sábado, 1 de septiembre de 2012

CÁNTICO DE JAJÓ

                                                                                               Adriano González León (*)

Palabras pronunciadas el 23 de junio de 1991 con ocasión del Homenaje de los Escritores de Venezuela a San Juan de la Cruz en el IV Centenario de su muerte.  El texto fue tomado del libro 
El Verbo Iluminado. Los Escritores de Venezuela a San Juan de la Cruz en el IV Centenario de su muerte.  Sesenta años de la Asociación de Escritores de Venezuela.  Fondo Editorial "Orlando Araujo". Federación de Asociación de Escritores de Venezuela. Caracas 1995.  pp. 31-38
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                                                                                                                Con la licencia de Ernestina Salcedo Pisani

Una tierra obstinadamente solitaria, con dos o tres árboles próximos a desfallecer, polvo y arena para formar el dibujo de la lejanía, algo inevitable y triste, en su eternidad de piedra y ruinas, está en una vieja imagen de la infancia, contemplada entre los papeles que tenía un hacedor de santos llamado Pedro Colmenares. Dijo que esas casas dispersas y esos muros comidos por el abandono, eran la aldea de Duruelo, el lugar donde un fraile llamado Juan de la Cruz había fundado, con cuatro compañeros, el convento de los carmelitas descalzos.  Yo tenía alguna idea de lo que podría ser un convento, por las noticias de las tías, pero me fue difícil entender por qué andaban descalzos. Más tarde, en el colegio, me explicaron que se habían lanzado así a la tierra, por los caminos más duros y espinosos, para hacerse merecedores de Dios. Tampoco entendí mucho, porque hasta ese momento Dios era para mí el esplendor de la capilla, el lujo de las lámparas, los papeles brillantes que colgaban de las velas, ciertos olores que salían del altar mayor, un sabor a harina, a pan fresco, a campanas resplandeciendo en el viento y muchos rayos de luz que estremecían los cielos en una estampita del
catecismo. Dios era la alegría de la fiesta patronal, los cohetes enardeciendo las copas de los árboles, las muchachas con vestidos nuevos, y sobre todo, los muchachos que estrenábamos zapatos para aquella ocasión.
    Después, en la medida que fue pasando la noche oscura del alma, entendimos que aquel fraile había trocado el sufrimiento y la muerte en una forma de alegría.  Cuando se llamaba Juan de Yepes, ya era pobre y doliente de solemnidad, flaco como un barraño en los matorrales de Fontiveros. el pueblo donde nació, entristecido en las miserables casas de barro y piedra, en las callejuelas tortuosas, en los caseríos donde según dicen las crónicas, "no se hallaba pan".  El hambre, entonces abre los primeros pasos en la ruta hacia Dios: los dolores, lo que él llamaría más tarde "la llaga", los sufrimientos, el escarnio, la tolerancia, la llama de amor viva, el cauterio suave, todo el mensaje luminoso que nos permite escuchar hoy, después de cuatrocientos años, su cántico espiritual.
    Poetas y devotos nos hemos reunido en este pueblo, también de calles tortuosas, sosegado como a él le hubiera placido, sin el horizonte pleno de sus lugares de prédica y escritura, pero con una neblina de ciertas tardes y unos páramos cercanos donde crece la hierba de la eternidad. El díctamo real saluda a sus flores esmaltadas y los venados reciben a su ciervo vulnerado.  Estas montañas saben escuchar los maitines que se fue a cantar al cielo, a las doce de la noche, sin congoja, el día 14 de diciembre de 1591.
    Juan de la Cruz logró su propósito. Trocar la muerte en vida.  Ahora nos explicamos plenamente lo que no entendimos al comienzo.   Andaba descalzo y mal comido y mal vestido porque los ropajes y las viandas no servían para cubrir y alimentar su enherbolado corazón.  La palabra la inventó Teresa de Jesús, como inventó ella también esas  maneras peculiares de acercarse a Dios que ejecutó su compañero de padecimientos y trabajos, pero también de esa riqueza de la palabra  que ejercitaron juntos y de esa constancia para atrapar la divinidad más allá de las apretadas proposiciones teológicas, más acá del simple juego de las visiones fáciles, pero sí con la ardiente pasión de tener un mano a mano con Dios, una morada pura para recibir a Dios, una elaboración interior de Dios, un camino que Teresa llamó de perfección y Juan llamó de aprendizaje. Mediante el recogimiento y la meditación se llega a la unión transformante, según Teresa.  Mediante el fervor se llega a lo candente y lo inflamado, según Juan.  Ambos lograron la síntesis de lo humano y lo divino.  Teresa quizás logró mejor sus explicaciones prácticas, su ordenamiento, su organización.  Juan de la Cruz, el santico, como ella lo llamaba, se fue a buscar a Dios por la poesía. por la pura poesía, por el verbo germinal, como el otro Juan, el del Evangelio, lo había dicho, y a pesar de las teorizaciones y los textos explicados del santo, la palabra resplandece sola, va más allá del símbolo.  Y en su aspiración por convertirse en divina, desde su escala humana, una vez que toca las fronteras se desenvuelve y suena única, como si se pareciera a Dios, como si se pareciera al hombre, con el absoluto y lo transitorio a la vez, con el día y la noche, con el creyente que se busca y el pecador que que aflora, y sobre todo, con la verdad singular de su música, ese acento, esas pausas, ese compás, la precisión de los ritmos, las cadencias, las variaciones en el tono y la inteligente composición que obliga a todos, fervorosos o incrédulos, a postrarse ante ese misterio del alma que él llamó, con una brillantez que cubrirá los siglos de los siglos, la soledad sonora.

    Juan de la Cruz, en realidad no se quedó permanentemente en el cultivo de la soledad.  Fue más bien, como su amiga y maestra, un activista del espíritu.  Por ello las penas y miserias que corrió.  Por ello su presencia en las fundaciones, en los campos, en los poblados, en los caminos.  Pero también por ello su altivez intelectual, sus conocimientos, sus lecturas, su paso por el Colegio de Humanidades en Medina del Campo, sus cursos en la Universidad de Salamanca.  Hubo una búsqueda teórica de Dios.  Quizás se le recuerde, en su faz de religioso, más por sus momentos exaltados, por su apasionada necesidad celeste que por sus meditaciones.  Como pudo haber ocurrido al principio con su actividad poética.  Él las llamó canciones y en muchos versos recogió una presencia popular.  Pero hizo que el madero, como él quería, tomara más fuego para que se hiciera llama pura.  Aplicó el rigor a la inversa de como lo aplicó en su religión.  El éxtasis, el arrebato, el enamoramiento de Dios, mejoraron sus ideas.  En cambio, una teología de la palabra mejoró la simpleza inicial de su canto.  Es ello lo que conmueve, lo que fascina, lo que nos deja asombrados, lo que todavía no nos podemos explicar, porque todo está hecho con sabiduría y pasión a la vez, cuando escuchamos hablar a la Amada:


Mi Amado las montañas
los valles solitarios nemorosos
las ínsulas extrañas
los ríos sonorosos
el silbo de los aires amorosos
La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora
la música callada
la soledad sonora
la cena que recrea y enamora.

    Juan de la Cruz divinizó lo humano. Juan de la Cruz humanizó lo divino. ¡Se ha dicho tántas veces! Y también, como ningún otro, desacralizó las palabras. Y como ningún otro, les dio carácter sobrenatural a los vocablos de la calle. Su canonización, y después su rango de doctor, prueban que logró lo primero. La resonancia universal de su voz prueba que logró lo segundo. Así podemos entender mejor los versos de Manuel Machado:

¡El más poeta de los santos todos...
y el más santo de todos los poetas!...

¡Santo, poeta y hombre! Tres condiciones para ganar la memoria después de cuatrocientos años. La última tiene pruebas irrefutables. Firme ante los padecimientos, trabajador sin fatigas, vital y animoso, abierto a todas las aventuras y desventuras posibles, tenaz frente a la tortura, incorruptible contra las paredes de su celda, inteligente y sagaz para buscar la posibilidad última de conseguir la libertad. Su fuga espectacular de la prisión de Toledo, después de largos meses de hambre, vejámenes y castigos, mostró que era indoblegable. Estudió reja a reja, muro a muro, las idas y venidas del guardián, la situación de la celda con relación a la ciudad, la altura de la muralla y fabricó con su sayal y su candil la cuerda que le serviría para la fuga.
    El conjunto de testimonios que hay sobre su aventura, convierten su tiempo carcelario en una patética narración de horrores y suspenso. Juan de Santa Ana, Inocencio de San Andrés y Juan de Santa María dejaron extraordinarias declaraciones de cómo la agudeza del prisionero logró saltar la muralla y huir por las riveras del Tajo.
    Semejante peripecia agrega una gloria más para Juan de la Cruz.  Arrojado y valiente, a la vez que lleno de imágenes y portentos, evitó la muerte que querían imponerle los otros para escoger la propia. Cuando recuerda los días de la cárcel dice: cada vez que comía entendía que comía la muerte. No se sabe si aquí habla literalmente o vuelve a los símbolos.  Para el caso de juntar santo, poeta y hombre, el asunto es el mismo.  Ese juego que une muerte y vida es frecuente, casi obsesivo, en su poesía. Mejor diríamos: el juego que junta todos los contrarios:

Estábame en mí muriendo
y en tí sólo respiraba.
En mí por tí me moría
y por tí resucitaba.
Moríame por morirme
y mi vida me mataba...

    Entre la existencia y la nada, entre la palabra corriente y el vocablo poblado de luz nueva, entre el recinto interior y la febril actividad, transcurre la vida y la muerte de Juan de la Cruz. Todo en él se hace válido para merecer la eternidad que hoy le consagra el mundo, le consagramos los poetas reunidos en este pueblo, quizás hecho a la medida de su espíritu.


    La esposa saldrá a buscar al Amado y dirá:


¡Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido!
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras tí clamando, y eras ido.


    Esperaremos la noche, porque, según él, es allí cuando se llega al "alto estado de la perfección".  Diremos:

¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con Amada
amada en el Amado transformada!


    Después, y ya a sabiendas de su totalidad, de su condición de santo, poeta y hombre, de su sentido amplísimo, de su constante atar las luces y las sombras, va esta:

              ORACIÓN PARA QUE SAN JUAN DE LA CRUZ PERDONE A LOS POETAS.

    Señor de la lámpara de fuego, Señor que has inventado las llamas que besan, Señor que escuchaste un aire extraño en el bosque de los cedros, no olvides en tu resplandor a los que aquí se congregan, los que esperan verte entre las nieblas, mirarte cuando juntes frailejones y oteros.  Señor, aquí hay hierbas frescas y aguas que suenan para tus pies descalzos.  Hay unas hondonadas que harán eco y repetirán mil veces tus palabras.  Señor, habla y sonarán los árboles.  Señor, respira y subirán los ríos... Juan de Yepes, Juan de la Cruz, Santico, San Juan de la Cruz, escribe por nosotros, ayuda nuestro aprendizaje, mejora nuestro camino, y sobre todo, perdona nuestras palabras, porque como tú dices: también se habla mal en las entrañas del espíritu.

    Juan de la Cruz, San Juan, te pedimos que perdones a Lucrecio por su excesivo descaro, porque él sólo tenía un gran terror a la muerte.

    Perdona a François Villon por sus delitos, porque fabricó la insolencia de la palabra y tú has dicho: ¿Por qué no tomas el robo que robaste?

    Perdona al Marqués de Sade, porque él mismo pidió perderse en los escombros de su nada y que su nombre se borrara de la memoria de los hombres.

    Perdona a Quevedo por sus desmesuras, porque después se convirtió en polvo enamorado.

    Perdona a Cervantes por sus deudas, porque el mundo ha contraído una más grande con él.

    Perdona a Baudelaire, porque sus flores del mal son como las flores que no cortaste.

    Perdona a Rimbaud, porque su temporada en el infierno fue para hacerse vidente como tú.

    Perdona a Edgar Poe, porque sus borracheras iluminaron las calles de Baltimore.

    Perdona a George Sand, porque sus desparpajos eran para buscar amores.

    Perdona a Emily Brontë, porque su pasión era una especie de continencia.

    Perdona a Henry Miller, porque su descenso a los pantanos fue una forma de purificación.

    Perdona a Anaïs Nin, porque sus excesos fueron tantos como las quince mil páginas de su diario.

    Perdona a André Breton, porque él concibió un punto del espíritu donde la vida y la muerte, lo real y lo irreal, lo comunicable y lo incomunicable, dejan de ser percibidos como contradictorios.

    Perdona a César Vallejo, porque los viernes santos siempre estuvieron ligados a un beso.

    Perdona a José Antonio Ramos Sucre, porque su acto suicida aconteció en la búsqueda de un cielo de esmalte.

    Perdona a los poetas y a los fieles aquí congregados, porque quieren celebrar tu vida, tu muerte, tus visiones, tu cantar.

    Y, finalmente, creo que a mí no me podrás perdonar.  No sé... No sé... He tratado de decir muchas cosas en tu honor... He tratado de hablar de tu presencia milagrosa...He tratado de dejarte unas palabras...y sólo queda un no sé qué que queda balbuciendo.




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(*)  (Valera, 14 de noviembre de1931- Caracas, 12 de enero de 2008).



3 comentarios:

  1. Quiera Dios que todos los conversos adquieran ese sentido de la pasión y muerte, viviendo desde la cruz

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  2. Que maravilla de discurso y el remate uno de los pocos momentos públicos de humildad brillante de Adriano...Graciela Lucca

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  3. Siempre he dicho que Adriano es el poeta artesano que engarza sus palabras cual buen joyero para encadenarlas en un hermoso collar que luego nos lo ofrece para colgárselo a la amada que nos olvidó.

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