François Truffaut (1932-1984) supo
convertir su biografía en películas y cambió para siempre nuestra forma de ver
a algunos cineastas. Una de sus lecciones es la importancia de apreciar a los
maestros.
Cuando
entro en la exposición que la Cinemateca francesa dedica a
François Truffaut, me sorprende la cantidad de gente que transita de una sala a
otra y se detiene unos instantes a mirar fotografías, manuscritos o fragmentos
de películas especialmente seleccionadas para la ocasión. Hay personas de todas
las edades: algunas de ellas, las que tendrán más o menos la edad que tendría
Truffaut hoy, están visiblemente emocionadas, parecen rememorar escenas de su
propia vida a través de la obra de un cineasta con el que crecieron y vivieron
parte de su educación sentimental. Distingo también a jóvenes solitarios,
chicas y chicos que deambulan de una sala a otra; sospecho que algunos serán
estudiantes de cine y a otros prefiero imaginarlos como simples curiosos que no
saben muy bien lo que se les ha perdido allí; quizá van en busca de otros o al
encuentro de sí mismos. Hay también parejas que acuden con sus hijos pequeños,
y algunos empujan carritos con bebés dormidos, mecidos por las hermosas
melodías de George Delerue. Unos niños se arremolinan en el suelo, frente a una
pared en la que se proyecta un fragmento de Los cuatrocientos golpes (1959),
mientras un joven guía trata de engatusarles con preguntas y acertijos: “¿Cuántos
de vosotros habéis visto esta película?” Algunos levantan la mano
tímidamente y otros permanecen en un silencio pudoroso. El guía se emplea en
hacerles ver las similitudes entre las peripecias del joven protagonista,
Antoine Doinel, y la infancia de su creador, François Truffaut. Al final de
todo el recorrido encontraré un pequeño libro que lleva por título Truffaut
para los niños y que repasa su vida de manera sucinta y entretenida. No deja de
ser sorprendente y emocionante este afán por acercar el arte y la personalidad
de un cineasta al mayor número de gente posible, por corresponder a un hombre
que siempre aspiró a ser popular y querido a través de sus películas, aunque
muchas veces esa relación con el público, así como con la prensa y la
cinefilia, estuviera llena de malentendidos. La vida de Truffaut se parece más
a una novela de Dickens o Balzac que a un cuento de hadas; y la personalidad y
el mundo propio que nos ha legado a través de su filmografía, así como los
testimonios y los numerosos archivos que van saliendo a la luz, no hacen más
que enriquecer la historia y desbaratar cualquier intento de simplificación.
Serge Toubiana, director de la
Cinemateca y comisario de la exposición, escribió junto a Antoine de Baecque
una voluminosa biografía que se acercaba mucho a esa posible novela sobre
Truffaut. Tuve la ocasión de coordinar la edición española, publicada por Plot
en 2005, de esa obra repleta de detalles y revelaciones, pero sigo teniendo la
sensación, como tantos otros admiradores suyos, de que hay un misterio
insondable en él, algo que nunca llega a revelarse del todo y que nos hace
seguir rondándole treinta años después de su muerte.
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Los 400 Golpes |
Aquella
biografía contenía el relato de un acontecimiento fundamental en el corazón de
la vida del cineasta. Truffaut en realidad era hijo de padre judío,
algo que no descubrió hasta la primavera de 1968.
Mientras toda
Francia se conmocionaba con las revueltas en las calles del centro de París, el
ya icónico cineasta vivía su particular revolución interior. Truffaut aprovechó
el contacto que había establecido con un detective privado en calidad de asesor
del guion de Besos robados (1968) para encargarle una
investigación confidencial sobre la identidad y el posible paradero de su
progenitor. El informe y las pesquisas pertinentes le revelaron que su
verdadero padre sería un hombre llamado Roland Lévy, odontólogo de profesión y
residente en la ciudad de Belfort, al noreste de Francia, donde habría ido a
parar durante el tiempo de la Ocupación pocos años después de mantener una
relación con su madre, a la que abandonó por razones que no están claras, tras
dejarla embarazada. Truffaut quedó conmocionado por esta revelación, pero solo
confesó su origen judío a unas pocas personas de su círculo más cercano. Según
uno de esos testigos, Truffaut viajó a Belfort en el otoño de ese mismo año. En
sus archivos privados se conserva un plano de la ciudad con el trazo meticuloso
del cineasta, el camino que debía conducirle hasta su verdadero padre y al
origen de muchos de sus fantasmas e inquietudes. Al parecer, una vez allí,
frente al portal indicado y ante la figura de un hombre que respondía a la
descripción del informe confidencial, Truffaut decidió dar media vuelta y
refugiarse en un cine de la ciudad, al calor de uno de sus viejos maestros,
pues el azar dictó que en ese momento se estuviera proyectando La
quimera del oro (1925), de Chaplin. La escena podría pertenecer a la
saga Doinel u otra película con el inconfundible sello Truffaut; pero ese gesto
repentino y contradictorio funciona también como metáfora perfecta de un
estilo, de una manera de ser, de toda una vida. No sería la primera vez
que Truffaut encontrase refugio en una sala de cine, como tampoco sería fácil
encontrar un caso tan paradigmático de alguien que haya sido salvado,
literalmente y en más de una ocasión, por el cine.
Aquel
secreto familiar quedará archivado ahí, pero solo aparentemente. Su madre
falleció pocos meses después y no consta que llegaran a intercambiar
información de este episodio crucial. Habían cortado relaciones muchos años
antes, cuando se estrenó Los cuatrocientos golpes, donde Truffaut
convirtió en materia cinematográfica muchos aspectos infelices de su infancia.
Aquella primera película lo consagró como cineasta, pero causó una gran
indignación en su madre y también en su padre adoptivo, del que había tomado el
apellido. Truffaut argumentaría después que en realidad no había hecho otra
cosa que dulcificar, cuando no eludir directamente, los hechos más desoladores
de sus primeros años de vida. Podemos encontrar nuevas huellas, en forma de
flashbacks, dentro del relato de El hombre que amaba a las mujeres (1977),
donde Truffaut aprovechaba para regresar a su primera juventud con pinceladas
aún más certeras. De la misma forma, podríamos mirar El último metro (1980)
desde la perspectiva de la secreta filiación judía que Truffaut escondía cuando
rodaba una de sus películas más exitosas y a la vez más cargada de secretos y
malentendidos.
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La noche americana |
Desde su
primera película a la última, Truffaut fue construyendo una especie de
autobiografía más o menos velada a base de pequeños detalles, gestos,
repeticiones, guiños y afinidades electivas. Dijo en más de una ocasión
que “una película debe ser un reflejo del director y sus circunstancias”,
pero la imagen que Truffaut proyectaba de sí mismo más allá de la pantalla no
siempre era tan clara. Ante los ojos de una gran mayoría, Truffaut transmitía
la idea de un hombre realizado y cómodamente instalado, burgués y algo
conservador, no solo como cineasta sino también en cuestiones ideológicas. Sin
embargo, su tendencia natural era más bien libertaria, cuando no anarquista. Se
declaraba apolítico y cuestionaba el sistema, aunque estaba perfectamente al
día de los cambios y movimientos sociales. Solo al final de su vida participó
en una campaña, pidiendo el voto para François Mitterrand en las elecciones de
1981, porque consideraba que era necesario un cambio después de muchos años de
gobiernos conservadores en Francia, pero siempre prefirió mantenerse alejado
del poder, incluso cuando el poder se acercaba a él. A pesar de que su entorno
habitual se decantaba hacia posiciones izquierdistas, Truffaut desconfiaba de
todo tipo de compromiso hacia partidos y movimientos, a los que consideraba
maniqueos. Cuando muchos de sus allegados se aprestaron a celebrar el
décimo aniversario de la Revolución cubana, él se negó de manera rotunda,
consciente de la falta de libertades que había en la isla, pero poco
después se implicó en las manifestaciones a favor de La Cause de peuple,
un periódico maoísta que había prohibido el gobierno francés, y acabó
repartiendo ejemplares por la calle, junto a Jean-Paul Sartre, en señal de
protesta. En su comparecencia ante los tribunales por participar en aquel acto
ilegal, se justificó así: “Nunca me he dedicado a la actividad política
y no soy más maoísta que pompidouista, porque me siento incapaz de sentir
simpatía alguna por ningún jefe de Estado, sea el que sea. Lo que sucede es que
me gustan los libros y los periódicos, y que estoy muy comprometido con la
libertad de prensa y con la independencia de la justicia.” Es el mismo
compromiso con la libertad que le había llevado a ser uno de los firmantes
del Manifiesto de los 121, un llamamiento a favor de los soldados
franceses que desertaban durante la guerra de Argelia. Aunque esto lo colocase
de nuevo al lado de Sartre, en realidad Truffaut se asemejaba más a Albert
Camus. Era un hombre moral antes que un hombre político, y guardaba
estricta fidelidad a las personas con las que se sentía en deuda antes que a las
ideas.Tampoco le importaba aparecer a un lado u otro de la línea enemiga, a
ojos de los demás; quería estar allí donde era justo y necesario. Su territorio
era más amplio, y había sido construido con experiencias propias, heridas
profundas y sentimientos
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Farenheit 451 |
irrenunciables, pero también gracias a lecturas
compulsivas y visionados de películas maratonianos.
Los libros
constituyeron una primera forma de evasión frente a la dureza y la soledad de
su infancia, su
manera de aislarse de su entorno más hostil, cuando no estaba vagando por las
calles o practicando diferentes formas de delincuencia. Las películas
constituyeron una segunda forma de evasión, todavía más audaz, pues entraba en
las salas de cine de forma clandestina, fugándose de clase o cuando lo
dejaban solo en casa y aprovechaba para salir sin que lo vieran, envuelto en la
angustia de ser descubierto al regresar. Los cuatrocientos golpes muestra
y sacraliza algunos de estos episodios, pero, como casi siempre en Truffaut, la
película esconde un trasfondo algo más oscuro, y el recuerdo íntimo de su
juventud permanece teñido de negro. El París de la Ocupación en el que creció
Truffaut se parece más al de algunas novelas de Patrick Modiano, de ambiente
sórdido e inmoral y sin duda más ingrato que el de finales de los años
cincuenta, en el que decidió ubicar las semblanzas de Antoine Doinel. Truffaut
mezclaba sus pasiones literarias y cinéfilas con cartillas de racionamiento,
malos tratos en casa, fugas constantes, mendicidad callejera, hurtos y
detenciones. Acabó internado en un centro para menores delincuentes, y solo la
intervención providencial de André Bazin permitió que saliera de allí. Bazin
fue quizá el crítico de cine más importante de toda esa época, pero es aún más
crucial en la vida privada de Truffaut. Se convirtió en su verdadero padre
adoptivo y espiritual. Le devolvió la confianza en el ser humano y en la vida,
y le dio un primer trabajo como asistente suyo, durante las sesiones de cine
que organizaba en fábricas y lugares del extrarradio parisino, allí donde las
películas no llegaban, acompañando las proyecciones de charlas y conferencias
pedagógicas. Para entonces Truffaut ya era un joven cinéfilo sin causa; a
partir del contacto con Bazin aprendió a canalizar y transmitir su pasión,
encontró un lugar en el mundo y se alejó de sus tentativas más disparatadas o
asociales. Bazin le animó también a escribir de las películas que veía y le
dejó ocupar un lugar preferente en los Cahiers du cinéma, la
revista que cambiaría la manera de pensar y entender el cine, esencialmente a
partir del propio Truffaut. Otros escriberon de forma más teórica o
rigurosa, pero no creo que ninguno haya sido tan influyente como él. En
apenas dos años, entre 1953 y 1955, Truffaut revoluciona la historia del cine a
través de una serie de textos fundamentales para comprender lo que todavía hoy,
con todas sus tergiversaciones y malentendidos, seguimos denominando cine de
autor. Suelen ser más citados sus textos de ataque contra cierta tendencia
del cine francés y la “tradición de la calidad” imperante en aquel
entonces, pero su verdadero legado no será el de joven turco que quiere
abrirse paso, sino el del discípulo apasionado que reivindica a los maestros.
Años después, él mismo reflexionaba sobre si había sido buen o mal crítico y
decía: “la única certeza que tengo es que siempre estuve del lado de
los que recibían pitadas”. En aquella época, eso significaba estar del lado
de Abel Gance, Roberto Rossellini, Jean Renoir, Max Ophüls, Robert Bresson o
Alfred Hitchcock, cineastas que hoy son considerados maestros indiscutibles,
pero que entonces despreciaba gran parte de la crítica o del público. Truffaut
encontró la manera de escribir sobre ellos desde la pasión más absoluta, y
también cegadora. Encontraba belleza en los errores, los excesos o las
tentativas frustradas de aquellos cineastas; era ahí donde percibía sus señas
de identidad, lo que los hacía humanos y únicos. La Nouvelle Vague no
trataba de matar a los padres, sino de encontrarlos. Solo había que
sumergirse en la pantalla y habitar en aquellas películas para sentir el
verdadero calor de un hogar ideal.
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Las dos inglesas y el amor |
Durante
muchos años se ha cultivado la idea de Truffaut como un cineasta que se
traicionó a sí mismo, pues empezó dictando las leyes de un cine libre y
rompedor, alejado de los clichés y los convencionalismos de su época, para
acabar convirtiéndose en un director académico y fácilmente asimilable. Es una
idea que nace en Francia, pero que se ha ido extendiendo en diferentes espacios
cinéfilos hasta convertirse casi en otro cliché que sirve para no ver más allá.
En realidad Truffaut siempre fue fiel a sus pasiones, y estas son el
único y verdadero hilo conductor de su obra: la pasión por los niños, por las
mujeres, por la literatura y el cine, volviendo una y otra vez sobre estas
mismas cosas. Se puede admitir que nunca filmó lo que se entiende por una
película perfecta u obra maestra, pero es autor de varias “grandes
películas enfermas”, término que inventó él mismo para hablar del Hitchcock
más incomprendido, el de Marnie, la ladrona (1964), y que
se puede aplicar a películas suyas como Tirad sobre el pianista (1960), La
piel suave (1964), La sirena del Mississippi(1969), Las
dos inglesas (1971), Diario íntimo de Adela H. (1975), La
habitación verde(1978) o El último metro (1980). Había
aprendido de sus maestros que todo gran cineasta elige sacrificar algo para
llegar a ser verdaderamente él mismo, y que ese sacrificio muchas veces se
convierte en la marca de estilo. De Truffaut podríamos decir que
sacrificaba la perfección técnica: en ocasiones llegaba a parecer descuidado o
incluso chapucero, pero asumía ese riesgo en busca de un sentimiento que
pudiera con todo, una especie de agitación contenida que solo a veces se
desbordaba, produciendo una clase de emoción única. Sus películas son
como cartas escritas a mano y a la luz de una vela, irregulares, íntimas e
intransferibles, con una caligrafía urgente. Cuando Truffaut se convertía
en espectador de las películas de otros, lo que trataba de apreciar era “si
el hombre que la hizo estaba violento, tranquilo, feliz, malhumorado”. En
su caso, quería que sus películas pareciesen haber sido rodadas con cuarenta de
fiebre. Quizá por eso estaban llenas de gestos repentinos, como latigazos,
movimientos de cámara inesperados, cortes de plano insólitos, finales de
secuencia abruptos, música excesiva pero arrebatadora. Era intransigente con el
ritmo, por eso le gustaba decir que antes que desarrollar una idea en cuatro
minutos prefería mostrar cuatro ideas en un minuto. No quería detenerse,
aspiraba a que sus películas fueran rápidas y armoniosas, como trenes en la
noche. Aun así le faltó tiempo. Sus películas lo atropellaron algunas veces y
hasta se adelantaron a sus peores presagios, incluida su propia muerte.
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El último metro |
Truffaut
es el cineasta romántico por excelencia; pero romántico en el sentido más puro
o primigenio, en la
línea que Isaiah Berlin le atribuía a Johann Gottfried Herder, considerado el
padre de aquel movimiento: “Para ellos una obra de arte es la expresión
de alguien, siempre es una voz que nos habla. Es la voz de un hombre
dirigiéndose a otro hombre.” Truffaut es el cineasta que mejor ha
encarnado esa idea del cine, pero más aún de la transmisión de ese amor por el
cine. No es casualidad que los tres protagonistas que decidió interpretar
él mismo en sus películas fueran personajes directamente relacionados con la
transmisión. El doctor Itard de El pequeño salvaje (1970), el
director Ferrand en La noche americana (1973) o el escritor de
necrológicas Julien Davenne de La habitación verde son en
realidad tres clases de maestros distintos, heterodoxos pero aplicados en
ayudar a los demás, conduciéndoles si es necesario, pasándoles un testigo,
transmitiendo una pasión. Nos enseñan formas de comportamientos, pero también
la importancia de los gestos y los rituales, un saber estar y una forma de ser
razonables. Había mucho de ellos en Truffaut, un maestro que fabricó todo tipo
de filiaciones y pasiones cinéfilas, repartidas por el mundo a través de
generaciones, espectadores y cineastas que lo reivindican o se sitúan
directamente bajo su influencia. Se le profesa un culto alegre y sincero,
también íntimo, propio de cada uno. Yo mismo participo de él, lo confieso, y
por eso acudo a visitar la exposición que le consagra la Cinemateca. Rodeado de
cada vez más personas que van llenando las salas según avanza el día, no puedo
dejar de pensar que el tiempo corre a su favor y que la justicia poética
acabará por enmendar algunas causas pendientes. Demasiadas veces escuché hablar
de Truffaut en términos condescendientes, leí artículos donde se reconocía su
importancia en un momento dado para luego rebajársela. Truffaut habría
desempeñado un papel relevante en la iniciación al cine, pero después quedaría
relegado tras otros cineastas más radicales y rompedores. Ese olvido es injusto
y constituye una metáfora de nuestra mentalidad más utilitarista, como cuando
nos desprendemos de objetos y personas que ya no nos sirven por mucho que nos
hayan acompañado. O como cuando uno deja de escuchar a un grupo de música al
que ha sido adicto por el simple hecho de que se ha hecho famoso. Los
gustos pueden cambiar y evolucionar, pero uno no debe traicionar aquello que le
ha sido fundamental. Es una relación parecida a la que mantenemos con
nuestros padres, que no tienen por qué ser los verdaderos padres sino los que
uno reconoce como tales, aquellos que nos han educado realmente, como le
sucedía a Truffaut con Bazin y con tantos otros a los que fue encontrando por
el camino, a los que siempre guardó fidelidad y defendió cuando fue necesario,
incluso después de muertos. La frase que pronunciaba él mismo interpretando a
Julien Davenne al principio de La habitación verde se convierte así en un
imperativo, un dogma de fe: “Los muertos nos pertenecen si aceptamos
pertenecerles a ellos.” ~
|
Como actor en "Encuentros Cercanos del Tercer Tipo" de Spielberg |
(*) Reproducido de: http://www.letraslibres.com/revista/convivio/truffaut-nos-pertenece
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