RODOLFO IZAGUIRRE (*)
No sé si a ustedes les pasa, pero
cuando salgo a la calle, después de haber visto una película en la oscuridad de
la sala, creo que todo es irreal: la gente, los autos, la luz de la ciudad. Me
parece que nada de lo que allí veo es real porque la verdadera realidad quedó
atrás, dentro de la sala, en la pantalla que se hizo blanca cuando terminó la
proyección de la película.
Todas esas imágenes que acabamos de
ver proyectadas se refugian en nuestra memoria y allí permanecen junto a muchas
otras que forman la conciencia lúcida de esta materia de la que estamos
compuestos: ese polvillo que permanece suspendido entre la luz del proyector y
las imágenes del cine que, desde entonces, no cesan de agitarse y de removerse
en nuestras mentes y en nuestros corazones.
El cine nos ha hecho dudar de nuestra
propia realidad mostrándonos como verdadera, la ilusión de realidad que es la
esencia y el fundamento de sus imágenes en movimiento y nos ha invitado a un
viaje del que muchos, aun, no hemos regresado. Es lo que me ocurrió cuando
entré por primera vez en una pantalla; crucé su mágico umbral y me extravié
allí adentro. Voluntariamente quedé perdido en un nuevo tiempo azogado y
circular, y desde el fondo de aquella pantalla descubrí que es allí donde se
encuentra la verdadera vida; comencé a mirarme, a verme distinto; a considerar
que el mundo real es una presencia apagada, opaca y sin gloria; que la vida que
se presentaba ante mí en la pantalla del cine iba a multiplicarme porque
estaría viviendo desde ese momento, intensamente, la vida del cine. Es más, doy
por sentado que deben existir unos túneles secretos, unos vasos comunicantes
que unen una pantalla con otra y con otra mas y por esos túneles se desplazan
los personajes del cine y hay plazas y sombras y calles y árboles y fiestas y
tristezas. Y yo mismo, sucesivamente, he sido vaquero y apache, gangster, espía
internacional, cantante y bailarín; soldado en todos los frentes de combate,
cosmonauta; amante de mujeres que estuvieron a mi lado bajo los cielos
estrellados de una larga aventura. Y decidí hacer mi vida allí, dentro de la
pantalla, en el ilimitado universo de la imaginación donde la realidad es mas
verdadera que ésta en la que creo vivir.
El cine, para su propia gloria y para
nuestro propio júbilo, inventó fronteras y líneas divisorias entre el bien y el
mal; entre el amor y la muerte. Ha creado países de leyenda, caminos para
evadirnos de la realidad y alcanzar regiones no contaminadas aun por la
presencia humana.
Pero, déjenme advertirles sobre lo
que descubrió Mariano Picón Salas: hay un crimen contra las cosas. Asesinatos
microscópicos contra los buenos dones que Dios nos dio: luz, colores, plantas,
greda o tierra, que realizan cada minuto las gentes insensibles e ignaras.
Gritan sin necesidad; maltratan los animales, adulteran la función natural de
los objetos. Su vacía ansia de pompa rompe todo ritmo, claridad y sencillez.
Compadezco a aquellos seres que pasan por la vida, a veces ahitos de
prosperidad y riqueza, pero sin afinar sus sentidos, sin aprender a ver, a oír,
a palpar. Si toda norma o regla para alcanzar la virtud -como la del yoga o la
del santo- es dificultosa para el hombre, quizás a través de los sentimientos
estéticos podemos obtener no solo el disfrute de la belleza, sino también
contención y elegancia moral que haga mas grata y soportable la sociedad de los
hombres. Desde la cortesía para tratar a las personas hasta el arreglo de las
cosas y la claridad de nuestra sintaxis.
El cine ha codificado los gestos y
las situaciones de sus personajes transformándolos en prototipos: el héroe, el
villano, el cobarde, el audaz, el traidor, el patriota cooperante; que antes,
bajo la dictadura de Pérez Jiménez llamábamos “esbirros”. Ha puesto en
marcha una serie de aventuras por desconocidos parajes africanos; por
peligrosos y malolientes callejones de Chicago; por exóticos y terroristas
países islámicos. Nos ha hecho conocer el palacio del mandatario, la mansión
aristocrática y el rancho de los infortunios. Hemos visto al hombre del
Neardental y a María Antonieta de Francia perdiendo la cabeza bajo la
guillotina y hemos asistido a guerras insólitas en las mas remotas galaxias.
En un ensayo suyo titulado La
sala de cine como un templo, la socióloga Beatriz Lara refiere que desde
hace años existen en las ciudades espacios sagrados, rectangulares, ocultos
para muchos de ustedes que no han sabido verlos, en los que se ritualiza una
nueva manera de vivir cada vez que en esos templos se proyecta una película.
Beatriz Lara se refiere, desde luego, a las salas de cine. Un rectángulo con
sillas alineadas como si fueran bancos y una pantalla como el altar y atrás en
la cabina de proyección el proyeccionista como un oficiante.
Ver una película significa apenas dos
horas de nuestro tiempo pero simbólicamente nos preparamos para un viaje hacia
lo desconocido, hacia el pasado, hacia el futuro. Un viaje, incluso con gente
extraña que está a nuestro alrededor, que vive en el presente pero lejos de
nosotros. Un viaje hacia la imaginación, hacia la oscuridad y la muerte. Esta
travesía que iniciamos cuando comienza la película podría provocarnos angustia.
Por eso, secreta e inconscientemente, chupamos o masticamos alguna de las
golosinas que llevamos con nosotros para el largo viaje.
Es algo simbólico; algo similar al
ritual egipcio que colocaba en las tumbas provisiones para sostener el largo
viaje del difunto por los desconocidos espacios de la oscuridad. También
nosotros, que emprendemos una temeraria aventura por la imaginación, llevamos
avíos, cosas de comer; apoyos para la travesía por las más lejanas galaxias,
por las movedizas arenas del pasado o por las fulguraciones del porvenir.
Travesías de las que tal vez no regresemos! Un viaje dificultoso, lleno de
imprevistos y sorpresas en el que uno no puede detenerse a cocinar o a digerir
alimentos y por eso llevamos en estas nuevas alforjas una comida liviana,
práctica, fría, variada. Cotufas, chocolates, refrescos. Pero en muchos casos
puede ocurrir que al comer mientras visionamos una película solo buscamos
distraernos. De hecho, ¡es lo que hacemos habitualmente! Pero si nos detenemos
a pensar, si en verdad nos disponemos a leer y sentir lo que se está
proyectando y no tragar tantas cotufas contribuiremos a dignificar el espacio
sagrado que debe ser para nosotros el lugar donde ritualizamos este glorioso
milagro no solo de vivir en el cine sino de viajar fuera de nosotros mismos
hacia las mas altas y desconocidas regiones de la aventura…!
Voy a referirme a La fiesta de
Babette. Una mujer francesa, chef de un restaurante en París, perseguida
política se refugia en una remota aldea de Jutlandia, Dinamarca. Durante
catorce años sirve de criada a dos señoritas muy ancianas hijas del difunto
pastor de la comunidad. Un día gana diez mil francos en la lotería e invierte
esa pequeña fortuna en una cena para los aldeanos temerosos de pecar por
degustar una comida distinta a la que están acostumbrados Uno de los mayores
méritos de La fiesta de Babette,1987, basada en un cuento de Isaac Dinesen,
pseudónimo de la escritora Karen Blixer, es el de que nunca antes habíamos
degustado visualmente y con tan cultivado sibaritismo la sopa de tortuga
servida con amontillado y jerez; los Blinis Demidoff, unas tortas de trigo
sarraceno rellenas de caviar y crema agria servidas con champaña de la viuda
Cliquot; codornices en sarcófago hojaldradas con foie gras y salsa de trufas
servidas con Clos de Vought Pinot Noir, 1875, uno de los vinos mas exquisitos;
Savarin au rhum, bizcocho al ron con higos y cerezas confitadas servido con
vino Sauterne; quesos y frutas frescas y café con coñac Luis Trece de Remy
Martin.
La fiesta de Babette reveló una
lectura más generosa e iluminada de los Evangelios a aquellos taciturnos
campesinos daneses, puritanos, en la región mas alejada de Jutlandia en el
siglo 19, acostumbrados a comer solamente arenques ahumados. Lo que la película
quiso decirnos es que Dios también está presente en las exquisiteces de una
mesa bien servida; que Dios está en el amontillado y en la champaña. Es un
ejemplo que dio el cine de educación por el arte.
De la misma manera los espectadores
de El Pez que fuma, 1997, de Román Chalbaud, a medida que se van enalteciendo
sus niveles culturales o de percepción van entendiendo que se trata no solo de
la historia de un prostíbulo, sino de una empresa cuya clientela es muy
variada; que hay tráfico de drogas y de influencias; que hay una lucha por ser
el favorito de la Madama del burdel, es decir, una lucha por el poder; que toda
la música que se escucha en la película es la que se podía oir en las rockolas
y en los comederos de las carreteras y los espectadores terminan descubriendo
que el burdel llamado El pez que fuma no es otra cosa que una alegoría; la
imagen de un país. ¡Otra manera que ofrece el cine de revelar por el arte el
país que somos!
Hay películas que tratan de hacer
reflexionar al espectador. Son las llamadas películas de autor. Es decir,
películas en las que el autor muestra, expresa su propio universo interior, su
propia concepción del mundo. Películas de las que se puede acuñar el
calificativo de chaplinesco, buñuelesco, antonionesco, felliniano... ¡Películas
que hacen pensar!
Pero, contrariamente y durante largas
décadas Hollywood aplicó en sus películas una fórmula de su invención que
aseguró el éxito comercial que le conocemos. Los ingredientes de esta pócima
siguen siendo los mismos: sexo, violencia y un par de estrellas suficientemente
atractivas. A este cocktail se agregan un toque de color, una pantalla
panorámica o cinemascópica, unos gratos ambientes y unos estupendos decorados.
Hollywood demostró que era capaz de
producir películas que fascinaran a los espectadores en cualquier lugar del
mundo. ¡Inventó el cine como espectáculo! Esta manera de fabricar un producto
cinematográfico en serie pudo ilustrarse, en su momento, con una anécdota difundida
por muchos directores que trabajaban en Hollywood. (Directores, no Autores) El
productor llama al director para que haga una película con Dorothy Lamour,
pongamos por caso. La película debe estar ambientada en una exótica isla del
Pacífico.
“Presente tres escenas de amor”, dice
el productor al director. “No me interesa la trama. Quiero que hayan tres
escenas de amor; que el título de la película sea ‘Ave del Paraíso’. Búsquese
una buena canción y haga que Dorothy Lamour se lance, al final de la película,
en un volcán en erupción!”
El director de la película busca a un
guionista para que invente la absurda historia de una princesa nativa que
viola la leyes de la tribu por el amor de un guapo norteamericano y se
sacrifica, al final, tirándose de cabeza en un volcán de cartón piedra.
Si la película tiene éxito (¡que lo
tiene!) se organiza entonces la producción en serie. No otra cosa fue lo que
hizo Dorothy Lamour cuando se exhibió vistiendo un pareo tahitiano por todas
las islas de una inventada Polinesia hasta agotar el tema del sacrificio y los
volcanes. Después se inventaba y se exprimía otro tema hasta convertirlo en
bagazo, como al vaquero, y así sucesivamente hasta la fecha actual de
Arma mortal o de Las chicas de Charlie.
Las reglas que dictó alguna vez el
director de cine Preston Sturges para una comedia comercial de éxito siguen
vigentes:
“Una chica guapa es mejor que una fea. Una pierna es mejor que un
brazo. Un dormitorio es mejor que una sala. Una llegada es mejor que una
partida. Un nacimiento es mejor que una muerte. Una persecución es mejor que
una conversación. Un perro es mejor que un paisaje. Un gatico es mejor que un
perro. Un bebé es mejor que un gatico. Un beso es mejor que un bebé. Que
alguien se caiga de culo es mejor que todo lo demás”.
En los años veinte Erich von Stroheim
dijo: la diferencia entre Ernest Lubitsch y yo es que él muestra al rey primero
en el trono y después en el dormitorio. Yo, primero le muestro a la gente al
rey en la cama. Después, cuando más tarde lo ven en el trono, ya no se hacen
ilusiones sobre él”. (Habrá que tomar esto en cuenta cuando se haga un film, si
es que se hace, sobre algún reyezuelo venezolano).
Hay quienes se han dedicado a cambiar
la vida creyendo que al hacerlo cambiaban la sociedad. Yo descubrí que el cine
es capaz de simplificar mis circunstancias de vida hasta alcanzar la inmensa
explosión existencial que destruye a su paso toda la podredumbre de lo
habitual, de lo convencional, del "no". La liberación del lenguaje en
las artes plásticas se debe a hombres como Marcel Duchamp, para mencionar solo
a uno, y esta liberación del lenguaje abrió también las puertas para la
liberación de las imágenes. Las libres asociaciones de imágenes, los
acercamientos insólitos, la aproximación de dos (o más) elementos aparentemente
extraños entre si en un plano ajeno a ellos mismos como el encuentro fortuito
de una máquina de coser y un paraguas en un mesa de disección descubierto por
los surrealistas, provoca las explosiones poéticas más espectaculares. De la misma
manera, los mecanismos que accionan la sucesión de acontecimientos inesperados,
los contactos de elementos que dan nacimiento a lo imposible, pertenecen al
campo del cine.
¡El cine nos ofrece la gran aventura!
Rompe o trastorna los fundamentos de la sociedad para instaurar la libertad.
Nos ofrece esta posibilidad subversiva, desestabilizadora de lo convencional y
de lo cotidiano; nos permite superar la gris existencia sin misterios que nos
arrastra en el paso de nuestros días siempre iguales y uniformes. El arte puede
hacernos libres. Pero el cine puede hacer que conquistemos la libertad a través
de lo insólito y de lo maravilloso! El cine puede cumplir satisfactoriamente
esta tarea liberadora. Puede convertirnos en héroes de nuestra propia
existencia.
Hay una película del japonés Akira
Kurosawa llamada Ikiru, (Vivir). ¡Búsquenla y véanla, ¡por favor! porque siendo
una película japonesa, trata sobre nosotros! Japón salió derrotado y deshonrado
de la segunda Guerra Mundial. El emperador Hirohito, por culpa de los militares
fascistas, perdió en vida su carácter divino. El país japonés necesitaba de
héroes civiles, no militares. Y es cuando aparece Watanabe, un oscuro concejal
al que los médicos le han diagnosticado seis meses de vida a causa de un
cáncer. Watanabe trata de pasar esos últimos momentos frecuentando bares de
alterne, aturdiéndose con las chicas, pero se da cuenta que tiene que emplearse
en algo mas digno y concentra todos sus esfuerzos en convencer a los concejales
a vencer la burocracia y construir el parque infantil de su comunidad. ¡Lo
logra! Y al final, Watanabe, meciéndose suavemente en el columpio del
parquecito que él hizo posible, muere bajo la nieve mientras canturrea una
canción. Si leemos bien esta película japonesa de 1952 ella puede hacerle ver
al venezolano en la hora actual una manera de rescatar la heroicidad y la
dignidad que hemos perdido sin caer en el conformismo de la virtud o de la
resignación.
Ahora bien, toda reflexión sobre el
cine conduce, inevitablemente, a una paradoja. Este arte, que se consideró
durante décadas como mudo, habla hoy más que ningún otro arte. Es el arte del
movimiento pero es también el mejor testimonio de lo inmutable. Hace de la
ilusión su propia ley pero la realidad es su campo, su materia y su modelo. Es
un arte colectivo, no lo hace un sola persona y sin embargo es el más
individual que pueda existir. Es un espectáculo pero es también una escritura,
un lenguaje, un código a veces secreto; y como diversión popular reserva
justamente esos secretos sólo a un pequeño grupo de cinéfilos y conocedores.
Requiere de mucha luz para hacerse pero tiene que proyectarse en la oscuridad.
Son contradicciones del cine, pero
hay otras que se refieren al cine como arte y como industria. La película puede
ser una obra de arte, pero se compra y se vende porque ella se activa dentro de
la larga tradición de la economía mercantil. Puede ser una obra maestra, pero
para saberlo hay que hacerla primero y hacerla cuesta mucho dinero. Se concibe
para ser vista por millones de personas en el mundo pero la verdadera
comunicación que logra establecer se produce a niveles absolutamente
individuales. El espectador que está a mi lado durante la proyección de la
película no existe y la bella y opulenta actriz al desnudarse en la pantalla lo
hace solo para mí, para mi propio deleite. Se trata de una comunicación no con
el yo del espectador sino con ese otro “yo” que existe agazapado en lo más
profundo de la conciencia. Se le considera el séptimo arte pero hay muchos que
prefieren el octavo que es el de hacer mucho dinero con el séptimo. Un crítico
italiano llamado Ricciotto Canudo fue el primero en considerar al cine como un
arte. En las primeras décadas del siglo 18 dividíó el arte en dos grupos: de la
Arquitectura se derivan la Pintura y la Escultura, artes del espacio. De la
Música, se derivan la Poesía y la Danza, artes del tiempo. El vacío entre las
artes del tiempo y del espacio, lo viene a llenar el cine. De allí que lo
llamara el Séptimo Arte. ¡Perdónenme esta lección tan elemental”
Además, el cine es ¡movimiento! No se
detiene nunca. Todos conocemos el extraño malestar que se apoderó de nosotros
cuando la imagen del Ché Guevara muerto nos mira al final de La hora de
los hornos (1968) del argentino Fernando Solanas porque pareciera estar vivo!
¡Muerto pero vivo! (¡como corazón de patria, antes de convertirse en pajarito!) De allí que la regla básica y fundamental del cine es que se mueva.
¡No es capricho de los cineastas! Es
que el cine no puede soportar lo que dura. Es precíso moverse constantemente de
un fotograma a otro; cambiar de lugar; trasladarse a otra escena. Un espectador
de cine jamás soportará que los personajes queden inmóviles en un solo sitio.
En el teatro el mecanismo es distinto. Los actores están allí y cuando se
levanta el telón generalmente están inmóviles. Esto hace que los espectadores
se coloquen en una situación de espera. La escena teatral muestra al señor de
la casa que está leyendo el periódico. Se abre una puerta y entra el criado
trayendo una carta. Esto permite las primeras réplicas del diálogo.
En el cine se desarrollaría de la
siguiente manera: el criado abre el buzón, saca la carta, sube la escalera y
atraviesa varios aposentos. La cámara se fija en la carta sobre la bandeja. La
música hace presentir que se trata de alguna desgracia o un mensaje festivo. Se
abre una puerta, entra el criado y entrega la carta.
Por eso en la pantalla lo inmóvil no
llega nunca a ser convincente.
Pero ¿qué es lo que el cine hace
generalmente con nosotros?
Nos acorrala en la penumbra de una
sala y allí nos pecherea; nos da bofetadas y sentados en nuestras butacas,
aislados unos de otros, inermes, atrapados por la gloria de estas fulgurantes
imágenes en movimiento, aprovecha y escudriña los sombríos rincones de nuestras
almas y nos hace llorar y nos hace reir y nos aterroriza con toda clase de
engendros y enviados diabólicos, aliens y monstruos acromegálicos y nos hace
víctimas de todos los psicópatas homicidas que pululan por las pantallas. Nos
atropella con sus explosiones y efectos especiales. Golpea nuestros sentidos y
no nos deja reflexionar.
¡Pero nos gusta...! Nos deleitamos
con los vómitos satánicos de Linda Blair en El Exorcista; nos estremecemos
cuando Sigourney Weaver se enfrenta a los abominables parásitos que se incuban
en los colonos de un planeta perdido. Vemos a Drácula chupar las gargantas de
sus víctimas. Nosotros no andamos chupándole la sangre a ninguna muchacha
desprevenida. Sin embargo, nos deleitamos convocando por las noches a los muertos
en vida, vampiros sedientos de sangre y zombies ávidos de carne humana. Porque
nacimos, nos formamos, hemos crecido dentro de una cultura del terror político
y de la violencia social. Pareciera también que el hombre de este tiempo no
quiere la verdad; quiere la diversión, el espectáculo.
De allí la importancia de estas
discusiones sobre ver, oír y leer el arte para percibir, sentir y pensar mejor
porque hay autores cinematográficos que nos ayudan a sentir y reflexionar; nos
ayudan a entender el arte como vida.
El automóvil donde van Mel Gibson y
Danny Glover en Arma letal atraviesa a toda velocidad el piso de oficinas,
revienta las paredes y las ventanas a tres pisos de altura, cae en la vía
rápida de la autopista y continúa la persecución de los bandidos. ¡Esto no es
posible! No es posible que el héroe salte por el aire en la explosión y
continúe vivo; que la balacera no lo toque o que sobreviva a las palizas! Mi
hermano José Luis, que era médico, me dijo que una de esas palizas que se dan
en el cine ameritan al menos tres o cuatro meses para reducir fracturas y
mantener hospitalizado al paciente.!
La verdadera violencia vive ¡fuera
del cine!
Pero el cine también puede hacernos
reflexionar sobre la violencia. En la película de Mariana Rondón Pelo malo, la
violencia entre la madre marginal y su hijo adolescente es brutal, pero ella
jamás toca al muchacho. Mariana logró expresar la violencia del propio país.
Este es un estupendo ejemplo de cómo el cine nos hace ver y sentir algo
impalpable pero al mismo tiempo, tangible.
El cine sabe reir mientras pasan los
comediantes haciendo gestos y volteretas de circo o perseguidos por una
ridícula policía. Pero también sabe llorar y angustiarse ante la muerte en la
guerra y ante el horror anudando un hilo trágico en torno a las víctimas
de los desastres. Es entonces cuando saca, al final, su famoso pañuelo de
encaje y se seca las lágrimas para complacer a los espectadores. Sabrina
(Audrey Hepburn), la hija de chofer se casa con el multimillonario Linus
Larrabee (Humphrey Bogart); el soldado regresa del frente; el héroe recobra la
libertad. El drama se transforma en un universo rosado, y algunos espectadores
dicen: "Sí. ¡son cosas que pasan en el cine!" y regresan tranquilos a
sus casas conscientes de que el drama que ha cruzado por las pantallas es
apenas un soplo amargo y pasajero; que la violencia desatada por Bruce Willis
como John McTiernan en Duro de Matar, o de Arnold Schwarzenegger como
Terminator o Mel Gibson como Martin Riggs en la saga de Arma mortal no es lo
que parece ser... ¡Son cosas del cine!
Pero el cine puede ayudarnos ¡y
mucho! a ver, a oir, a sentir y a leer el arte. Puede hacernos pensar ¡Porque
es el cine! ¡Porque hay autores cinematográficos! ¡Porque es este apasionante
universo de ilusoria realidad poblado de imágenes fantasmales proyectadas sobre
una pantalla en la penumbra de una sala!
Y ¡porque es mi vida! ¡Mi vida bajo
el cielo estrellado de la portentosa aventura del arte y del pensamiento!
(*) Conferencia dictada el 14 / 05 /2016 en la Sede de la Fundación Francisco Herrera Luque con motivo de el 50° cumpleaños de la Cinemateca Nacional.
JOSÉ ORELLANA ESCRIBIÓ:
ResponderEliminarDe verdad, verdad, me agradó altamente los conceptos vertidos en ese ENSAYO. No lo entendí del todo por mi ignorancia del lenguaje cinematográfico pero si estoy de acuerdo con su aproximación a cine como arte en movimiento que trasciende todos los espacios sensibles del ser humano. Me concilió con mi pasatiempo actual de leer Don Quijote De La Mancha y donde encuentro esa imbricación entre la fantasía, la imaginación, el delirio y la realidad lironda que está representada por Sancho Panza aunque en gran parte de la obra el pobre escudero cae en la trampa y no puede desligarse de las trapacerías delirantes del amo. Agradecido por haber montado en la Web este exquisito trozo y darlo a conocer a quienes no tuvimos el privilegio de leer u oír la conferencia. Seguimos en contacto.
ENRIQUE ORTIZ ESCRIBIÓ:
ResponderEliminarEstimado amigo Padilla: mucho he disfrutado -y he aprendido- de esta conferencia del maestro Izaguirre. El tanto nos deleito con sus máximos micros de “El cine, antología de lo cotidiano”, por las ondas de aquella ejemplar Radio Nacional. Tuve la suerte de ser compañero de aula en un año de bachillerato del escritor Rodolfo Izaguirre. Lo recuerdo siempre dicharachero, alegre, y con una meta clara y precisa, ser escritor. ¡Y vaya que lo ha logrado! He seguido su trayectoria relativamente, pero lo suficiente para saber que logro colmar sus inquietudes literarias. Deberia haber escrito sobre el tema expuesto, pero el protagonista se lo lleva todo. Saludos: Enrique Ortiz.