Héroes sin maquillaje
Por Enrique Krauze (*)
El discurso de Simón Bolívar es claramente republicano pero no democrático. La publicación de Bolívar: American liberator, de Marie Arana, da pie a una reflexión de Enrique Krauze sobre el apego de Bolívar al mando: el temor criollo a la “pardocracia”, a la revolución étnica, a la cruel “guerra de colores”.
Bolívar nunca compartió aquel secreto, pero sin duda sentía haber “demostrado a Europa que América tenía hombres equiparables a los héroes del mundo antiguo”. Nuevas empresas lo esperaban: la derrota de las fuerzas realistas en el Perú (1824) y la creación (en el Alto Perú, en 1825) de una nación que llevaría su nombre, Bolivia. Y poseído por “el demonio de la Gloria” quería llegar hasta Tierra de Fuego. A principio de 1826, solo un capítulo faltaría en su libreto: “el laudable delirio” anunciado en su famosa “Carta de Jamaica” de 1815: un gobierno confederado de las naciones americanas: “¡Qué bello sería –había escrito entonces– que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar ahí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios...” En junio de 1826, Panamá sería, en efecto, la sede de ese Congreso Anfictiónico. Para entonces, según estimaciones, Bolívar había recorrido 23,000 kilómetros de campaña y comenzaría a dar señales serias de la tuberculosis que a fines de 1830 acabaría con su vida.
Tratándose del inabarcable Bolívar, es difícil sustraerse a la teoría del “Gran hombre”, más aún si el mismísimo Thomas Carlyle dejó en 1843 un pequeño perfil en el que lo llama “el Washington de Colombia”, lo compara con Aníbal, y va más allá: “Si este no es un Ulises [...] ¿en dónde ha habido uno? ¡En verdad un Ulises cuya historia valdría su tinta, si apareciera el Homero capaz de escribirla!” A lo largo de los años, cientos de autores han buscado encarnar a ese Homero. Ahora recoge el desafío de Carlyle una distinguida escritora peruana: Marie Arana. Su libro Bolívar: American liberator (editado este año en Estados Unidos por Simon & Schuster) no pretende nada menos que eso: recrear la saga homérica del Ulises americano que, según Arana, “por sí solo concibió, organizó y encabezó los movimientos de independencia de seis naciones”.
Con una óptica abiertamente carlyleana, Arana (antigua editora del Washington Post, autora de un par de novelas y de un best seller de National Geographic) se propuso intentar “una narrativa arrolladora, atractiva, más una épica cinematográfica que un tomo académico”. En ese sentido logró su propósito. Su libro no descubre información importante ni aporta interpretaciones originales, pero se lee como una novela escrita con color y brío, poblada de personajes, paisajes, episodios y escenas memorables. Se ha dicho que hay historiadores del verbo e historiadores del sustantivo. Arana pertenece al primer grupo: su historia, como la de Bolívar, no conoce un momento de calma y en su mismo tempo trasmite la irrefrenable pasión del hombre que en la mañana del Jueves Santo de 1812, caminando por las ruinas de su natal Caracas tras un devastador terremoto, exclamó: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca.”
Arana describe el origen de esa intensa y furiosa determinación. Nacido en 1783 en el seno de la más alta aristocracia criolla, descendiente de un fundador de Venezuela del que provenía su nombre y linaje, Bolívar heredó una inmensa fortuna: doce casas y solares en Caracas y La Guaira, minas de cobre, haciendas de azúcar e índigo, plantaciones de cacao, rebaños de ganado y cientos de esclavos. Pero desde la más temprana niñez la propia naturaleza había decidido oponérsele: huérfano de padre a los dos años y de madre a los nueve, el niño Simón agrega a su riqueza enormes plantaciones de cacao legadas por el sacerdote que lo bautiza, pero nada mitiga su tragedia: “irascible, caprichoso, necesitado con urgencia de una mano firme, se volvía cada vez más ingobernable”. Según testimonio de un pariente, Simón vagaba solo por las calles, a pie o a caballo, acompañado de muchachos que no eran de su clase. Y “toda la ciudad de Caracas lo había notado”. Tras procurarle una esmerada aunque inconstante educación científica y literaria, y el ingreso a la Academia Militar, en 1799 sus tutores discurren la solución de un viaje a Madrid, donde el joven aristócrata frecuenta la Corte imperial, con incidentes chuscos que mucho tiempo después recordó o acaso inventó (como haber estrellado un gallo de bádminton en la cabeza del futuro Fernando VII). Lo cierto es que en ese primer viaje a Europa encuentra el amor que debía redimirlo. Su matrimonio con María Teresa Rodríguez del Toro ocurre bajo los mejores auspicios. La joven pareja se instala al lado de la catedral en Caracas. Pero el idilio es efímero. María Teresa muere a los cinco meses de su arribo, víctima de fiebre amarilla. Bolívar queda viudo a los diecinueve años de edad. Sus duelos son el anuncio del rebelde que vendrá.
Su preceptor, el rousseauniano Simón Rodríguez, le “hizo comprender que existía en la vida de un hombre otra cosa que el amor”, escribía Bolívar a su amiga Fanny du Villars en 1804, durante el nuevo viaje europeo que había comenzado en 1803 y se extendería hasta 1807. En las principales capitales frecuenta la vida galante y los salones ilustrados, atestigua el ascenso de Napoleón, el “gran hombre” a quien siempre tuvo presente como emblema heroico, pero cuya coronación en Notre Dame en 1804 le pareció abominable. Y en la primera ascensión febril de su vida (en el Monte Sacro de Roma, en 1805), acompañado por Rodríguez, jura liberar América del yugo español. Arana cubre con vivacidad esta etapa, aunque no deja de incurrir en tópicos de la historia tradicional. Un ejemplo es su relación con Humboldt, el sabio alemán cuyas obras habían abierto al público europeo (y a Thomas Jefferson) el interés y el apetito por los riquísimos dominios de España en América. Arana recrea los encuentros casi como señales de predestinación, pero muchos años después Humboldt –sorprendido por la buena estrella de Bolívar– recordaba a su interlocutor como “un hombre pueril”.
El enfoque carlyleano es popular pero como método y teoría del conocimiento histórico, además de anacrónico, tiene al menos dos inconvenientes: tiende a dejar de lado contextos pertinentes (sociales, culturales, históricos), y a cancelar la distancia entre el biógrafo y el biografiado. Arana incurre en esta doble falla desde el instante en que asume el libreto de Bolívar según el cual los hechos que conmovieron el subcontinente americano en la segunda década del siglo xix fueron provocados por la “incompatibilidad fundamental” entre el viejo, decadente pero aún poderoso Imperio Español, que había oprimido a sus colonias de ultramar por trescientos años, y la voluntad de los americanos por conquistar su libertad e independizarse. A estas alturas, con los aportes diversos al conocimiento histórico que Arana desestima, es inadmisible esta variante de la leyenda negra española aplicada a los movimientos de independencia.
Reproducido de "Letras libres" en http://www.letraslibres.com/autores/enrique-krauze
(*) Historiador, ensayista y editor mexicano, director Letras Libres y Editorial Clío.
Por Enrique Krauze (*)
El discurso de Simón Bolívar es claramente republicano pero no democrático. La publicación de Bolívar: American liberator, de Marie Arana, da pie a una reflexión de Enrique Krauze sobre el apego de Bolívar al mando: el temor criollo a la “pardocracia”, a la revolución étnica, a la cruel “guerra de colores”.
a la memoria de Simón Alberto Consalvi
En las Obras completas de Simón Bolívar, perdido entre 2,923 cartas y discursos, hay un documento tan extraño que algunos historiadores han dudado de su paternidad. Es “Mi delirio en el Chimborazo”, deliquio literario que data quizá de 1822 y refiere la ascensión, seguramente parcial y tal vez imaginaria, de Bolívar al volcán ecuatoriano. En su “Marcha de la Libertad” había atravesado “regiones infernales, surcado los ríos y los mares, subido sobre los hombros gigantescos de los Andes” hasta llegar a esa “atalaya del Universo”. Ni el tiempo había logrado detenerlo. De pronto, poseído del “Dios de Colombia” (la inmensa y promisoria nación fundada en lo que hoy es el territorio de Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá), “el Tiempo” mismo (viejo venerable, hijo de la Eternidad) se presenta ante él para recordarle la pequeñez de sus hazañas. “He pasado a todos los hombres en fortuna –respondió Bolívar– porque me he elevado sobre la cabeza de todos”, pero la visión le revela el secreto del “Universo físico y moral” que, al despertar, debía trasmitir a sus semejantes.Bolívar nunca compartió aquel secreto, pero sin duda sentía haber “demostrado a Europa que América tenía hombres equiparables a los héroes del mundo antiguo”. Nuevas empresas lo esperaban: la derrota de las fuerzas realistas en el Perú (1824) y la creación (en el Alto Perú, en 1825) de una nación que llevaría su nombre, Bolivia. Y poseído por “el demonio de la Gloria” quería llegar hasta Tierra de Fuego. A principio de 1826, solo un capítulo faltaría en su libreto: “el laudable delirio” anunciado en su famosa “Carta de Jamaica” de 1815: un gobierno confederado de las naciones americanas: “¡Qué bello sería –había escrito entonces– que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar ahí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios...” En junio de 1826, Panamá sería, en efecto, la sede de ese Congreso Anfictiónico. Para entonces, según estimaciones, Bolívar había recorrido 23,000 kilómetros de campaña y comenzaría a dar señales serias de la tuberculosis que a fines de 1830 acabaría con su vida.
Tratándose del inabarcable Bolívar, es difícil sustraerse a la teoría del “Gran hombre”, más aún si el mismísimo Thomas Carlyle dejó en 1843 un pequeño perfil en el que lo llama “el Washington de Colombia”, lo compara con Aníbal, y va más allá: “Si este no es un Ulises [...] ¿en dónde ha habido uno? ¡En verdad un Ulises cuya historia valdría su tinta, si apareciera el Homero capaz de escribirla!” A lo largo de los años, cientos de autores han buscado encarnar a ese Homero. Ahora recoge el desafío de Carlyle una distinguida escritora peruana: Marie Arana. Su libro Bolívar: American liberator (editado este año en Estados Unidos por Simon & Schuster) no pretende nada menos que eso: recrear la saga homérica del Ulises americano que, según Arana, “por sí solo concibió, organizó y encabezó los movimientos de independencia de seis naciones”.
Con una óptica abiertamente carlyleana, Arana (antigua editora del Washington Post, autora de un par de novelas y de un best seller de National Geographic) se propuso intentar “una narrativa arrolladora, atractiva, más una épica cinematográfica que un tomo académico”. En ese sentido logró su propósito. Su libro no descubre información importante ni aporta interpretaciones originales, pero se lee como una novela escrita con color y brío, poblada de personajes, paisajes, episodios y escenas memorables. Se ha dicho que hay historiadores del verbo e historiadores del sustantivo. Arana pertenece al primer grupo: su historia, como la de Bolívar, no conoce un momento de calma y en su mismo tempo trasmite la irrefrenable pasión del hombre que en la mañana del Jueves Santo de 1812, caminando por las ruinas de su natal Caracas tras un devastador terremoto, exclamó: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca.”
Arana describe el origen de esa intensa y furiosa determinación. Nacido en 1783 en el seno de la más alta aristocracia criolla, descendiente de un fundador de Venezuela del que provenía su nombre y linaje, Bolívar heredó una inmensa fortuna: doce casas y solares en Caracas y La Guaira, minas de cobre, haciendas de azúcar e índigo, plantaciones de cacao, rebaños de ganado y cientos de esclavos. Pero desde la más temprana niñez la propia naturaleza había decidido oponérsele: huérfano de padre a los dos años y de madre a los nueve, el niño Simón agrega a su riqueza enormes plantaciones de cacao legadas por el sacerdote que lo bautiza, pero nada mitiga su tragedia: “irascible, caprichoso, necesitado con urgencia de una mano firme, se volvía cada vez más ingobernable”. Según testimonio de un pariente, Simón vagaba solo por las calles, a pie o a caballo, acompañado de muchachos que no eran de su clase. Y “toda la ciudad de Caracas lo había notado”. Tras procurarle una esmerada aunque inconstante educación científica y literaria, y el ingreso a la Academia Militar, en 1799 sus tutores discurren la solución de un viaje a Madrid, donde el joven aristócrata frecuenta la Corte imperial, con incidentes chuscos que mucho tiempo después recordó o acaso inventó (como haber estrellado un gallo de bádminton en la cabeza del futuro Fernando VII). Lo cierto es que en ese primer viaje a Europa encuentra el amor que debía redimirlo. Su matrimonio con María Teresa Rodríguez del Toro ocurre bajo los mejores auspicios. La joven pareja se instala al lado de la catedral en Caracas. Pero el idilio es efímero. María Teresa muere a los cinco meses de su arribo, víctima de fiebre amarilla. Bolívar queda viudo a los diecinueve años de edad. Sus duelos son el anuncio del rebelde que vendrá.
Su preceptor, el rousseauniano Simón Rodríguez, le “hizo comprender que existía en la vida de un hombre otra cosa que el amor”, escribía Bolívar a su amiga Fanny du Villars en 1804, durante el nuevo viaje europeo que había comenzado en 1803 y se extendería hasta 1807. En las principales capitales frecuenta la vida galante y los salones ilustrados, atestigua el ascenso de Napoleón, el “gran hombre” a quien siempre tuvo presente como emblema heroico, pero cuya coronación en Notre Dame en 1804 le pareció abominable. Y en la primera ascensión febril de su vida (en el Monte Sacro de Roma, en 1805), acompañado por Rodríguez, jura liberar América del yugo español. Arana cubre con vivacidad esta etapa, aunque no deja de incurrir en tópicos de la historia tradicional. Un ejemplo es su relación con Humboldt, el sabio alemán cuyas obras habían abierto al público europeo (y a Thomas Jefferson) el interés y el apetito por los riquísimos dominios de España en América. Arana recrea los encuentros casi como señales de predestinación, pero muchos años después Humboldt –sorprendido por la buena estrella de Bolívar– recordaba a su interlocutor como “un hombre pueril”.
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Simón Bolívar: el demonio de la gloria 1
Raúl Arias
El enfoque carlyleano es popular pero como método y teoría del conocimiento histórico, además de anacrónico, tiene al menos dos inconvenientes: tiende a dejar de lado contextos pertinentes (sociales, culturales, históricos), y a cancelar la distancia entre el biógrafo y el biografiado. Arana incurre en esta doble falla desde el instante en que asume el libreto de Bolívar según el cual los hechos que conmovieron el subcontinente americano en la segunda década del siglo xix fueron provocados por la “incompatibilidad fundamental” entre el viejo, decadente pero aún poderoso Imperio Español, que había oprimido a sus colonias de ultramar por trescientos años, y la voluntad de los americanos por conquistar su libertad e independizarse. A estas alturas, con los aportes diversos al conocimiento histórico que Arana desestima, es inadmisible esta variante de la leyenda negra española aplicada a los movimientos de independencia.
Reproducido de "Letras libres" en http://www.letraslibres.com/autores/enrique-krauze
(*) Historiador, ensayista y editor mexicano, director Letras Libres y Editorial Clío.
Que parecidos entonces y ahora, hasta con su tuberculosis que era el cáncer de entonces.
ResponderEliminarComo nos sobran héroes y nos faltan gobernantes.