domingo, 3 de julio de 2016

LOS OLVIDADOS



Oscar [Dancingers] encontraba interesante la idea de una película sobre los niños pobres y 
semiabandonados que vivían a salto de mata (a mí mismo me gustaba mucho Sciuscia [El limpiabotas], de Vittorio de Sica).
Durante cuatro o cinco meses, unas veces con mi escenógrafo, el canadiense Fitzgerald, otras con Luis Alcoriza, pero generalmente solo, me dediqué a recorrer las “ciudades perdidas”, es decir, los arrabales improvisados, muy pobres, que rodean México, D.F. Algo disfrazado, vestido con mis ropas más viejas, miraba, escuchaba, hacía preguntas, entablaba amistad con la gente. Algunas de las cosas que vi pasaron directamente a la película. Entre los numerosos insultos que recibiría después del estreno, Ignacio Palacios escribió, por ejemplo, que era inadmisible que yo hubiera puesto tres camas de bronce en una de las barracas de madera. Pero era cierto. Yo había visto esas camas de bronce en una barraca de madera Algunas parejas se privaban de todo para comprarlas después de casarse.



Al escribir el guión, yo quería introducir algunas imágenes inexplicables, muy rápidas, que habrían hecho decir a los espectadores: ¿he visto bien? Por ejemplo, cuando los chicos siguen al ciego en el descampado pasaban ante un gran edificio en construcción, y yo quería instalar una orquesta de cien músicos tocando en los andamios sin que se les oyera. Oscar Dancingers, que temía el fracaso de la película, me lo prohibió.
Me prohibió incluso mostrar un sombrero de copa cuando la madre de Pedro —el personaje principal— rechaza a su hijo que regresa a la casa. Por cierto que a causa de esta escena la peluquera presentó su dimisión. Aseguraba que ninguna madre mexicana se comportaría así. Unos días antes, yo había leído en un periódico que una madre mexicana había tirado a su hijo pequeño por la portezuela del tren.
De todos modos, el equipo entero, aunque trabajando muy seriamente, manifestaba su hostilidad hacia la película. Un técnico me preguntaba, por ejemplo: “Pero, ¿por qué no hace usted una verdadera película mexicana, en lugar de una película miserable como ésa?” Pedro de Urdemalas, un escritor que me había ayudado a introducir expresiones mexicanas en la película, se negó a poner su nombre en los títulos de crédito.


La película fue rodada en veintiún días. Como en todas mis películas, terminé dentro del tiempo previsto. Creo que nunca he sobrepasado ni en una sola hora el plan de trabajo. Añadiré que nunca he necesitado más de tres o cuatro días para el montaje, debido ello a mi método de rodaje, y que nunca he gastado más de veinte mil metros de película, lo que es poco.
Por el guión y la dirección de Los olvidados cobré dos mil dólares en total. Y nunca he percibido el menor porcentaje.
Estrenada bastante lamentablemente en México, la película permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Uno de los grandes problemas de México, hoy como ayer, es un nacionalismo llevado hasta el extremo que delata un profundo complejo de inferioridad. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron inmediatamente mi expulsión. La prensa atacaba a la película. Los raros espectadores salían de la sala como de un entierro. Al término de la proyección privada, mientras que Lupe, la mujer del pintor Diego Rivera, se mostraba altiva y desdeñosa, sin decirme una sola palabra, otra mujer, Berta, casada con el poeta español Luis Felipe, se precipitó sobre mí, loca de indignación, con las uñas tendidas hacia mi cara, gritando que yo acababa de cometer una infamia, un horror contra México. Yo me esforzaba en mantenerme sereno e inmóvil, mientras sus peligrosas uñas temblaban a tres centímetros de mis ojos. Afortunadamente, Siqueiros, otro pintor, que se encontraba en la misma proyección, intervino para felicitarme calurosamente. Con él, gran número de intelectuales mexicanos alabaron la película.

A finales de 1950, volví a París para presentarla. Caminando por las calles, que volvía a encontrar después de más de diez años de ausencia, sentía llenárseme de lágrimas los ojos. Todos mis amigos surrealistas vieron la película en el “Studio 28” y se sintieron, creo, impresionados por ella. Sin embargo, al día siguiente Georges Sadoul me mandó recado de que tenía que hablarme de algo grave. Nos reunimos en un café cercano a la plaza de l`Etoile, y me confió, agitado e, incluso, demudado, que el partido comunista acababa de pedirle que no hablara de la película. Sorprendido, pregunte por qué.
—Porque es una película burguesa —me respondió.
—¿Una película burguesa? ¿Cómo es eso?
—En primer lugar —me dijo—, se ve a través del cristal de una tienda a uno de los jóvenes abordado por un pederasta que le hace proposiciones. Llega entonces un agente de policía, y el pederasta huye. Eso significa que la policía desempeña un papel útil: ¡No es posible decir tal cosa! Y, al final, en el reformatorio, muestras a un director muy amable, muy humano, que deja a un niño salir para comprar cigarrillos.

Estos argumentos me parecían pueriles, ridículos, y le dije a Sadoul que no podía hacer nada. Por suerte, unos meses después el director soviético Pudovkin vio la película y escribió un artículo entusiasta en Pravda. La actitud del partido comunista francés cambió de la noche a la mañana. Y Sadoul se mostró muy contento de ello.
Este es uno de los comportamientos de los partidos comunistas con los que siempre he estado en desacuerdo. Existe otro, a menudo ligado al primero, que siempre me ha chocado, el que consiste en afirmar después de la “traición” de un camarada: “¡Escondía bien su juego, pero traicionaba desde el principio!”
En París, con ocasión de las proyecciones privadas, otro adversario de la película fue el embajador de México, Jaime Torres Bodet, hombre cultivado que había pasado largos años en España e, incluso, había colaborado en la Gaceta Literaria. También él estimaba que Los olvidados deshonraba a su país.
Todo cambió después del festival de Cannes en que el poeta Octavio Paz —hombre del que Breton me habló por primera vez y a quien admiro desde hace mucho— distribuía personalmente a la puerta de la sala un artículo que había escrito, el mejor, sin duda, que he leído, un artículo bellísimo. La película conoció un gran éxito, obtuvo críticas maravillosas y recibió el Premio de Dirección.
Yo no tenía más que una tristeza, una vergüenza, el subtítulo que los distribuidores de la película en Francia creyeron oportuno añadir al título: Los olvidados, o Piedad para ellos. Ridículo.
Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano. Cesaron los insultos, y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses

Buñuel con todo el equipo de "Los olvidados"


LUIS BUÑUEL.  Mi último suspiro [Mon dernier soupir]. PLAZA & JANÉS S.A. Editores, Barcelona 1982,  pp 194-197. Traducido por Ana María de la Fuente.
Como se sabe, el texto fue escrito "con la ayuda" de  Jean-Claude Carrière

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