Isak Dinesen (*)
I.
Dos damas de Berlevaag
En Noruega
hay un fiordo –o brazo de mar largo y estrecho entre altas montañas- llamado de
Berlevaag. Al pie de las montañas, el pequeño pueblecito de Berlevaag parece de
juguete, una construcción de pequeños tacos de madera pintados de gris,
amarillo, rosa y muchos otros colores.
Hace sesenta
y cinco años, vivían dos damas en una de las casas amarillas. En aquel
entonces, las señoras llevaban polisón, y estas dos hermanas podían haberlo
llevado con tanta gracia como cualquier otra, ya que eran altas y esbeltas.
Pero jamás poseyeron ningún artículo de moda; toda la vida vistieron
solemnemente de gris o de negro. Fueron bautizadas Martine y Philippa por
Martín Lutero y Philip Melanchton. El padre había sido deán y profeta, fundador
de un piadoso grupo o secta religiosa que fue conocida y considerada en todo el
país de Noruega. Sus miembros renunciaban a los placeres de este mundo, ya que para
ellos la tierra y cuanto contenía no eran sino una especie de ilusión, mientras
que la verdadera realidad estaba en la Nueva Jerusalén, por la que suspiraban.
No juraban en absoluto, sino que su comunicación era sí sí y no no, y se
trataban entre ellos de Hermanos y Hermanas.
El deán se
había casado tardíamente y había muerto ya. De año en año, sus discípulos se
volvían más escasos, más canosos o calvos, y más duros de oído; incluso se
volvían algo quejumbrosos y enojadizos, de modo que llegaban a producirse
pequeños cismas en la congregación. Pero aún seguían reuniéndose para leer e
interpretar la palabra divina. Todos conocían a las hijas del deán desde
pequeñas; incluso ahora seguían siendo muy pequeñas para ellos, y queridas a
causa del padre. Notaban que, en la casa amarilla, el espíritu del Maestro
estaba con ellos; aquí se sentían a gusto y en paz.
Estas dos
damas tenían una criada francesa, Babette. Resultaba extraño, en un par de
puritanas de un pueblecito noruego; el hecho parecía incluso requerir una
explicación. La gente de Berlevaag encontraba esa explicación en la piedad y
bondad de corazón de las hermanas. Porque las hijas del viejo deán consagraban
su tiempo y sus pequeños ingresos a las obras de caridad; ningún ser afligido o
desventurado llamaba en vano a su puerta. Y Babette había llegado a esa puerta
hacía doce años, fugitiva y sin amigos, y casi loca de aflicción.
Pero la
verdadera razón de la presencia de Babette en la casa de las dos hermanas hay
que buscarla más atrás en el tiempo, y más profundamente en el dominio de los
corazones humanos.
II.
El amor de Martine
De jóvenes,
Martine y Philippa habían sido extraordinariamente bonitas, con esa belleza
casi sobrenatural de los frutales en flor o de las nieves perpetuas. Jamás se
las vio en bailes y fiestas; pero la gente se volvía a mirarlas cuando pasaban
por la calle, y los chicos de Berlevaag iban a la iglesia a verlas deambular
por la nave. La más joven tenía también una voz preciosa con la que, los
domingos, llenaba la iglesia de dulzura. Para la congregación del deán, el amor
terreno y con él el matrimonio, era asunto trivial, mera ilusión; sin embargo,
es posible que más de uno de aquellos Hermanos mayores apreciase a las jóvenes
hermanas mucho más que a los rubíes, y se lo hubiese sugerido así a su padre.
Pero el deán había declarado que en lo que atañía a su vocación, sus hijas eran
para él como la mano derecha y la mano izquierda. ¿Quién querría privarle de
ellas? Y así, las preciosas jóvenes fueron educadas en un ideal de amor
celestial; estaban totalmente imbuidas de él, y no se dejaban rozar por las
llamas de este mundo.
Sin embargo,
turbaron el corazón de dos caballeros que pertenecían al mundo exterior de
Berlevaag.
Uno de ellos fue un joven oficial llamado Lorens Loewenhielm, que
había llevado una vida alegre en la ciudad de su guarnición y había contraído
deudas. En 1854, cuando Martine contaba dieciocho años y Philippa diecisiete,
el irritado padre de este joven mandó a su hijo a pasar un mes con su tía, en
una vieja casa de campo de Fossum, próxima a Bervlevaag, a fines de que tuviese
tiempo para meditar y mejorar sus costumbres. Un día cogió el caballo, fue al
pueblo, y vio a Martine en la plaza del mercado. Bajó la mirada hacia la
preciosa joven; y ella alzó los ojos hacia el apuesto jinete. Martine acabó de
cruzar; y cuando hubo desaparecido, el joven Loewenhielm no supo si creer a sus
propios ojos.
Existía una
leyenda en la familia Loewenhielm según la cual, hacía mucho tiempo, un
caballero de este apellido se había casado con una Huldre, espíritu femenino de
las montañas de Noruega, tan hermoso, que el aire de su alrededor tiembla y
resplandece. Desde entonces, los miembros de la familia tenían de cuando en
cuando destellos de clarividencia. Hasta ahora, el joven Lorens no había notado
ningún don espiritual particular en su propia naturaleza. Pero en este momento
surgió ante sus ojos la visión súbita y poderosa de una vida más pura y
superior, sin acreedores, cartas de apremio ni sermones paternos, sin secretos
y desagradables remordimientos de conciencia, y con un ángel dulce y de
cabellos dorados que le guiara y recompensase.
Por medio de
su piadosa tía consiguió ser recibido en casa del deán, y vio que, sin la
cofia, Martine era más bella todavía. Siguió su esbelta figura con ojos
adoradores, pero detestó y despreció la impresión que él mismo causaba en la
proximidad de ella. Se sentía asombrado y estupefacto al comprobar que no era capaz
de encontrar nada en absoluto que decir, ni inspiración alguna en el vaso de agua
que tenía ante sí. “La Misericordia y la Verdad, queridos hermanos, se han
abrazado” dijo el deán. “La Justicia y la Paz se han besado”. Y el joven pensó
en el momento en que él y Martine podrían abrazarse y besarse. Repitió su
visita una y otra vez, y en cada una de ellas le parecía que se iba haciendo
más pequeño, insignificante y despreciable.
Cuando por
la noche regresaba a casa de su tía, arrojaba sus brillantes botas de montar,
de una patada, al fondo de la habitación, apoyaba la cabeza sobre la mesa y
lloraba.
El último
día de su estancia hizo un último intento de confesarle a Martine sus
sentimientos. Hasta entonces, le había sido fácil decirle a una bella que la
amaba; pero ahora se le pegaban las tiernas palabras en la garganta cuando
miraba el rostro de la joven. Tras despedirse de los demás, Martine le acompañó
a la puerta con una vela en la mano. La luz brillaba en la boca de ella y
proyectaba hacia arriba la sobra de sus largas pestañas. Estaba a punto de
dejarla, preso de muda desesperación, cuando le acogió la mano, en el umbral, y
se la llevó a los labios.
- ¡Me voy
para siempre! –exclamó-. ¡Nunca más la volveré a ver! ¡Pues aquí he aprendido
que el Destino es riguroso, y que en este mundo hay cosas que son imposibles!
Cuando
estuvo de nuevo en el pueblo de su guarnición, consideró concluida su aventura,
y comprobó que no le gustaba pensar en ella. Mientras los jóvenes oficiales
hablaban de sus lances amorosos, él guardaba silencio sobre el suyo. Porque,
contemplada desde la sala de oficiales, y a través de los ojos de éstos, por
así decir, la aventura era lastimosa. ¿Cómo es posible que un teniente de
húsares se hubiese dejado derrotar por un puñado de sectarios descontentos
encerrados en una habitación sin alfombras de la casa de un viejo deán?
Y entonces
sintió miedo; el pánico se apoderó de él. ¿Era la locura familiar, que aún
prolongaba en él el sueño de una joven tan hermosa que hacía que el aire de su
alrededor resplandeciese de pureza y de santidad? No quería ser un soñador;
quería ser como sus camaradas oficiales.
Así que
procuró serenarse, y con el esfuerzo más grande que había hecho en su joven
vida, decidió olvidar lo que le había acontecido en Berlevaag. En lo sucesivo,
decidió, miraría hacia delante, no hacia atrás. Se concentraría en su carrera,
y quizá llegara el día en que causase una espléndida impresión en un mundo
brillante.
Su madre se
sintió gratamente sorprendida ante los resultados de su estancia en Fossu, y
escribió a la tía expresándole su agradecimiento. No sabía por qué extraños y
sinuosos caminos había alcanzado su hijo su concepto moral de la felicidad.
El joven y
ambicioso oficial llamó muy pronto la atención de sus superiores e hizo
progresos extraordinariamente rápidos. Fue enviado a Francia y a Rusia; y a su
regreso se casó con una dama de honor de la reina Sophia. Se desenvolvía con
gracia y donaire en estos círculos elevados, contento con su ambiente y consigo
mismo. Y en el transcurso del tiempo sacó provecho
incluso de las palabras y comentarios de casa del deán que se le
habían quedado en la memoria, ya que la devoción estaba ahora de moda en la
corte.
En la casa
amarilla de Berlevaag, Philippa sacaba a relucir el tema del joven apuesto y
callado que tan súbitamente había hecho su aparición y tan súbitamente había
vuelto a desaparecer. La hermana mayor le contestaba entonces dulcemente, con
semblante sosegado y sereno, y encontraba otras cosas de qué hablar.
III.
El amor de Philippa
Un año más
tarde llegó a Berlevaag una persona aún más distinguida que el teniente
Loewenhielm.
El gran
cantante Achille Papin, de París, había cantado durante una semana en el Royal
Opera de Estocolmo y había entusiasmado a su auditorio igual que en todas
partes. Una noche, una dama de la corte, imaginando una aventura con el
artista, le había descrito el paisaje grandioso y agreste de Noruega. Su
naturaleza romántica se conmovió con el relato, y a su regreso a Francia había
querido pasar por la costa de Noruega. Pero se sintió pequeño ante los sublimes
escenarios naturales; y como no tenía con quién hablar, se sumió en una
melancolía que le hacía verse a sí mismo como un viejo, al final de su carrera,
hasta que un domingo, no ocurriéndosele otra cosa que hacer, entró en la
iglesia y oyó cantar a Philippa.
Entonces, en
un instante, se dio cuenta de todo, y lo comprendió. Porque aquí estaban las
cumbres nevadas, las flores silvestres y las blancas noches nórdicas,
traducidas a su propio lenguaje de la música, y traídas para él en la voz de
una joven. Igual que Lorens Loewenhielm, tuvo una visión.
“¡Dios
Todopoderoso!”, pensó. “Tu poder es ilimitado, y Tu piedad llega a las nubes.
Aquí hay una prima donna de la ópera que pondrá París a sus pies.”
Achille
Papin era por entonces un hombre apuesto de cuarenta años, con el cabello negro
y ondulado, y una boca roja. La idolatría de las naciones no le había
estropeado; era una persona bondadosa y honesta consigo misma.
Fue
directamente a la casa amarilla, dio su nombre –cosa que el deán no le dijo
nada- y explicó que había venido a Berlevaag por motivos de salud, y que
durante ese tiempo le encantaría tomar a la joven señorita como discípula.
No mencionó
la Ópera de París, pero describió con todo detalle cuán maravillosamente podría
la señorita Philippa cantar en la iglesia, para gloria de Dios.
Por un
momento, se olvidó de sí mismo; pues cuando el deán le preguntó si era católico
romano, contestó de acuerdo con la verdad, y el viejo clérigo, que jamás había
visto a un católico romano, se puso un poco pálido. No obstante, el deán se
sintió complacido de poder hablar en francés, ya que le recordaba sus tiempos
jóvenes en que estudiaba las obras del gran escritor
luterano francés, Lefèvre d´Étaples. Y como nadie podía
resistirse a Achille Papin cuando ponía su empeño en una cosa, al final el
padre dio su consentimiento y le comentó a su hija: “Los senderos de Dios
recorren los mares y las montañas nevadas, donde el ojo del hombre no puede
descubrir rastro alguno”.
Así que el
gran cantante francés y la joven noruega se pusieron a trabajar. Las esperanzas
de Achille se convirtieron en certidumbre y su certidumbre en éxtasis. Pensó:
“Me equivocaba al creer que estaba envejeciendo. ¡Aún tengo ante mí nuevos
triunfos! ¡El mundo creerá una vez más en los milagros cuando cantemos juntos
ella y yo!”
Un rato
después, no pudo guardarse para sí sus sueños, y se los contó a Philippa.
Ella, dijo,
se elevaría como una estrella por encima de todas las divas del pasado y del
presente. El emperador y la emperatriz, los príncipes, las grandes damas y los bels
sprits de París la escucharían con lágrimas de emoción. El pueblo llano la
adoraría también, y ella llevaría consuelo y fortaleza a los oprimidos. Cuando
saliese del Grand Opera del brazo de su maestro, la multitud
desengancharía los caballos de su coche, y ella misma la llevaría al Café
Anglais, donde la aguardaría una espléndida cena.
Philippa no
repitió estas esperanzas a su padre ni a su hermana, y ésta fue la primera vez
en su vida que tuvo un secreto para ellos.
El profesor
dio luego a su discípula el papel de Zerlina de la ópera de Mozart Don
Giovanni, a fin de que lo estudiase. Él mismo, como había hecho
frecuentemente, cantó la parte de don Giovanni.
Jamás había
cantado Achille Papin como lo hacía ahora. En el dúo del segundo acto – llamado
dúo de la seducción- sintió que le elevaban del suelo la música celestial y las
voces celestiales. Cuando acabó de apagarse la última nota, cogió las manos de
Philippa, la atrajo hacia sí y la besó solemnemente, como el esposo podría besar
a la esposa ante el altar. Luego la dejó ir. Porque el instante era demasiado
sublime para que ninguno de los dos dijese una palabra o hiciese un movimiento;
el propio Mozart les contemplaba a los dos desde lo alto.
Philippa
regresó a casa, le dijo a su padre que no quería dar más lecciones y le pidió
que le escribiese a monsieur Papin comunicándoselo así.
El deán
dijo:
-Los
senderos de Dios cruzan también los ríos, hija mía.
Cuando
Achille recibió la carta del deán, se quedó inmóvil, sentado, durante una hora.
Pensó: “Me he equivocado. Mis días han terminado. Nunca más seré el divino
Papin. ¡Y este pobre jardín plagado de malas yerbas ha perdido a su ruiseñor!”
Poco
después, pensó: “No sé qué le pasará a esa lagarta; ¿la llegué a besar por
casualidad?”
Al final
pensó: “¡He perdido mi vida por un beso, y no recuerdo en absoluto haberla
besado! ¡Don Giovanni besó a Zerlina, y es Achille Papin quien lo paga! ¡Este
es el destino de los artistas!”
En casa del
deán, Martine percibía que el asunto era más hondo de lo que parecía, y
escrutaba la cara de su hermana. Por un momento, temblando ligeramente, imaginó
también que el caballero católico romano pudo haber tratado de besar a
Philippa. No imaginaba que quizá su hermana se había sorprendido y asustado por
algo propio de su naturaleza.
Achille
Papin tomó el primer barco que salía de Berlevaag.
Las dos
hermanas hablaron poco de este visitante del gran mundo; carecían de palabras
con las que hablar de él.
IV.
Una carta de París.
Quince años
más tarde, una lluviosa noche de junio de 1871, la cuerda de la campanilla de
la puerta recibió tres tirones violentos. Las dueñas de la casa abrieron a una
mujer voluminosa, morena, mortalmente pálida, con un lío en el brazo, la cual
se les quedó mirando, dio un paso y se desplomó en el umbral presa de un mortal
desmayo. Cuando las asustadas damas consiguieron que volviera en sí, y se hubo
incorporado, les lanzó una mirada con sus ojos hundidos, y sin decir una sola
palabra, hurgó en sus ropas mojadas, extrajo una carta y se las tendió.
La carta iba
dirigida a las dos, pero estaba escrita en francés. Las dos hermanas juntaron
sus cabezas y la leyeron. Rezaba así:
“¡Mis
queridas señoras!:
¿Se acuerdan de mí? ¡Ah, cuando pienso en ustedes, siento el
corazón inundado de lirios silvestres de los valles! ¿Podrá el recuerdo de la
devoción de un francés inclinar sus corazones a salvar la vida de una francesa?
La portadora
de esta carta, Madame Babette Hersant, al igual que mi hermosa
emperatriz, ha tenido que huir de París. La guerra se ha desatado en nuestras
calles. Las manos francesas han derramado sangre francesa. Los nobles communards,(*) al levantarse en defensa de los Derechos del Hombre, han sido aplastados y
aniquilados. El esposo y el hijo de Madame Babette, eminentes peluqueros
los dos, han muerto. Ella misma fue detenida por pétroleuse (palabra
empleada aquí para designar a las mujeres que pegan fuego a las casas con
petróleo) y ha escapado por los pelos de las sangrientas manos del general
Galliffet. Ha perdido cuanto tenía y no se atreve a permanecer en Francia.
Tiene un
sobrino que va de cocinero en el barco Anna Colbioernsson, con destino a
Cristianía (que es, creo, la capital de Noruega) (***), el cual tiene una oportunidad
de embarcar a su tía. ¡Se trata de su último recurso!
Sabedora de
que yo visité una vez ese magnífico país que tienen ustedes, acude a mí, me
pregunta si hay buena gente en Noruega, y de ser así, me pide que le
proporcione una carta para esas personas. Las dos palabras, “buena gente”,
traen inmediatamente a mis ojos la imagen de ustedes, sagrada en mi corazón. Se
las envío. No sé cómo irá de Cristianía a Berlevaag, ya que he olvidado el mapa
de Noruega. Pero es francesa, y como descubrirán por ustedes mismas, aún le
queda capacidad para desenvolverse, dignidad y auténtico estoicismo.
La envidio
en su desesperación: va a ver el rostro de ustedes.
Cuando le
den misericordiosa acogida, mandenme a Francia un pensamiento misericordioso.
Durante
quince años, señorita Philippa, he lamentado que su voz no llenara el gran
Teatro de la Ópera de París. Cuando esta noche pienso en usted, sin duda
rodeada de alegre y adorable familia, y en mí, gris, solo, olvidado de quienes
en otro tiempo me aplaudieron y adoraron, me digo que quizá ha elegido usted el
mejor papel en esta vida. ¿Qué es la fama? ¿Qué es la gloria? ¡La tumba que nos
espera a todos!
¡Sin
embargo, mi malograda Zerlina, sin embargo, soprano de las nieves!... Mientras
escribo esto, siento que la tumba no es el final. Sin duda oiré otra vez su voz
en el Paraíso. Allí cantará, sin temores ni escrúpulos, como Dios quiso que
cantara. Allí será la gran artista que Dios quiso que fuera. ¡Ah, cómo
embelesará a los ángeles!
...Babette sabe
cocinar.
Les ruego,
señoras, que se dignen a recibir el testimonio de gratitud de éste que en otro
tiempo fue su amigo,
Achille
Papin.”
Al final de
la página, a modo de postdata, venían pulcramente escritos los dos primeros
compases del dúo de Don Giovanni y Zerlina.
Hasta ahora,
las dos hermanas sólo habían tenido a una pequeña sirvienta que les ayudaba en
la casa, comprendiendo que no podían permitirse mantener una ama de llaves
madura y experta. Pero Babette les dijo que ella serviría a la buena gente de monsieur
Papin sin cobrar salario alguno, y que no serviría a nadie más. Si la
rechazaban, se moriría. Babette permaneció en casa de las hijas del deán doce
años, hasta la época de este relato.
V- Vida
callada.
Babette
había llegado ojerosa y con la mirada extraviada como un animal acosado; pero
en este ambiente nuevo y amable, no tardó en adquirir todo el aspecto de una
criada respetable y digna de confianza. Había parecido una pordiosera; resultó
ser una conquistadora. Su semblante sereno y su mirada firme y profunda tenían
fuerza magnética; bajo sus ojos las cosas se ordenaban, calladamente, ocupando
ellas solas su lugar.
Sus amas, al principio, temblaron un poco, como le había ocurrido
al deán en otro tiempo, ante la idea de acoger a una papista bajo su techo.
Pero no quisieron atormentar a un ser humano que había sufrido ya tanto,
catequizándola; por otra parte, tampoco se sentían muy seguras con su francés.
Acordaron en silencio que el mejor medio de convertir a la criada era con el
ejemplo de una buena vida luterana. En este sentido, la presencia de Babette en
la casa se convirtió, por así decir, en acicate moral para sus habitantes.
Desconfiaron
de la afirmación de monsieur Papin de que Babette sabía cocinar. En
Francia, ellas lo sabían, la gente comía ranas. Enseñaron a Babette a preparar
un plato de bacalao, y sopa de pan con cerveza; durante la demostración, el
semblante de la francesa se mantuvo absolutamente inexpresivo. Pero una semana
después, Babette preparaba el bacalao y la sopa tan bien como cualquiera de los
nacidos y criados en Berlevaag.
La idea del
lujo y el derroche franceses casi había alarmado a las hijas del deán. El
primer día de entrar Babette en servicio, la llamaron y le explicaron que eran
pobres y que para ellas la vida lujosa era pecado. Su misma comida debía ser lo
más sencilla posible; eran los cubos de sopa y los cestos de pan de sus pobres
lo que importaba. Babette asintió con la cabeza; de joven, contó a sus señoras,
había sido cocinera de un viejo sacerdote que era un santo. Al oír esto, las hermanas
decidieron superar en ascetismo al sacerdote francés. Y pronto descubrieron que
desde el día en que Babette se hiciera cargo de la casa, los gastos se habían
reducido milagrosamente, y los cubos de sopa y los cestos de pan adquirieron un
nuevo y misterioso poder para estimular y fortalecer a sus pobres y enfermos.
El mundo
exterior a la casa amarilla llegó a reconocer también las excelencias de
Babette. La refugiada no consiguió aprender a hablar nunca la lengua de su
nuevo país; pero en un noruego imperfecto, regateaba los precios a los tenderos
más inflexibles de Bervelaag. En el muelle y en el mercado le tenían temor.
Los viejos
Hermanos y Hermanas, que al principio miraban con recelo a la extranjera entre
ellos, notaron un cambio feliz en la vida de sus hermanas pequeñas, y se
alegraron y se beneficiaron también. Descubrieron que las inquietudes y
preocupaciones habían sido conjuradas de su existencia, y que ahora tenían
dinero del que disponer, tiempo para las confidencias y las quejas de sus viejos
amigos, y paz para meditar sobre cuestiones celestiales. En el transcurso del
tiempo, no pocos de la hermandad incluyeron el nombre de Babette en sus
oraciones, y dieron gracias a Dios por la callada desconocida, la oscura Marta
de casa de sus dos fieles Marías. El sillar que los constructores casi habían
rechazado se convirtió en piedra angular de su edificio.
Las dueñas
de la casa amarilla eran las únicas personas que sabían que su piedra angular
tenía un rasgo misterioso y alarmante, tanto como si tuviese relación con la
misma Kaaba, la Piedra Negra de la Meca.
Casi nunca
aludía Babette a su vida pasada. Cuando en los primeros días le expresaron
dulcemente las hermanas su condolencia por todo lo que había perdido, se
tropezaron con esa dignidad y ese estoicismo de los que Monsieur Papin
les había hablado en su carta: “¿Qué le vamos a hacer, señoras?”, había
contestado ella encogiéndose de hombros. “Es el Destino”.
Pero un buen
día, de repente, les informó que desde hacía muchos años compraba un billete de
lotería francesa, y que un fiel amigo de París se lo seguía cogiendo cada año.
Quizá le tocase alguna vez el grand prix de diez mil francos. Al oír
aquello, sintieron que la vieja bolsa de viaje de su cocinera estaba hecha con
una alfombra mágica; en cualquier momento podía subirse encima de ella y
regresar a París.
Y ocurría
que, cuando Martine o Philippa le hablaban a Babette, no obtenían ninguna
respuesta, y se preguntaban si oía siquiera lo que ellas le decían. La
encontraban en la cocina, con los codos en la mesa y las manos en las sienes,
enfrascada en el estudio de un libro que secretamente sospechaban que era un
devocionario papista. O permanecía inmóvil en la silla de tres patas de la
cocina, con sus fuertes manos en el regazo y sus ojos negros muy abiertos,
enigmática fatal como una Pitia en su trípode.
En esos momentos se daban
cuenta de que Babette era profunda; y en los sondeos que hacían de su ser
notaban pasiones, y que había recuerdos y anhelos de los que no sabían nada en
absoluto.
Un pequeño y
frío estremecimiento las sacudía, y pensaban para sus adentros: “Quizá, después
de todo, ha sido una verdadera pétroleuse.”
VI La suerte
de Babette
El 15 de
diciembre se cumplía el centenario del nacimiento del deán.
Hacía tiempo
que sus hijas esperaban esta fecha y querían celebrarla como si su querido
padre estuviese aún entre sus discípulos. Así que era triste e incomprensible
para ellas que este último año la discordia y la disensión hubiesen levantado
cabeza en su rebaño. Habían hecho todo lo posible por imponer la paz, pero
comprendían que habían fracasado. Era como si el excelente y amable vigor de la
personalidad del padre se hubiese evaporado, del mismo modo que se evaporó la
anodina voluntad de Hoffman al dejarla en el estante de una botella destapada.
Y su desaparición había dejado las puertas abiertas a cosas hasta ahora
desconocidas para las dos hermanas, mucho más jóvenes que los hijos
espirituales del deán. Desde hacía medio siglo, en que estaban las ovejas sin
pastor y extraviadas por las montañas, unos huéspedes sombríos no invitados se
agolpaban tras los telones de los adoradores y entenebrecían las pequeñas
habitaciones y dejaban entrar el frío. Los pecados de los viejos Hermanos y
Hermanas llegaban con un arrepentimiento tardío y penetrante como un dolor de
muelas, y los pecados de los otros contra ellos volvían con amargo
resentimiento, como un envenenamiento de la sangre.
Había en la
congregación dos viejas que antes de su conversión se habían estado calumniando
mutuamente, se habían arruinado el matrimonio la una a la otra, y también una
herencia. No eran capaces de recordar sucesos de ayer o de hacía una semana;
sin embargo, recordaban las ofensas de hacía cuarenta años y seguían
repasándose antiguas cuentas; se regañaban la una a la otra. Había un hermano
viejo que de repente se acordó de cómo otro hermano, hacía cuarenta y cinco
años, le había engañado en un negocio; quizá quería apartar el asunto aquel del
pensamiento; pero se le adhería como una astilla infectada y metida muy dentro.
Había un honrado capitán de cabello gris y una viuda piadosa y arrugada que en
sus tiempos jóvenes, mientras ella era esposa de otro hombre, habían estado
enamorados. Hacía poco, cada uno había empezado a lamentarse –al tiempo que pasaba
la carga de su culpa de sus propios hombros a los del otro y viceversa- y a
atormentarse por las terribles consecuencias que probablemente le acarrearía
para toda la eternidad precisamente quien había pretendido quererle mucho.
Palidecían en las reuniones de la casa amarilla, y cada uno evitaba la mirada
del otro.
A medida que
se acercaba el aniversario, Martine y Philippa sentían crecer el peso de la
responsabilidad. ¿Miraría el fiel padre a sus hijas desde lo alto y las tendría
por injustas administradoras? Hablaban entre sí, una y otra vez, de estas
cuestiones y se repetían la frase de su padre: que los senderos del Señor
cruzaban incluso mares salados y montañas cubiertas de nieve, donde los ojos
del hombre no podían descubrir huella alguna.
Un día de
este verano el correo trajo una carta de Francia para Madame Babette
Hersant. En sí, esto era algo sorprendente; pues durante doce años Babette no
había recibido ninguna carta. ¿Qué contendría?, se preguntaban las amas. Se la
llevaron a la cocina a fin de observar a Babette mientras la abría y la leía.
Babette la abrió, la leyó, alzó los ojos de la carta al rostro de sus señoras,
y les dijo que había salido su número de la lotería. Le habían tocado diez mil
francos.
La noticia
produjo tal impresión en las dos hermanas que durante un minuto entero no
pudieron decir una sola palabra. Estaban acostumbradas a recibir su modesta
pensión en pequeñas asignaciones, de modo que les resultaba difícil incluso
imaginar la cantidad de diez mil francos uno encima del otro. Luego le
estrecharon la mano a Babette, con sus manos un poco temblorosas. Jamás habían
estrechado la mano de una persona que un momento antes hubiera entrado en
posesión de diez mil francos.
Un rato
después, comprendieron que el acontecimiento las afectaba a ellas tanto como a
Babette. El país de Francia, comprendieron, se alzaba poco a poco ante el
horizonte de su criada, y consecuentemente la existencia de ellas mismas se
hundía bajo sus propios pies. Los diez mil francos que a ella la hacían rica...¡qué
pobre hacían la casa donde había servido! Una tras otra, las viejas y olvidadas
inquietudes y tribulaciones empezaron a acecharlas desde los cuatro rincones de
la cocina. Las felicitaciones se les murieron a flor de labios, y las
dos piadosas mujeres sintieron vergüenza de su propio silencio.
Durante los
días siguientes, anunciaron la noticia a sus amigos con el semblante alegre,
pero les aliviaba ver cómo las caras de sus amigos se ponían tristes al oír
aquello. Nadie, comprendieron en la Hermandad, podía culpar verdaderamente a
Babette: los pájaros vuelven a sus nidos y los seres humanos a su país de
nacimiento. Pero, ¿se daba cuenta esta buena y fiel criada de que al marcharse
de Berlevaag dejaría a muchas viejas y pobres personas sumidas en la aflicción?
Las hermanas pequeñas ya no tendrían tiempo que dedicar a los enfermos y
menesterosos. En efecto, las loterías eran cosa impía.
A su debido
tiempo, el dinero llegó a las oficinas de Cristianía (**) y a Berlevaag. Las dos
damas ayudaron a Babette a contarlo, y le dieron una caja para que lo guardase.
Manipularon los siniestros trozos de papel y se familiarizaron con ellos.
No se
atrevieron a preguntarle a Babette la fecha de su marcha. ¿Se atrevería a
esperar que se quedase con ellas hasta el 15 de diciembre?
Jamás habían
sabido con seguridad las dos hermanas hasta dónde era capaz la cocinera de
seguir o entender sus conversaciones privadas. De modo que se quedaron sorprendidas
cuando, una noche de septiembre, entró Babette en el salón, más humilde o
sumisa de lo que nunca la habían visto, a pedir un favor. Les suplicaba, dijo,
que le permitiesen preparar una cena para conmemorar el aniversario del deán.
Las dueñas
no habían pensado dar ninguna recepción. Una cena sencilla con una taza de café
era el banquete más caro al que habían invitado a ningún huésped. Pero los
oscuros ojos de Babette se mostraron tan ansiosos y suplicantes como los de un
perro; así que consintieron en dejarle hacer lo que quisiera. Al oír esto, el
semblante de la cocinera se iluminó.
Pero tenía
más cosas que decir. Quería, dijo, preparar una cena francesa, una verdadera
cena francesa, por esta única vez. Martine y Philippa se miraron. No les gustó
la idea; se daban cuenta de que no se sabía qué podía significar. Pero la misma
extrañeza de la petición las desarmó. No tuvieron argumento que oponer a la
proposición de confeccionar una verdadera cena francesa.
Babette dejó
escapar un largo suspiro de felicidad, pero no se movió. Tenía una petición más
que hacer. Suplicaba que le permitiesen pagar la cena francesa con su propio
dinero.
¡Ah, no,
Babette!- exclamaron las damas. ¿Cómo podía imaginar una cosa semejante? ¿Se
creía ella que iban a permitir que se gastase su precioso dinero en comida y
bebida...o en ellas? No, Babette; desde luego que no.
Babette dio
un paso adelante. Hubo algo formidable en ese movimiento, como el crecimiento
de una ola. ¿Había avanzado así, en 1871, para plantar la bandera roja en una
barricada? Habló, en un extraño noruego, con la clásica elocuencia francesa. Su
voz fue como una canción.
¡Señoras!
¿Les había pedido ella, durante doce años, algún favor? ¡No! ¿Y por qué?
Señoras, ¿ustedes, que rezan sus oraciones todos los días, pueden imaginar lo
que significa para un corazón humano no tener ninguna petición que hacer? ¿Qué
podía haber pedido Babette? ¡Nada! Esta noche brotaba una súplica desde el
fondo de su corazón. ¿No sienten, pues, esta noche, mis señoras, que les corresponde
concederlo con la alegría con que el buen Dios se la concede a ustedes?
Las damas,
durante un rato, no dijeron nada. Babette tenía razón; era su primera petición
en doce años; muy probablemente, sería la última. Decidieron pensarlo. Al fin y
al cabo, se dijeron, su cocinera tenía ahora más dinero que ellas, y una cena
podía no importar para una persona que poseía diez mil francos.
Su
consentimiento, al final, transfiguró completamente a Babette. Vieron que de
joven había sido hermosa. Y se preguntaron si en este momento, por primerísima
vez, no se habían convertido ellas en la “buena gente” de la carta de Achille
Papin.
VII. La
tortuga
En
noviembre, Babette emprendió un viaje.
Tenía que
hacer algunos preparativos, dijo a sus señoras, y necesitaría un permiso de una
semana o diez días. Su sobrino, el que antaño la trajera a Cristianía, aún
hacía la ruta marítima a esa ciudad; debía ir a verle, y hablar con él. Babette
soportaba muy mal el mar: hablaba de su único viaje
por mar, de Francia a Noruega, como de la experiencia más horrible
de su vida. Ahora se mostraba singularmente sosegada; las dos hermanas
comprendieron que su corazón estaba ya en Francia.
Diez días
después, regresó a Berlevaag.
¿Había
arreglado las cosas tal como deseaba? preguntaron sus amas. Sí, contestó, había
visto a su sobrino y le había entregado una lista de mercancías que debía
traerle de Francia. Para Martine y Philippa ésta fue una explicación oscura,
pero no querían saber nada de su marcha, así que no le hicieron más preguntas.
Babette
estuvo algo nerviosa durante las semanas siguientes. Pero un día de diciembre
anunció triunfal a sus señoras que las mercancías habían llegado a Cristianía,
y tras embarcarlas allí, habían llegado este mismo día a Berlevaag. Había
alquilado, añadió, a un viejo una carretilla para que se las trajera del puerto
a casa.
Pero ¿qué
mercancías, Babette?, preguntaron las señoras. Pues, mis señoras, replicó
Babette, los ingredientes para la cena del aniversario. Gracias a Dios, han
llegado todas de buen estado de París.
A todo esto,
Babette, como el demonio embotellado del cuento de hadas, había ensanchado y
aumentado en tales proporciones que sus señoras se sentían pequeñas en su
presencia. Ahora veían la comida francesa que se les venía encima como algo de
naturaleza y alcance incalculables. Pero jamás en la vida habían roto una
promesa; así que se pusieron en manos de su cocinera.
De todas
formas, cuando Martine vio entrar en la cocina una carretilla cargada de
botellas, se quedó petrificada. Tocó las botellas, y alzó una de ellas. “¿Qué
contiene esa botella, Babette? preguntó en voz baja. “¿No es vino?” “Vino, Madame!”,
contestó Babette. “No, Madame. ¡Es un Clos Vougeot de 1846!” Y tras una
pausa añadió: “De Philippe, de Rue Montorguel!” Martine jamás había sospechado
que los vinos pudiesen tener nombre, y se vio reducida al silencio.
Avanzada la
noche, abrió la puerta a una llamada, y se enfrentó nuevamente con la
carretilla, esta vez empujada por un joven marinero pelirrojo, como si el viejo
hubiese quedado atrás, muerto de cansancio. El joven le sonrió al tiempo que
descargaba de la carretilla un bulto voluminoso e indefinible. A la luz de la
lámpara, parecía como una piedra verdinegra; pero cuando la depositó en el
suelo de la cocina, surgió de ella súbitamente una cabeza de reptil que se
balanceó blandamente de un lado a otro. Martine había visto representaciones de
tortugas; incluso había tenido una tortuguita de mascota. Pero este ser era de
tamaño monstruoso y tenía una presencia terrible. Salió reculando de la cocina
sin decir palabra.
No se
atrevió a contarle a su hermana lo que había visto. Pasó la noche casi sin
conciliar el sueño; pensaba en su padre y sentía que en su mismo aniversario,
ella y su hermana estaban prestando su casa para la celebración de un
aquelarre. Cuando finalmente se quedó dormida, tuvo un sueño terrible, en el
que veía a Babette envenenando a los Hermanos y Hermanas, a Philippa y a ella
misma.
Ya de
madrugada, se levantó, se puso su abrigo gris y salió a la calle oscura. Anduvo
de casa en casa, abriendo su corazón a sus Hermanos y Hermanas, y confesando su
culpa. Ella y Philippa, dijo, no pretendían hacer mal alguno; habían concedido
a su criada una petición, pero no habían previsto qué podía ocurrir. Ahora no sabían
qué se les iba a dar de comer y de beber a sus invitados en el día del aniversario
de su padre. No llegó a mencionar la tortuga, pero estuvo presente en su
semblante y su voz.
Los
ancianos, como se ha dicho, conocían a Philippa y a Martine desde que eran
niñas; las habían visto llorar amargamente sobre una muñeca rota. Las lágrimas
de Martine habían arrancado lágrimas a sus propios ojos. Así que se reunieron
por la tarde y hablaron del problema.
Antes de volverse a separar prometieron, por las pequeñas
hermanas, guardar silencio, en el gran día, sobre todo lo que se refiriese a la
comida y la bebida. Nada de cuanto les pusiesen delante, ya fuesen ranas o
caracoles, arrancaría una palabra de sus labios.
Aún así
-dijo un Hermano de barba blanca-, la lengua es un pequeño adminículo que se
jacta de grandes cosas. A la lengua no la puede domesticar ningún hombre; es un
demonio indisciplinado y lleno de veneno mortal. El día de nuestro maestro
limpiaremos nuestra lengua de todo sabor y la purificaremos de toda delicia o
repugnancia de los sentidos, guardándola y preservándola para las funciones
superiores de alabanza y de acción de gracias.
Pocas eran
las cosas que ocurrían en la pacífica existencia de la fraternidad de
Berlevaag, de modo que en este momento estaban profundamente conmovidos y
elevados. Se estrecharon la mano en confirmación de su promesa, y para ellos
fue como si la hubiesen hecho ante el Maestro.
VIII. El himno
El domingo
por la mañana empezó a nevar. Los copos blancos caían rápidos y espesos; los
pequeños cristales de las ventanas de la casa amarilla quedaron embadurnados de
nieve.
A primera
hora de la mañana, un mozo de Fossum trajo a las dos hermanas una nota. La
anciana señora Loewenhielm todavía residía en su casa de campo. Ahora tenía
noventa años, estaba sorda como una tapia y había perdido el sentido del olfato
y del gusto. Pero había sido una de las primeras seguidoras del deán, y ni sus
achaques ni el viaje en trineo le impedirían ir a honrar la memoria del
Maestro. Ahora bien –decía-, su sobrino el general Lorens Loewenhielm, había
llegado inesperadamente de visita. Hablaba con profunda veneración del deán,
motivo por el cual les pedía permiso para traerle con ella. Eso le haría mucho
bien, ya que el querido muchacho parecía algo deprimido.
Martine y
Philippa recordaron entonces al joven oficial y sus visitas; hablar de viejos
tiempos felices les alivió su presente ansiedad. Contestaron que el general
Loewenhielm sería bien recibido. Llamaron también a Babette y le informaron que
ahora serían doce a cenar; añadieron que su último invitado había vivido en
París varios años. Babette pareció encantada con la noticia, y les aseguró que
había comida suficiente.
Las
anfitrionas hicieron sus pequeños preparativos en el cuarto de estar. No se
atrevieron a poner los pies en la cocina, pues Babette había conseguido
misteriosamente un cocinero de un barco del puerto –el mismo joven, se dio
cuenta Martine, que había traído la tortuga- para que le ayudase en la cocina y
a servir; y ahora la mujer morena y el muchacho pelirrojo, como una bruja y su
espíritu familiar, habían tomado posesión de estas regiones. Las dos hermanas
no sabían qué fuegos ardían o qué calderos borboteaban allí desde antes del
amanecer.
La
mantelería había sido mágicamente planchada, pulida la vajilla y traídos vasos
y frascos sólo Babette sabía de dónde. Como la casa del deán no tenía doce
sillas, habían trasladado al comedor el largo sofá de crin de caballo; y el
salón, poco amueblado de por sí, parecía ahora extrañamente desnudo y grande
sin él.
Martine y
Philippa hicieron cuanto pudieron para embellecer los dominios que les había
dejado. Fueran cuales fuesen las vicisitudes que aguardaban a sus invitados, en
todo caso no pasarían frío; durante todo el día las dos hermanas estuvieron
alimentando la vieja e imponente estufa con leños de abedul. Pusieron una
guirnalda de enebro alrededor del retrato de su padre, colgado en la pared, y
encendieron velas en la pequeña mesita de trabajo de la madre, debajo de él;
quemaron ramitas de enebro para perfumar la habitación. Entre tanto, se
peguntaban si llegaría el trineo de Fossum con este tiempo. Al final se
pusieron sus mejores y viejos vestidos negros y los crucifijos de oro de su
confirmación. Se sentaron, plegaron sus manos en el regazo y se encomendaron a
Dios.
Los viejos
Hermanos y Hermanas llegaron en pequeños grupos y entraron en la habitación
lenta y solemnemente.
Esta
habitación baja, con el piso desnudo y escaso mobiliario, era cara a los
discípulos del deán. De ventanas para afuera, se extendía el ancho mundo. Visto
desde aquí, ese mundo, con su blancura invernal, estaba siempre preciosamente
bordeado de rosa, azul y rojo gracias a la hilera de jacintos de los
alféizares. Y en verano, cuando las ventanas se abrían, el mundo tenía un marco
de muselina blanca que tremolaba blandamente.
Esta noche, los invitados fueron recibidos en el umbral por un
calor y un olor agradables, y miraron el rostro de su querido Maestro rodeado
de enebro. Sus corazones se ablandaron igual que los dedos entumecidos.
Un hermano
muy viejo, tras unos momentos de silencio, atacó con voz temblona uno de los
himnos del maestro:
Jerusalén,
mi hogar feliz,
Nombre
siempre caro a mí...
Una tras
otra, se unieron las demás voces: las voces inseguras y débiles de las mujeres,
los gruñidos profundos de los Hermanos, antiguos marineros y, por encima de
todas, el timbre claro de soprano de Philippa, un poco gastado por los años,
pero todavía angelical. Inconscientemente, el coro se cogió la mano. Cantaron
el himno hasta el final, pero no consintieron en dejarlo ahí, y siguieron con
otro:
No te
atribules ansioso
por la
comida y la ropa.
Algo
tranquilizadas con esto las dueñas de la casa, las palabras del tercer
versículo:
¿Darías a tu
hijo una piedra,
un reptil
para comer?...
le llegaron
a Martine directamente al corazón y le infundieron esperanzas.
En medio de
este himno, se oyeron cascabeleos en el exterior: los invitados de Fossum
habían llegado.
Martine y
Philippa salieron a recibirles y les pasaron al salón. La señora Loewenhielm,
con la edad, se había vuelto pequeñita, con la cara descolorida como un
pergamino, y muy sosegada. A su lado, el general Loewenhielm, alto, ancho y
rubicundo, con su uniforme flamante y el pecho cubierto de condecoraciones, se
contoneaba y resplandecía como un ave ornamental, un faisán dorado o un pavo
real, en esta apacible asamblea de grajos y cuervos negros.
IX. El
general Loewenhielm
El general
Loewenhielm había venido todo el trayecto desde Fossum a Berlevaag inmerso en
un extraño estado de ánimo. Hacía treinta años que no visitaba esta parte del
país. Ahora había venido a descansar de su ajetreada vida en la corte, y no
había encontrado la tranquilidad. La vieja casa de Fossum era bastante pacífica
y parecía algo patéticamente pequeña, después de las Tullerías y el Palacio de
Invierno. Pero tenía una figura inquietante: el joven teniente Loewenhielm
vagaba por sus habitaciones.
El general
Loewenhielm vio pasar junto a él su figura esbelta y apuesta. Y al pasar, el
joven le dirigió a este hombre mayor una mirada breve, y esbozó una sonrisa: la
sonrisa altiva y arrogante que los jóvenes dirigen a las personas de edad. El
general podía habérsela devuelto un poco afable y tristemente, como sonríen los
años a la juventud, de no haber sido porque no tenía humor para sonreír; como
su tía había dicho en su misiva, estaba en baja forma.
El general
Lewenhielm había conseguido todo aquello por lo que había luchado en la vida, y
era admirado y envidiado por todos. Sólo él conocía un hecho que no concordaba
con su próspera existencia: no era completamente feliz. Había algo que andaba
mal, y tanteaba cuidadosamente por todo su yo como se tantea para localizar el
sitio donde uno tiene clavada una espina invisible y profunda.
Gozaba
altamente del favor real; había cumplido bien en su profesión y tenía amigos
por todas partes. La espina no estaba alojada en ninguno de estos sitios.
Su esposa
era una mujer brillante y todavía estaba de buen ver. Quizá descuidaba un poco
su propia casa a causa de las visitas y las fiestas; cambiaba de criados cada
tres meses y al general se le servían las comidas con una gran falta de
puntualidad. El general, que daba gran valor a la comida, sentía por esto un
ligero rencor hacia su esposa, y la culpaba secretamente de las indigestiones
que a veces padecía. No obstante, la espina tampoco estaba aquí.
Además,
últimamente le venía sucediendo algo absurdo al general Loewenhielm: se
sorprendía a sí mismo preocupándose por su alma inmortal. ¿Tenía alguna razón
para ello? Era una persona moral, fiel a su rey, a su esposa y a sus amigos, y
un ejemplo para todo el mundo. Pero había momentos en que le parecía que el
mundo no era una cuestión moral, sino mística. Se miraba en el espejo, observaba la hilera de condecoraciones de su pecho y
suspiraba para sí: “¡Vanidad de vanidades y todo es vanidad!”.
El extraño
encuentro en Fossum le había impulsado a hacer el balance de su vida.
El joven
Lorens Loewenhielm había atraído a los sueños y las fantasías como una flor
atrae a las abejas y las mariposas. Había luchado por liberarse de todo eso;
había huido, pero los sueños y las fantasías habían seguido tras él. Había
tenido miedo de la Huldre de la leyenda familiar, y había declinado su
invitación a entrar en la montaña; había rechazado firmemente el don de la
clarividencia.
El maduro
Lorens Loewenhielm se sorprendió a sí mismo deseando que acudiese a él aunque
fuera un pequeño sueño, y que le mirase una mariposa gris de la noche antes de
que oscureciese. Se sorprendió deseando tener la clarividencia, como un ciego
ansía la facultad normal de la visión.
¿Puede el
total de la suma de las victorias, a lo largo de muchos años y países, dar como
resultado una derrota? El general Loewenhielm había hecho realidad los deseos
del teniente Loewenhielm, y había satisfecho sobradamente sus ambiciones. Podía
afirmarse que había conquistado el mundo entero. Y había llegado a esto: a que
el hombre maduro se volviese ahora hacia la figura joven e ingenua para
preguntarle gravemente, incluso amargamente, en qué había salido ganando. En
alguna parte había perdido algo.
Cuando la
señora Loewenhielm le habló a su sobrino del aniversario del deán, y él decidió
acompañarla a Berlevaag, su decisión no había sido la aceptación normal de una
invitación a una cena.
Esta noche,
resolvió, resarciría al joven Lorens Loewenhielm, que había sido apocado y
cohibido en casa del deán, y al final se había sacudido el polvo de las botas
de montar. Haría que el joven se probase a sí mismo, de una vez por todas, que
treinta y un años atrás había hecho la elección adecuada. Las habitaciones
bajas, el arenque y el vaso de agua que pondrían delante de él, en la mesa,
probarían que la existencia de Lorens Loewenhielm, en medio de todo esto,
habría sido muy pronto absolutamente desgraciada.
Dejó que su
pensamiento se extraviase en la lejanía. En París había ganado una vez un concours
hipique y había sido felicitado por los más altos oficiales de caballería
franceses, príncipes y duques entre ellos. Se había celebrado una comida en su
honor en el restaurante más elegante de la capital. Frente a él, en la mesa,
había estado sentada una noble dama, una famosa belleza a la que desde hacía
tiempo galanteaba. En medio de la cena, ella había alzado sus ojos
aterciopelados y negros por encima del borde de su copa de champán y, sin
palabras, le había prometido hacerle feliz. Ahora, en el trineo, recordó de
pronto que había visto entonces, por un segundo, el rostro de Martine ante él,
y lo había rechazado. Durante un rato escuchó el tintinear de cascabeles del
trineo; luego sonrió un poco mientras reflexionaba sobre cómo dominaría esta
noche la conversación en torno a la misma mesa en la que el joven Lorens
Loewenhielm había permanecido callado.
Los grandes
copos caían espesamente; detrás del trineo, el rastro se borraba con rapidez.
El general Loewenhielm iba sentado sin moverse al lado de su tía, con la
barbilla hundida en el grueso cuello de piel de su abrigo.
X. La cena
de Babette
Cuando el
pariente pelirrojo de Babette abrió la puerta del comedor y los invitados
cruzaron el umbral, se soltaron las manos y enmudecieron. Pero fue un silencio
dulce; porque, en espíritu, aún cantaban con las manos cogidas.
Babette
había puesto una fila de velas en el centro de la mesa; las pequeñas llamas
brillaban sobre las chaquetas, los vestidos negros y el uniforme escarlata y se
reflejaron en los ojos claros y húmedos.
El general
Loewenhielm vio el rostro de Martine a la luz de las velas tal como lo había
visto al despedirse, hacía treinta años. ¿Qué huellas habían dejado en él
treinta años de vida en Berlevaag? El cabello rubio estaba ahora veteado de hebras
plateadas; el rostro sonrosado se había vuelto de alabastro. Pero ¡qué serena
era la frente, qué pacíficos y confiados sus ojos! ; la boca, como si jamás
hubiese pasado por sus labios una palabra precipitada, qué pura y dulce!
Cuando todos estuvieron sentados, el miembro más anciano de la
congregación dio gracias con palabras del deán:
Que este
alimento mantenga mi cuerpo,
que mi
cuerpo sostenga mi alma,
y mi alma,
con palabra y obra,
dé gracias
por todo al Señor.
A la palabra
“alimento”, los invitados, con sus viejas cabezas inclinadas sobre sus manos
juntas, recordaron que habían prometido no decir nada sobre el particular, y en
sus corazones se reafirmaron en esta promesa: ¡no dedicarían siquiera un
pensamiento a tal cosa! Estaban sentados a comer, eso sí, tal como se sentaron
las gentes en las bodas de Caná. Y la gracia decidió manifestarse allí, en el
mismo vino, tan espléndidamente como en cualquier otro lugar.
El joven
ayudante de Babette llenó un vasito a cada uno de los comensales, y éstos se lo
llevaron a los labios gravemente, confirmando de este modo su resolución.
El general
Loewenhielm, algo receloso del vino, bebió un pequeño sorbo; se sobresaltó, se
lo llevó a la nariz, luego a los ojos y se quedó perplejo. “¡Esto es muy
extraño!”, pensó. “¡Amontillado! ¡El mejor amontillado que he probado jamás!”
Un momento después, y para someter a prueba sus sentidos, tomó una cucharada de
sopa, tomó una segunda, y dejó la cuchara. “¡Esto es extraño por demás!”, se
dijo a sí mismo. “Porque sin duda estoy tomando sopa de tortuga... ¡y qué sopa!”
Se sintió dominado por una especie de pánico y vació el vaso.
Normalmente,
en Belevaag, la gente no habla mucho durante las comidas. Pero, de alguna
forma, esta noche se soltaron las lenguas. Un Hermano viejo contó la historia
de su primer encuentro con el deán. Otro analizó aquel sermón que sesenta años
atrás había propiciado su conversión. Una anciana, la misma a la que Martine
había contado sus inquietudes en primer lugar, recordó a sus amigos cómo, en toda
aflicción, cualquier Hermano o Hermana estaba dispuesto a compartir la carga
con los demás.
El general
Loewenhielm, que debía dominar la conversación de la mesa, contó que la
colección de sermones del deán era uno de los libros favoritos de la reina.
Pero al servirse un nuevo plato guardó silencio. “¡Increíble!”, se dijo. “¡Es
un Blinis Demidoff!” Miró en torno suyo a los comensales. Todos ellos comían en
silencio su Blinis Demidoff sin el menor signo de sorpresa o aprobación, como
si lo hubiesen estado comiendo todos los días durante treinta años.
Un Hermano,
al otro lado de la mesa, abordó el tema de los extraños sucesos que solían
ocurrir cuando el deán todavía estaba entre sus hijos, y que uno podía
aventurarse a calificar de milagrosos. ¿Recordaban, preguntó, la vez en que
prometió un sermón de Navidad al pueblo del otro lado del fiordo? Desde hacía
dos semanas, el tempo venía siendo tan malo que ningún patrón o pescador quería
arriesgarse a cruzar. Los lugareños fueron perdiendo las esperanzas; pero el
deán les dijo que si no le llevaba ninguna embarcación iría a ellos caminando
sobre las olas. ¡Y ya veis! Tres días antes de Navidad amainó la tormenta,
llegó el frío y el fiordo se heló de orilla a orilla... ¡Cosa que ningún hombre
recordaba que hubiera sucedido anteriormente!
El ayudante
de Babette llenó los vasos una vez más. Ahora los Hermanos y las Hermanas se
dieron cuenta de que lo que les daban a beber no era vino, puesto que
centelleaba. Debía de ser una especie de limonada. La limonada iba tan bien con su exaltado
estado de ánimo que parecía elevarles del suelo hacia una esfera más alta y más
pura.
El general
Loewenhielm dejó el vaso otra vez, se volvió hacia su vecino de la derecha y le
dijo: “Pero esto es un Veuve Cliquot de 1860, ¿verdad? Su vecino le miró
afablemente, le sonrió e hizo un comentario sobre el tiempo.
El ayudante
de Babette había recibido instrucciones: llenó los vasos de la Hermandad una
sola vez, pero volvía a llenar el del general tan pronto como lo veía vacío, y
el general lo vaciaba rápidamente una y otra vez. ¿Pues cómo debe comportarse
un hombre cuando no puede fiarse de sus sentidos? Es preferible estar borracho
a estar loco.
Muy
frecuentemente la gente de Berlevaag, en el curso de una buena comida, se
siente algo pesada. Esta noche no ocurría así. A medida que comían y bebían,
los convives se sentían cada vez más ligeros de peso y de corazón. Ya no
necesitaban tener presente su promesa. Es, se daban cuenta, en el momento en
que el hombre no sólo olvida por completo, sino que renuncia firmemente a toda
clase de alimento y bebida, cuando come y bebe con el adecuado estado de ánimo.
El general
Loewenhielm dejó de comer y se quedó inmóvil. Una vez más se sintió
transportado a aquella cena en París, cuyo recuerdo le había venido a la
memoria en el trineo. En ella habían servido un plato increíblemente suculento
y recherché; en aquella ocasión le había preguntado el nombre a su vecino,
el coronel Galliffet, y el coronel le había dicho sonriente que se llamaba cailles
en sarcophague. Le había dicho además que el plato lo había inventado el chef
del mismo café en el que estaban cenando, persona conocida en todo París
como el genio culinario más grande de su tiempo, que –sorprendentemente- ¡era
una mujer! “Y en efecto”, había dicho el coronel Galliffet, “esta mujer está
convirtiendo una cena en el Café Anglais en una especie de aventura
amorosa..., ¡en una aventura sentimental de esa noble y romántica categoría en
la que uno ya no distingue entre el apetito corporal o espiritual y la
saciedad! Antes de ahora, he sostenido un duelo por una hermosa dama. ¡Por
ninguna otra en todo París, mi querido amigo, habría derramado más gustosamente
mi sangre!” El general Lowenhielm se volvió hacia su vecino de la izquierda y
le dijo: “Pero ¡esto son cailles en sarcophague!” El vecino, que había
estado escuchando la descripción de un milagro, le miró con ojos ausentes,
asintió luego con la cabeza y contestó: “Sí, sí; por supuesto. ¿Qué otra cosa
podía ser?”
De los
milagros del Maestro, la conversación en torno a la mesa había pasado a los
milagros menores de bondad y generosidad que realizaban a diario sus hijas. El
viejo Hermano que al principio había iniciado el himno citó la frase del deán:
“Las únicas cosas que podemos llevarnos con nosotros de esta vida en la tierra
son aquellas de las que nos hemos desprendido.” Los invitados sonrieron: ¡en
qué nababs no se convertirían estas pobres y sencillas doncellas en el
otro mundo!
El general
Loewenhielm ya no se extrañó de nada. Cuando, minutos más tarde, vio uvas,
melocotones e higos frescos ante sí se echó a reír, comentándole al vecino que
tenía al lado de la mesa: “¡Hermosas uvas!” Su vecino replicó: “Y fueron al
arroyo de Eshcol, y cortaron una rama en un racimo de uvas. Y la colgaron de un
bastón.”
Ahora el
general consideró que había llegado el momento de pronunciar un discurso. Se
levantó y se quedó muy tieso.
Nadie más de
la mesa se levantó a hablar. Las personas ancianas alzaron los ojos hacia el
rostro que tenían por encima de ellas con intensa y feliz expectación. Estaban
habituados a ver marineros y vagabundos completamente borrachos de tosca
ginebra del país, pero no reconocieron en un guerrero y un cortesano la
embriaguez producida por el vino más noble del mundo.
XI. El
discurso del general.
- Dijo el general: -"La misericordia y la verdad, amigos míos, se han abrazado. La Justicia
y la Paz se besarán mutuamente".
Hablaba con
una voz clara que había adiestrado en el campo de instrucción y había resonado
dulcemente en los salones reales; sin embargo, hablaba de forma tan nueva para
él mismo, y tan extrañamente conmovedora, que después de la primera frase tuvo
que hacer una pausa. Porque tenía costumbre de pronunciar sus discursos con
cuidado, consciente de su invención; pero aquí, en medio de la sencilla
congregación del deán, era como si la figura entera del general Loewenhielm, con su pecho cubierto de condecoraciones, no fuese
más que un megáfono dispuesto para el mensaje que iba a pronunciar.
-"El hombre,
amigos míos" –dijo el general Loewenhielm-, "es frágil y estúpido. Se nos ha
dicho que la gracia hay que encontrarla en el universo. Pero en nuestra miopía
y estupidez humanas, imaginamos que la gracia divina es limitada. Por esa razón
temblamos..." –nunca hasta ahora había confesado el general que temblaba; se
quedó sinceramente sorprendido, y hasta estupefacto, al oír su propia voz
proclamando tal cosa-. "...Temblamos antes de hacer nuestra elección en la vida; y
después de haberla hecho, seguimos temblando por temor a haber elegido mal.
Pero llega el momento en que se abren nuestros ojos, y vemos y comprendemos que
la gracia es infinita. La gracia, amigos míos, no exige nada de nosotros, sino
que la esperemos con confianza y la reconozcamos con gratitud. La gracia,
hermanos, no impone condiciones y no distingue a ninguno de nosotros en
particular; la gracia nos acoge a todos en su pecho y proclama la amnistía
general. ¡Mirad! Aquello que hemos elegido se nos da; y aquello que hemos
rechazado es derramado sobre nosotros en abundancia. ¡Pues la misericordia y la
verdad se han abrazado y la rectitud y
la dicha se han besado mutuamente!..."
Los Hermanos
y Hermanas no comprendieron del todo el discurso del general; pero su rostro
sereno e inspirado, y el sonido de las palabras familiares y queridas,
inundaron y conmovieron todos los corazones. Así es como, treinta años después,
el general Loewenhielm consiguió dominar la conversación en casa del deán.
De lo que
ocurrió más tarde nada puede consignarse aquí. Ninguno de los invitados tenía
después ciencia clara de ello. Sólo recordaban que los aposentos habían estado
llenos de una luz celestial, como si diversos halos se combinaran en un
resplandor glorioso. Las viejas y taciturnas gentes recibieron el don de
lenguas; los oídos, que durante años habían estado casi sordos, se abrieron por
una vez. El tiempo mismo se había fundido en eternidad. Mucho después de la
media noche, las ventanas de la casa resplandecían como el oro, y doradas
canciones se difundían en el aire invernal.
Los
corazones de las dos viejas que antes se habían calumniado retrocedieron ahora
más allá del período maligno al que habían vivido aferradas, hasta esos días de
su primera juventud en que, juntas, se preparaban para la confirmación e
inundaban de canciones los caminos de Berlevaag cogidas de la mano. Un Hermano
de la congregación le dio un golpe a otro en las costillas, a modo de caricia
entre chicos, y exclamó: “¡Tú me engañaste con aquella madera, sinvergüenza!”
El Hermano así interpelado estuvo a punto de caerse al suelo acometido por un
ataque de celestial risa; pero brotaron lágrimas de los ojos. “Sí, te engañé,
querido Hermano”, contestó, “te engañé”. El capitán Halvorsen y Madam Oppegaarden,
de repente, se sorprendieron muy juntos en un rincón, dándose el largo beso
para el que el incierto y secreto amor de su juventud jamás les había brindado
ocasión.
La grey del
viejo deán estaba formada por gente humilde. Cuando, pasado el tiempo, pensaban
en esta noche, nunca se les ocurría que aquella exaltación se debiera a sus
propios méritos. Se daban cuenta de que les fue concebida la gracia infinita de
que el general Loewenhielm les había hablado, y ni siquiera se maravillaban de
ello, pues no había sino el cumplimiento de una esperanza siempre presente. Las
vanas ilusiones de este mundo se habían disuelto ante sus ojos como el humo y
habían visto el universo como verdaderamente es. Se les había concedido una
hora de eternidad.
La vieja
señora Loewenhielm fue la primera en marcharse. Su sobrino la acompañó, y las
anfitrionas salieron a despedirles con luces. Mientras Philippa ayudaba a la
vieja dama a ponerse sus múltiples envolturas, el general cogió la mano de
Martine y se la retuvo largo rato en silencio. Por último, dijo:
- He estado
con usted cada día de mi vida. Sabe usted que es cierto, ¿verdad?
- Sí –dijo
Martine-; sé que lo es.
- Y
–prosiguió él- seguiré estándolo cada uno de los días que me queden por vivir.
Cada noche me sentaré, si no corporalmente, lo que no significa nada, sí de
manera espiritual, que lo es todo, a cenar con usted, exactamente igual que esta noche. Pues
esta noche he aprendido, querida hermana, que en este mundo todo es posible.
- Sí; así
es, querido hermano –dijo Martine-. En este mundo todo es posible.
Dicho esto,
se despidieron.
Cuando
finalmente se disolvió la reunión, había cesado de nevar. El pueblo y las
montañas tenían un esplendor blanco, ultraterreno, y en el cielo brillaban
miles de estrellas. En la calle, la nieve era tan espesa que resultaba difícil
caminar. Los invitados de la casa amarilla se fueron a pie y andaban haciendo
eses, se caían sentados o sobre las manos y rodillas, y se levantaban cubiertos
de nieve, como si se hubiesen lavado los pecados y hubiesen quedado tan blancos
como la lana; y con este vestido de inocencia recobrada andaban retozando como
corderos. Era maravilloso para todos ellos haberse vuelto como niños; era
bienaventuradamente gracioso ver a los Hermanos, que tan en serio se tomaban
entre ellos, inmersos en esta especie de segunda niñez celestial. Daban
traspiés, se enderezaban, caminaban o se quedaban parados, formando a veces una
gran cadena de beatíficos lanciers.
-
“¡Benditos, benditos, benditos seáis!”, resonaba por todas partes como un eco
de la armonía de las esferas.
Martine y
Philippa permanecieron largo rato en la escalera de piedra del portal. No
sentían frío. “Las estrellas están más cerca”, dijo Philippa.
- Se
acercarán todas las noches- dijo Martine en voz baja-. Es muy posible que no
vuelva a nevar más.
En esto, sin
embargo, se equivocaba. Una hora después empezaba a nevar otra vez, y cayó una
nevada como nunca se había conocido en Berlevaag. A la mañana siguiente, las
gentes apenas podían abrir sus puertas contra la nieve acumulada. Las ventanas
de las casas estaban tan espesamente cubiertas, según se contaba años después,
que muchos buenos vecinos del pueblo no se dieron cuenta de que había amanecido
y siguieron durmiendo hasta bien entrada la tarde.
XII. La
gran artista.
Cuando
Martine y Philippa cerraron la puerta se acordaron de Babette. Una oleada de
ternura y de piedad las invadió: sólo Babette no había participado de la dicha
de esa noche.
Así entraron
en la cocina, y Martine le dijo a Babette:
- Ha sido
una cena maravillosa, Babette.
Sus
corazones se llenaron súbitamente de gratitud. Comprendían que ninguno de sus
invitados había dicho una sola palabra sobre la comida. Efectivamente, por mucho
que se esforzaban, no recordaban ninguno de los platos que se habían servido.
Martine se acordó de la tortuga. No había visto absolutamente nada de ella, y
ahora le parecía muy vaga y lejana; muy posiblemente, no era más que una
pesadilla.
Babette estaba
sentada en el tajo, rodeada de las más negras y grasientas cacerolas y sartenes
que sus señoras hubieran visto en la vida. Estaba tan pálida y tan mortalmente
agotada como la noche en que apareció y se desvaneció en el umbral.
Al cabo de
largo rato, las miró a la cara y dijo:
- En otro
tiempo fui cocinera del Café Anglais.
Martine
repitió:
- Todos han
dicho que fue una cena espléndida –y como Babette no decía nada, añadió: -
Todos recordaremos esta noche, cuando usted regrese a París, Babette.
Babette
dijo:
- No voy a
regresar a París.
- ¿No va a
volver a París?- exclamó Martine.
- No, -dijo
Babette-. ¿Qué haría yo en París. Todos han desaparecido. Los he perdido a
todos, Mesdames.
El
pensamiento de las hermanas voló hacia Monsieur Hersant y su hijo, y
dijeron:
- ¡Oh, mi
pobre Babette!
- Sí, todos
han desaparecido –dijo Babette- ¡El duque de Morny, el duque de Descazes, el
príncipe Narishkine, el general Galliffet, Aurélian Scholl, Paul Darm, la
princesa Pauline, todos!
Aquellos nombres y títulos desconocidos de personas que habían
muerto para Babette dejaron a las dos hermanas ligeramente confundidas; pero
había tan infinita perspectiva de tragedia en el anuncio que en su sensible
estado espiritual sintieron aquellas pérdidas como propias, y sus ojos se
llenaron de lágrimas.
Al final de
otro largo silencio, Babette les sonrió súbitamente y dijo:
- ¿Cómo iba
yo a regresar a París, Mesdames? No tengo dinero.
- ¿¡Que no
tiene dinero!? –exclamaron las dos hermanas al unísono.
- No, -dijo
Babette.
- Pero, ¿y
los diez mil francos? –preguntaron las hermanas con una horrorizada aspiración.
- Esos diez
mil francos los he gastado. Mesdames –dijo Babette.
Las dos
hermanas tuvieron que sentarse. Durante un minuto, no fueron capaces de hablar.
- ¿Los diez
mil? –susurró despacio Martine.
- ¿Qué
quieren ustedes, Mesdames,- dijo Babette con gran dignidad-. Una cena
para doce en el Café Anglais habría costado diez mil francos.
Las damas
seguían sin saber qué decir. La noticia era incomprensible para ellas, pero en
cierto modo esa noche había habido muchas cosas que escapaban a toda
comprensión.
Martine
recordó un cuento que había oído a un amigo de su padre que estuvo de misionero
en África. Había salvado la vida de la esposa favorita de un viejo jefe, y para
demostrar su gratitud el jefe le invitó a un rico banquete. Sólo mucho después
se enteró el misionero, por su criado negro, de que lo que se había comido era
un nieto pequeño del jefe, guisado en honor del gran hombre-medicina cristiano.
Martine se estremeció.
Pero a
Philippa se le derritió el corazón. Parecía que una noche inolvidable debía
terminar con una prueba inolvidable de lealtad y abnegación humanas.
- Querida
Babette- dijo suavemente-, no ha debido desprenderse de cuanto tenía por
nosotras.
Babette
dirigió a su señora una mirada profunda, una mirada extraña. ¿No había piedad,
incluso burla, en el fondo de aquella mirada?
- ¿Por
ustedes? –replicó-. No. Ha sido por mí.
Se levantó
del tajo y se quedó de pie ante las hermanas.
- ¡Yo soy
una gran artista! –dijo. Calló un momento y luego repitió-: Soy una gran
artista, Mesdames.
Otra vez,
durante largo rato, se hizo un profundo silencio en la cocina. Luego dijo
Martine:
- Entonces,
ahora será pobre toda su vida, Babette.
- ¿Pobre?
–dijo Babette. Sonrió como para sí-. No, nunca seré pobre. Ya es he dicho que
soy una gran artista. Una gran artista, Mesdames, jamás es pobre.
Tenemos algo, Mesdames, sobre lo que los demás no saben nada.
Mientras la
hermana mayor no encontraba nada más que decir, en el fondo del corazón de
Philippa vibraron cuerdas olvidadas. Porque ella había oído, antes de ahora,
hacía mucho tiempo, hablar del Café Anglais. Había oído, antes de ahora,
hacía mucho tiempo, los nombres de la trágica lista de Babette. Se levantó y
dio un paso hacia la criada.
- Pero toda
esa gente a la que ha mencionado –dijo-, esos príncipes y esas gentes de París
de que habla, Babette... usted ha luchado contra ellos. ¡Usted es una communard!
¡El general al que ha nombrado es el que mató a su marido y a su hijo!
¿Cómo puede afligirse por ellos?
Los ojos
negros de Babette se encararon con los de Philippa.
- Sí –dijo-,
fui una communard. ¡Gracias a Dios, fui una communard! Y las
personas que he nombrado, Mesdames, eran malvados y crueles. Dejaban que
la gente se muriese de hambre; oprimían a los pobres y les hacían objeto de
injusticias. Gracias a Dios, he estado en las barricadas; ¡cargaba el fusil de
mis hombres! Pero de todos modos, Mesdames, no volveré a Paris, ahora
que esas personas de las que he hablado ya no están allí.
Permaneció
inmóvil, sumida en sus pensamientos.
- Esas
gentes, Mesdames, -dijo por fin-, me pertenecen, eran mías. Habían sido
criadas y educadas con mayores gastos de lo que ustedes, mis pequeñas señoras,
podrían imaginar o creer jamás, para comprender a la gran artista que soy. Yo
podía hacerles felices. Cuando ponía todo mi empeño, les hacía perfectamente
felices.
Calló un
momento.
- Lo mismo
que le ocurría a Monsieur Papin –dijo.
- ¿A Monsieur Papin?
–preguntó Philippa.
- Sí, con su Monsieur Papin,
mi pobre señora –dijo Babette-. Me lo decía él mismo: “Es terrible e
insoportable para un artista”, decía, “ser alentado, aplaudido para hacer una
cosa lo mejor posible, por segunda vez.” Y decía: “A través del mundo se
propaga un grito largo que brota del corazón del artista: ¡dejad que lo haga lo
mejor que me sea posible!”
Philippa se acercó a Babette y
la rodeó con sus brazos. Sintió el cuerpo de la cocinera contra el suyo como un
monumento de mármol, pero se estremeció y tembló ella misma de pies a cabeza.
Durante un rato no pudo hablar.
Luego susurró:
- ¡Sin
embargo, esto no es el fin! Tengo la impresión, Babette, de que esto no es el
fin. En el Paraíso usted será la gran artista que Dios quería que fuese. ¡Ah!
–añadió, con las lágrimas corriéndole por las mejillas-. ¡Ah, cómo deleitará a
los ángeles!
(*) Nombre artístico de la escritora danesa Karen Blixen (1885-1982).
(**) El nombre Communards se refiere a los revolucionarios de la Comuna de París de 1871. El nombre parece haberse utilizado para expresar simpatías políticas al tiempo que se evitan las conexiones inmediatas con el activismo contemporáneo.
(***) Antiguo nombre de Oslo.
Es un bello relato, pero de veras que me desconcierta; había estado todo el tiempo en la película, pero va mucho mas allá. Muy hermoso
ResponderEliminarEl tema de la comida como máxima expresión de la caridad ha sido reiterativo. No en vano la cena de Pascua es el centro de la cultura occidental y toda celebración gira en torno al banquete. El Festin de Babette es una de las más bellas expresiones este valor supremo de la civilización.
ResponderEliminarEl tema de la comida como máxima expresión de la caridad ha sido reiterativo. No en vano la cena de Pascua es el centro de la cultura occidental y toda celebración gira en torno al banquete. El Festin de Babette es una de las más bellas expresiones este valor supremo de la civilización.
ResponderEliminarMaravilloso cuento. Vi la película a finales de los 80´s, aunque muy bien llevada, el escrito es sublime. Gracias por compartirlo
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