Es un título extraño en un país donde se nos requiere la conducta heroica de un Libertador que nace una vez por siglo para reivindicar su tarea, encarnado en los gobernantes uniformados y totalitarios que han sacrificado a Venezuela de una manera despiadada, ocultando su corrupción en proyectos redentores.
La ciudadanía como proyecto indispensable se me aparece como problema a raíz de un discurso pronunciado por Luis Castro Leiva con motivo de una fiesta patria en sesión solemne del Congreso Nacional hace ya varios años, cuando reclamaba como una necesidad el ser buenos ciudadanos. Desde este discurso se me ha hecho presente una consigna irreverente pero a mi entender indispensable: “No hay que ser patriota ni bolivariano, basta con ser un buen ciudadano”.
Esto quisiera combinarlo con el título y el contenido de una obra del psicólogo Luis López Pedraza: Nuestra cultura tecnológica y mercantil nos obliga a ser exitosos, lo que nos hace fundar la vida en los logros. La permanente contradicción entre los esperado y lo alcanzado, genera una ansiedad cultural, característica de nuestros tiempos.
Desde el corazón de esta ansiedad cultural que nos obliga a ser exitosos es desde donde se nos hace posible admitir la exigencia de un patriotismo heroico. Pero hay un precio elevado que debe pagarse por esta ambición de ser diferentes y únicos, que es el abandono de nuestra vida cotidiana que se convierte en una pesada carga opuesta al individualismo pregonado como una conquista del pensamiento moderno e insertado como un éxito de la revolución tecnológica.
A esta ambición heroica del reto individualista que sirve tan generosamente a la lógica del mercado, se corresponde la imposibilidad de aceptar una nación o una patria o simplemente una comunidad, ya que estas solo se generan en base a los intereses comunes espontáneos que se van dando en la vida diaria.
Esos intereses comunes espontáneos son imposibles de lograr de manera saludable fuera del ámbito de la fraternidad, forma privilegiada de vivir la paz. La gesta heroica se produce siempre en medio de la violencia, es llevada a los extremos de un “decreto de guerra a muerta” o de una guerra de “tierra arrasada”, que en el caso de Venezuela solo logró acabar con la identidad sin lograr la independencia que solo fue buscada, como suele ocurrir en cualquier guerra, para defender privilegios disfrazados de derechos, tal como se desprende en el estudio de la ideología de nuestra independencia contenida en el discurso de incorporación a la Academia Venezolana de la Historia de Elías Pino Iturrieta: “Una nueva lectura de la Carta de Jamaica”.
Salvo pequeños oasis de gobiernos civilistas, no hemos podido superar los esquemas de gobierno de las viejas monarquías de los reyes guerreros y conquistadores. En la gestión de la vida republicana posterior a la independencia, cuando se consumó la separación política de España, no se logró emprender una separación institucional de las formas monárquicas de gobierno, idea sostenida por historiadores actuales. La guerra no funda repúblicas, solo conquista territorios y voluntades, el resto de la tarea queda en manos de los ciudadanos quienes deben configurar con sus acciones espontáneas y su vida cotidiana la forma de la sociedad.
Estas pretensiones heroicas de los gobernantes se han llevado hasta los extremos ridículos de pretender una parentela sanguínea o racial con Bolívar, emulando lo que ocurre en las anticuadas, onerosas y poco significativas familias nobiliarias de Europa y se trata de formar parte de de una línea genética que nada tiene de ejemplar en los ancestros y en las sucesiones, tal como se pone de manifiesto en los hallazgos irreverentes de algunos historiadores actuales de Venezuela que han logrado traspasar los gruesos muros de la mitología. No nos extraña entonces que se pretenda relacionar al Libertador con “maisanta”.
El problema no es Bolívar sino el pretexto de su imagen para fabricar nuevas independencias o ejecutar las logradas en el pensamiento del prócer y aún no ejecutadas. Se trata de conceptualizar los objetivos del ser humano corriente, a quien se le pide una conducta abstracta y contradictoria ya que por otro lado se encuentra con que solo puede vivir de una manera armónica consigo mismo dentro de la racionalidad de la vida cotidiana.
No podemos pedir desarrollo de valores morales en el ambiente permanente de la guerra, es muy difícil construir la trascendencia en el desarrollo de situaciones de excepción, no se da el entendimiento humano en la confrontación fanática que nos pide triunfar o morir.
El ejemplo más permanente e ilustrativo de este postulado es el contenido espontáneo de la vida de los grandes hombres y mujeres de la paz, sus logros son los de la compasión y la misericordia, padecer con el otro y sentir con el mismo corazón del otro, lo que solo es posible en la vida fraterna. En una sociedad competitiva de los grandes logros, se desvanece la presencia del otro y se pierde la trascendencia, ya que se permanece encerrado en sí mismo y no se da nada y a nadie fuera de sí. En este ambiente se pierde la esperanza, porque encerrado solo en lo que soy ahora, en lo que he logrado, no dependo del pasado y la certeza del futuro es tensa y angustiosa.
Cuando hablo de la ciudadanía estoy hablando de la necesidad de una reconciliación humana, no de los factores de poder, estos siempre defenderán intereses y no quieren las coincidencias, siempre estarán en el ambiente de la guerra. Esta ha sido la manera tradicional de obtener y defender los privilegios y los intereses, o con las armas o con el poder del dinero.
Solo la reconciliación humana nos permite salvar los escollos que nos atormentan y que no son menores en otros sitios donde se logra el progreso numérico material, pero a la par aumentan los padecimientos de las personas y no solo con la pobreza sino con todas las formas de dominación y humillación que inventa la maldad humana.
Hay un libro corto, pero muy lindo de Desmond Tutu, arzobispo surafricano: “Dios tiene un sueño” escrito después de las primeras elecciones libres e igualitarias que acabaron con el “apartheid” donde narra las experiencias de los que habían participado en la prolongación del poder colonial, cuando acudían a votar se sentían liberados de la pesada carga de ser dominadores. Con la reconciliación se libera al oprimido y al opresor. Esa reconciliación hizo posible que Mandela saliera de la cárcel, después de muchos años, a perdonar a quienes lo reprimieron y lograra la superación del racismo y la integración social, generadora de un progreso civilizador, sin derramar una gota de sangre. Solo en la venganza hay dolor y humillación, en el perdón hay alegría y satisfacción.
Cuando se proclama la necesidad de una reconciliación de la vida cotidiana, se está entonces hablando de paz, de justicia, de igualdad y de concurrencia al desarrollo de la sociedad. Se trata de tomar en las manos los que fuimos, lo que somos y lo que llegaremos a ser, no es en los sobresaltos sino en la manera espontánea de vivir donde nos convertimos en seres históricos, que ya vivimos y seguimos viviendo e inevitablemente generaremos futuros. Esto agregado a la vida frente al otro y con el otro, que al final es lo que nos define y delimita como seres humanos.
Acepto que estoy incursionando en el mundo de”Utopía”, pero estoy apostando por una opción, la del optimismo antropológico, la confianza en el hombre generador de realidades simples, pero vitales. Podemos sentirnos al borde del Apocalipsis, pero es importante cambiar la perspectiva sobre el último libro de la Revelación, no es el anuncio de una catástrofe, sino el anuncio del final de un tiempo de dolor y miseria, para que pueda lograrse en la tierra el proyecto de Dios para los hombres, el de la convivencia fraterna y justa.
Es urgente en Venezuela cambiar la mirada sobre lo que es ser “un buen ciudadano” porque no podemos seguir en la sucesión de totalitarismos disfrazados de revolución para rescatar una “dignidad” que no se pierde en la armonía sino en la confrontación. No debemos olvidar que en toda conmoción social los que aportan los muertos son los débiles sociales. Esta forma de la ciudadanía como la pienso, está en el corazón de la sociedad como animación de la normalidad de la vida social.
Pido disculpas por la forma poco académica de manejar las referencias, pero no quiero implicar a los autores en las interpelaciones y provocaciones que pueda generar con esta posición. Nelson Hamana
(Médico venezolano especializado en anatomía patológica. Magister Scientiarum en filosofía U.S.B.. Estudioso de teología. Amplia trayectoria en el acontecer político)
Excelente artículo. Felicitaciones al autor y a quien nos lo ofrece inserto en este blog pero requiere una difución mayor, cual una editorial de un Diario de circulación nacional.
ResponderEliminarMe viene a la memoria, ante este enjundioso artículo, la expresión de Unamuno de la "intrahistoria". Decía Don Miguel, creo que "En torno al casticismo", que las naciones eran construídas no por los que hacían historia, sino intrahistoria, justamente (me parece) esa cotidianidad de que habla el autor, Unamuno los describía como "los que no meten bulla en la historia", por oposición a los que insisten en el gesto heroico, la frase contundente, la retórica del poder.
ResponderEliminarActualmente vivimos en una embriaguez de Historia (la mayúscula es adrede) , no sólo por las referencias permanente a los héroes (y villanos) del pasado, sino justamente a ese pretendido talante de "hacer Historia"que no es sino un sucedáneo pobre, muy pobre de la trascendencia. Esos hombres callados "que no meten bulla", pero que construyen día a día espacios de fraternidad, de tolerancia, sí se ubican en ese ámbito de la trascendencia.
El problema para ser publicado en nuestro dolorosamente polarizado pais es que hay que entrar en alguna de las corrientes y estas prédicas pueden parecer inoportunas debilidades ya que no sirven para la guerra. Esperemos a ver si hay un armisticio para que se pueda intentar la reconciliación.
ResponderEliminarPor otra parte la industria periodistica solo se interesa por los que tienen presencia nacional.