viernes, 1 de agosto de 2014

DOS GRANDES LECTORES


                                        RICARDO GIL OTAIZA   (*)








Leer debería representar para todos una necesidad interior, un anhelo profundo que busque llenar ese vacío que necesariamente conlleva la cotidianidad, el día a día, la repetición mecánica de actividades que llega a ser una insoportable carga anímica. El verdadero lector no se aflige por las páginas y los libros pendientes, ni busca excusas para postergar la actividad, como quien escurre el bulto frente a una pesada tarea escolar. Nada de eso.  El lector de veras asume el proceso de la lectura como parte de su ser; como esa energía que es inherente a la vida misma y no se puede dudar entre hacerla o dejarla para otro día.

La lectura se convierte entonces en parte de nosotros mismos; en una representación de aquello que somos y ante lo cual no existe vacilación ni extravío.  La historia de la literatura nos presenta extraordinarios de casos de lectores que han dejado su aliento en las páginas de los libros, que han hecho de la relación con el texto un binomio, una dupla perfecta, hasta alcanzar cimas elevadas de completud intelectual y espiritual sin las que no podrían definirse como tales. Borges es en este sentido el lector por antonomasia; el lector voraz que estableció con los libros una empatía más allá de lo terreno hasta profundizar en el plano de lo metafísico. Borges y la lectura (o el libro) son, por decirlo de alguna manera, una misma cuestión, una misma esencia; una individualidad sólo escindida por la compleja postura  intelectual ante lo leído, que implicó  hasta su muerte, eso sí, su única distancia. 





Borges era sus libros y sus lecturas y jamás pudo comprender su existencia más allá de las páginas y de la letra impresa; traducida luego en lectura a medida en que fue perdiendo la visión hasta quedar completamente ciego (cuestión que le venía de familia ya que su padre perdió la visión en la edad madura). Y esta realidad la comprendieron todos quienes formaron parte de su círculo íntimo, de su mundo de relaciones, y no osaron desvincular jamás esa amalgama perfecta dada entre un lector puro y su razón de ser libresca, porque hubiese sido sencillamente impensable, inaudito en una personalidad como la de Borges: fundida, entendida, sopesada y sojuzgada desde la lectura y el libro.

Tal fue la realidad borgeana en el hogar, que Leonor, la inefable Leonor (su madre) se erigió en complemento, en apoyo para la pasión libresca del hijo, en lectora contumaz, en crítico, en analista de sus textos, en factor desencadenante de sus demonios internos que lo impulsaron siempre a ser como fue: una inteligencia prodigiosa entregada por entero a la palabra. Fany, su mucama, también ayudó mucho en esto, y hasta Beppo, su gato siamés, solía dormir en el regazo del escritor mientras su amo se perdía en los insondables senderos de la literatura. Toda la estancia que por muchos años constituyó el hogar de Borges giraba en torno al libro, y a las posibilidades de acceso que el esteta podía tener a ellos desde cualquier ángulo: desde el ininteligible concierto de sombras que llegó a vivir mucho antes de la vejez.

Como buen borgeano que fue, Augusto Monterroso hizo del libro y la lectura su mundo de relación. Tan profunda llegó a ser la pasión de este genial guatemalteco por los libros, que alguna vez, en una de sus brillantes (y temidas) ocurrencias, llegó a afirmar que lo único que le acontecía era los libros. Hablar de Monterroso es hacerlo de libros y de palabras, porque su periplo vital giró en torno a las letras; ese fue su verdadero y único mundo, y eso lo hizo grande a pesar de su disminuida corporeidad; cuestión que en su juventud fue tal vez un inconveniente, pero que en plena adultez, sostenido por la fuerza inconmensurable de la palabra y de las lecturas, se transformó de pronto en risible anécdota.







Tan consustanciales llegaron a ser los libros en la existencia de Augusto Monterroso, que le ayudaron a paliar los normales temores que a todas las personas nos abaten frente a las oscuras circunstancias del vivir. Cuenta que el escritor viajaba en los aviones abrazado a un voluminoso diccionario de filosofía, que era tan grande como su propia humanidad. Eso sin olvidar que en su juventud trabajó en una carnicería y en los tiempos libres, cuando no había clientes, se arrinconaba a devorar los clásicos hasta que fue pillado por el dueño, quien en lugar de echarlo de su trabajo supo reconocer su "extravío" y lo recompensó obsequiándole importantes libros, que a decir del autor enriquecieron su pasión lectora y lo sacaron de la tinieblas de la ignorancia hasta hacer de él un consagrado escritor autodidacto; un gigante de la palabra escrita.















@GilOtaiza

(*) Publicado en EL UNIVERSAL
viernes 1 de agosto de 2014  12:00 am

1 comentario:

  1. ROSEMARY DOMÍNGUEZ ESCRIBIÓ:

    Saludos, Dr. desde Valencia. Gracias por lo que envía. Nos enriquece tanto, nos conmueve tanto, nos humaniza tanto. Besos, abrazos y lugar en mi memoria.

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