No es de asombrar que se
asesine a príncipes y estadistas. A
menudo hay cambios muy
importantes que dependen de sus
muertes, y en vista de la
eminencia en que se encuentran se
hallan particularmente
expuestos a la mano de cualquier
artista a quien anime el
deseo de lograr un efecto escénico.
Pero hay otra clase de
asesinatos que ha prevalecido desde
comienzos del siglo
diecisiete y que sí me sorprende: me
refiero al asesinato de
filósofos. Señores, es un hecho que
durante los dos últimos
siglos todos los filósofos eminentes
fueron asesinados o
estuvieron muy cerca de ello, hasta tal
punto que cuando un hombre
se llame a sí mismo filósofo y
no se haya atentado nunca
contra su vida, podemos estar
seguros de que no vale
nada; por ejemplo, creo que una
objeción insalvable a la
filosofía de Locke (si acaso hiciera
falta) es que, aunque el
autor paseó su garganta por el mundo
durante setenta y dos años,
nadie condescendió nunca a
cortársela. Como estos
casos de filósofos no son muy
conocidos y, en general,
los tengo por interesantes y bien
compuestos en sus detalles,
procederé ahora a una digresión
sobre el tema, cuyo
principal objeto será mostrar mi propia
El primer gran filósofo del
siglo diecisiete (si exceptuamos a
Bacon y Galileo) fue
Descartes, y si alguna vez se dijo de
alguien que estuvo a punto
de ser asesinado —a una pulgada
del asesinato— habrá que
decirlo de él. La historia es la
siguiente, según la cuenta
Baillet en su Vie de M. Descartes,
tomo I, págs. 102-3. En
1621, Descartes, que tenía unos
veintiséis años, se hallaba
como siempre viajando (pues era
inquieto como una hiena) y
al llegar al Elba, ya sea en
Gluckstadt o en Hamburgo,
tomó una embarcación para
Friezland oriental. Nadie
se ha enterado nunca de lo que podía
buscar en Friezland
oriental y tal vez él se hiciera la misma
pregunta ya que, al llegar
a Embden, decidió dirigirse al
instante a Friezland
occidental, y siendo demasiado impaciente para tolerar
cualquier demora alquiló una barca y contrató a unos cuantos
marineros. Tan pronto habían salido al mar cuando hizo un
agradable descubrimiento, al saber que se había encerrado en una
guarida de asesinos. Se dio cuenta, dice M. Baillet, que su
tripulación estaba formada por «des scélérats», no aficionados,
señores, como lo somos nosotros,
sino profesionales cuya
máxima ambición, por el momento, era degollarlo. La historia
es demasiado amena para resumirla y a continuación la
traduzco cuidadosamente del original francés de la biografía:
«M. Descartes no tenía más compañía que su criado, con quien
conversaba en francés. Los marineros, creyendo que se
trataba de un comerciante y no de un caballero, pensaron que
llevaría dinero consigo y pronto llegaron a una decisión que
no era en modo alguno ventajosa para su bolsa. Entre los
ladrones de mar y los ladrones de bosques hay esta
diferencia, que los últimos pueden perdonar la vida a sus víctimas sin
peligro para ellos, en tanto que si los otros llevan a sus
pasajeros a la costa corren grave peligro de ir a parar a la cárcel. La
tripulación de M. Descartes tomó sus precauciones para evitar
todo riesgo de esta naturaleza. Lo suponían un extranjero
venido de lejos, sin relaciones en el país, y se dijeron que
nadie se daría el trabajo de averiguar su paradero cuando
desapareciera «(quand il viendrait à manquer)».
Piensen,
señores, en estos perros de Friezland que hablan de un filósofo como
si fuese una barrica de ron consignada a un barco de
carga.
«Notaron que era de carácter manso y paciente y, juzgándolo
por la gentileza de su
comportamiento y la
cortesía de su trato, se imaginaron que debía ser un joven
inexperimentado, sin situación ni raíces en la vida, y concluyeron que
les sería fácil quitarle la vida. No tuvieron empacho en
discutir la cuestión en presencia suya
pues no creían que
entendiese otro idioma además del que empleaba para hablar con su
criado; como resultado de sus deliberaciones decidieron
asesinarlo, arrojar sus restos al mar y dividirse el botín.»
Perdonen que me ría, caballeros,
pero a decir verdad me río siempre que recuerdo esta
historia, en la que hay dos cosas que me parecen muy cómicas.
Una de ellas es el miedo pánico de Descartes, a quien se le
debieron poner los pelos de punta, como suele decirse, ante el
pequeño drama de su propia muerte, funeral, herencia y
administración de bienes. Pero hay otro aspecto que me
parece aún más gracioso, y es que si los mastines de Friezland
hubieran estado «a la altura», no tendríamos filosofía
cartesiana y, habida cuenta de la infinidad de libros que
ésta ha producido, dejaré que
cualquier respetable
fabricante de baúles explique cómo nos hubiera ido sin ella.
Pero sigamos adelante: a
pesar de su miedo cerval,
Descartes demostró estar
dispuesto a luchar y con ello
intimidó a la canalla
anticartesiana. «Viendo que no se trataba
de una broma» —dice M.
Baillet—, «M. Descartes se puso de
pie de un salto, adoptó una
expresión severa que estos
miserables no le conocían
y, dirigiéndose a ellos en su propio
idioma, los amenazó con
atravesarlos de parte a parte si se atrevían a ofenderlo en lo
que fuera.» Sin duda para los viles rufianes hubiese sido honor
muy superior a sus méritos el quedar ensartados como
pajaritos en una espada cartesiana, y me alegro que M. Descartes
no cumpliera su amenaza, robándole así sus presas a
la horca, sobre todo cuando pienso que, tras asesinar a la
tripulación, no hubiera conseguido regresar a puerto: habría
quedado navegando eternamente en el Zuyder Zee para que los
marineros lo tomaran por el Holandés Errante que volvía
a casa.
«El valor que mostró M. Descartes» —dice su
biógrafo— «obró como por arte de magia sobre los bribones. Lo
súbito de la sorpresa los hundió en la más ciega consternación,
por fortuna para él, y lo llevaron a su lugar de destino sin más
molestias».
Tal vez, caballeros, crean
ustedes que, siguiendo el ejemplo del discurso de César a su
pobre barquero «Caesarem vehis et fortunas
eius»— M. Descartes no tenía sino que decir:
«¡Perros, no
podéis cortarme la garganta, pues lleváis a Descartes y a su
filosofía!», después de lo cual ya podía desafiarlos a que
hicieran lo que se les antojase
Thomas De Quincey:
Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes.
Literatura. Alianza Editorial. Madrid 1985
Traducción de Luis Loayza