los adultos reaccionan. Relato que proviene de un hombre que, descrito por las enfermeras, es “un tipo bien guapo, de los más fuertes que hemos visto ante las curas por quemaduras”. 

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Luego de escuchar la queja del paciente por lo doloroso de las curas, se entrevista al mismo. Un espíritu de desafío aparece en él “Estas curas me hacen bien”, “Me estoy mejorando, aunque claro, las curas son dolorosas”. Pese a que acaba de salir de la habitación 101, cual Winston Smith que no se quiebra ante O´Brien, la lucha por su salud permanece intacta. ¿Por qué esperar al paciente para la entrevista? ¿Por qué no al siguiente día? El psicólogo está convocado por algo que no es ni encuadre ni rapport ni empatía. El psicólogo se enfrenta a lo imposible, en tanto que sólo puede estar-ahí. La cura por la palabra se convierte en una excusa para poder hacer con algo que despierta.

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Dos grandísimos actores de nuestro tiempo, Robin Williams y Robert De Niro protagonizan Despertares (1990). Se trata de un filme basado en las experiencias del famoso Oliver Sacks, en donde un tímido pero inteligente médico pasa de sus experiencias en el laboratorio con gusanos a la clínica con pacientes con encefalitis. Se encuentra con pacientes en un estado casi vegetativo, descrito muchas veces con catatonia por lo cual parecen estatuas de cera. A partir de su propia obstinación, su gran capacidad de observación y su genio, finalmente propone una cura: aplicar L-Dopa, medicamento usado para el Parkinson, en dichos pacientes. Los resultados resultan espectaculares: pacientes que yacen “dormidos” desde hace décadas logran despertar de su letargo y vivir.

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Robert De Niro nos ofrece una actuación memorable. Interpreta a un paciente con encefalitis letárgica, en estado catatónico, que va estableciendo una relación con el médico (Williams) como si del David de Miguel Ángel se tratase. Es el primero en despertar. Encontramos a un niño atrapado en el cuerpo de un hombre de mediana edad, sediento por la libertad que no ha tenido en años. Ni la iconoclasia de su médico puede salvarlo de un ambiente médico opresivo, que no confía ni en él ni en el tratamiento milagroso de Sacks (en la película, Sayer). Finalmente el efecto del tratamiento se revierte y los pacientes, empezando por el interpretado por De Niro, vuelven a su estado inicial. Sin embargo, ese pequeño resquicio de vida con que contaron los pacientes permitió no sólo hacerlos sujetos de nuevo, si no también al personal que trabaja en dicho hospital. El despertar no fue solo de ellos, sino también de los otros.

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Se puede interpretar dicha película de distintas maneras. Del narcisimo de Sayer y también su furor curandis, del sistema médico obsoleto, de la objetivación de pacientes crónicos. Sin embargo, es quizás el sacudón que ejerce la subjetividad de cada paciente dormido lo que cause el efecto más importante para el psicólogo. No se trata de una oda al mundo interno de un paciente enfermo. Se trata de dar espacio a lo único que cada paciente trae en tanto sujeto lo que permite una subversión de la cosificación. Las histéricas de Charcot, son de cierto modo las pioneras. No es posible pensar cualquier formación posible entonces sin pensar en el despertar que está a la vuelta de la esquina.

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Las torres de marfil de la medicina, de la psiquiatría y de la psicología clínica, desde Foucault o Lyotard, son cada vez más parecidas a la estatua de Nabucodonosor. Lo frágil está en el sistema mismo. Los psicólogos clínicos pretenden evitar lo entrópico desde el exilio: el hospital es cosa de médicos, el diván de psicoanalistas, los experimentos para los científicos, las evaluaciones para los psicometristas. Es una manera de dar un rodeo a lo pulsátil de la dificultad misma. Puesto que no existe clínica viva si no es contradictoria, frustrante, imposible. 

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El recorrido de un psicólogo por un hospital psiquiátrico comprende de un ejercicio de humildad que el discurso humanista o anti psiquiátrico no logra tapar. Despabilar de una potencia curadora propiamente psicológica (¿?), no psiquiátrica, que obedece más a una búsqueda de identidad que a otra cosa aparece como un stage posible. Despabilar de la modorra de la impotencia, propia del tratamiento de pacientes crónicos o de la compulsión a la repetición, también es un meandro disponible para recorrer. Despertar de cualquier saber previo para abordar algo que quema, es una opción ofrecida al que la capte. ¿Qué sucede entonces cuando se despierta a otro sueño? ¿Un sueño dentro de un sueño, digno de una película de Christopher Nolan, y así ad infinitum?

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Suenan las trompetas y se derrumban los muros de Jericó. Aparece un nuevo tiempo. Al poco, los males no desaparecen. Sacks sacudió las murallas y de pronto estas se renuevan con más ferocidad que antes. El psicólogo se conmueve con la esquizofrenia, con los cánceres terminales. Pronto descree en su potencia, el furor curandis se aplaca, duerme sobre un follaje de cicatrices que no hacen sino reaparecer de cuando en cuando. El psicólogo se pondrá a dormir salvo cuando su sueño tropiece con un Juanito que le pretenda robar su gallina de huevos de oro.  Nuevamente descansará por el efecto del arpa adormecedora. Pero es esa brecha que se abre con cada despertar, esa ventana que podrá edificar algo de lo que no es terreno de lo onírico. ¿Acaso la formación del psicólogo no es precisamente lo que ha hecho con sus despertares? Sigamos a Freud: que el despertar sirva para hacernos una idea nueva, una idea estética de lo que nos ocurre. Superémoslo haciendo una ética nueva, un hacer con, majestuosa como Notre Dame. 



(*) Caracas, 1990. Licenciado en Psicología UCAB. Tesista del Curso de Especialización en Clínica Mental (Psicología Clínica) Universidad Central de Venezuela. Facultad de Medicina, sede Hospital Psiquiátrico de Caracas.