sábado, 25 de mayo de 2013

Informe médico

                                                                                               Vicente Lecuna




                                      (Fragmentos)


                                        




El anestesiólogo, uno de los fundadores, todavía seguía trabajando. Intubaba y dormía niños y luego se dormía sentado en una silla cómoda, mientras su enfermera ayudante vigilaba sus signos vitales. Hasta que en una intervención ortopédica sencilla de una niña, por una pequeña deformación en un pie, la dejó durmiendo para siempre. Ella contaba con tres años de edad. Para sus colegas, cómplices y compañeros de trabajo, en cuenta de la ventaja de que los testigos callarían, los cirujanos no son responsables de los actos de los anestesiólogos, se cubrieron mejor las espaldas y, para evitar problemas jurídicos que los desprestigiaran, le asignaron al anestesiólogo una pensión vitalicia, y subcontrataron a uno más joven, mientras trataban de conseguir, fuera de tribunales, algún arreglo con la familia. Eso fue hace más de 30 años y todavía no ha pasado nada.







Una joven y recién graduada interna de una clínica privada realizó una historia de ingreso un domingo en la noche a una paciente de 20 años que padecía, desde hace 5, un dolor en la fosa ilíaca derecha asociado a estreñimiento pertinaz. La paciente fue ingresada por un cirujano para hacerle una resección quirúrgica del apéndice cecal debido a una apendicitis crónica, entidad que había dejado de ser quirúrgica años atrás. La interna escribió estreñimiento como diagnóstico en la historia. Al día siguiente, cuando el anestesiólogo leyó en voz alta el diagnóstico antes de proceder a dormir a la paciente, se hizo un silencio en el pabellón. El lunes, a pesar de que el diagnóstico de la interna era el correcto, recibió una carta de despido. 









Cada tres meses, el último jueves del mes, en la época cuando las monjas estaban encargadas de la clínica, llegaba un hombre mayor acompañado por una mujer, entre las ocho y nueve de la noche, relatando un dolor localizado en la parte anterior del tórax, irradiado al brazo izquierdo, de aparición repentina, intensidad fuerte, carácter opresivo, duración continua, acompañado de náuseas, pero sin vómitos. El electro y las enzimas resultaban normales, sin embargo lo internaban para su observación con el diagnóstico de sospecha de infarto, y lo dejaban en reposo absoluto con seis electrodos aplicados a la región precordial para el registro continuo en el electro, y un manguito de goma en el brazo para medir la tensión arterial cada 15 minutos.
Al día siguiente, después de un segundo electro, una prueba de esfuerzo, ecocardiograma y doppler a color, y una nueva determinación de los niveles sanguíneos de las enzimas indicadoras de la necrosis miocárdica, egresaba con el diagnóstico de cor sano. Llevaba tres años así, hasta que una camarera comentó que la habitación permanecía cerrada con llave toda la noche cada vez que el hombre y su mujer estaban hospitalizados. Entonces la monja superiora, acompañada por el residente de guardia, una noche utilizó la llave maestra y los encontró durmiendo en la cama, ella encima y él abajo. Se excusaron de manera formal y pidieron a la monja que los dejara hablar con el médico.
Como si estuvieran relatando un caso clínico en una reunión científica o un informe técnico ante cualquier comité, explicaron que la habitación de la clínica era el único lugar donde habían podido alcanzar un orgasmo. Habían fracasado en hoteles, parques, moteles, piscinas, automóviles, terrazas abiertas o techadas, galpones, en navíos en baja o alta mar, en la arena o en el agua de playas solitarias, ascensores detenidos, closets, baños privados o públicos y en lugares tan curiosos como el jardín zoológico durante la noche, el Museo de Arte Contemporáneo en horarios de visita, la plaza Bolívar y contra la reja cerrada de una estación del Metro fuera de servicio.
Ingresar a una clínica les resultaba complicado, tomando en cuenta las restricciones crecientes impuestas por las compañías de seguro.










(*) Vicente Lecuna Torres: Venezolano nacido en Washington en 1939. Médico gastroenterólogo. Médico Cirujano   ( 1964).  Doctor en Ciencias Médicas (1976 )en la Universidad Central de Venezuela. Ha sido Director de la Escuela de Medicina "Razetti" y Decano de la Facultad de Medicina de dicha Universidad. Ha publicado numerosos trabajos científicos y un libro de texto de su especialidad, además de una colección de cuentos: "Informes del Director de la Oficina" (1988), una novela, "Anahitá" (1997) e "Informe Médico" (Mondadori, Caracas,2006) del cual publicamos tres fragmentos con su autorización.

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