ANTONIO NAPOLITANO (*)
(*) Filósofo. Profesor universitario.
La cultura romana acogió el legado de la cultura
griega, y continuó interpelando el
significado del término “política”, y su concreto
ejercicio. Comprendió que el ejercicio de la política debería situarse en un marco jurídico, y
dentro de un estado de derecho. Este acierto le permitió al mundo romano reinterpretar la polis como “res publica” y, con ello, reinterpretar tanto las funciones de los ciudadanos (civis), como el significado y el
ejercicio de la
autoridad. Este esfuerzo hermenéutico permite comprender que la estructura de la realidad política debe derivar
de las “normas” o “leyes” (ius);
debe ser ejercido con “prudencia”, “equidad”, y “justicia” (virtus);
y debe tener “legitimidad”. De esta interrelación entre lo jurídico, la
ética y lo público, surge el perfil de
una pedagogía política y una dialéctica empeñativa del ejercicio del poder como
actividad política del ciudadano. Esta interpretación, que está en perfecta
concordancia con el significado griego
de la política, engloba en su quehacer
todas las formas de humanidad que tienen que ver con la vida del individuo:
humanidad como virtud, como actitud, como disponibilidad. Esta visión social y
humana del hombre coincide con la vida ética entendida como virtud
política. En este ideal de humanidad la acción política implica
tanto el ejercicio político de la
ciudadanía como el ejercicio de la autoridad. Este no se entiende como una verticalidad
absoluta, sino como una horizontalidad que se manifiesta como un ejercicio de
ciudadanía profunda de “disponibilidad”, de “servicio”, de
“responsabilidad” y de “autenticidad”:
una ecuación entre el ser y el hacer. Lo contrario, es decir, la verticalidad
absoluta de la autoridad, desarrolla una perversión de todas las ideas
valorativas, corrompe el pensamiento y el modo de ser de los ciudadanos.
Se entiende, ahora, por qué
la cultura romana sustituye el término poder (potentia) por el término
autoridad (auctoritas), al referirse
a los servidores públicos. En efecto, no se tradujo al
latín lo equivalente al verbo “dínamai” para referirse a la “autoridad
política”, sino del verbo “augere”, que traduce: “hacer crecer”,
“honrar”. Con ello se quería
señalar puntualmente que el carácter funcional de la autoridad es promover el crecimiento y el desarrollo de
aquellos sobre los cuales se ejerce la autoridad. Pues, la esencialidad del quehacer político, es un ejercicio al servicio del hombre en su singular realidad que le caracteriza. Este significado excluye radicalmente el ejercicio de la autoridad como
fin en sí mismo, y lo propone
como una actividad relacionada con el desarrollo y la dignidad
de cada hombre como persona dentro de un
grupo humano, y en el cumplimiento de
las leyes.
Un punto importante en esta propuesta ciceroniana es que el “derecho
civil” (ius civile) debe derivarse de
la “ley natural” (lex naturae): esa
norma racional natural, propia de la comunidad divino-humana y que debe regir
el orden social. En este sentido, es la
“ley” (lex) quien determina el
“derecho” (ius), por cuanto ella es
“eterna“ (perpetua), “natural” (naturalsi)”, “grande” (summa), “verdadera” (vera), “celestial” (caelestis). Lo cierto es que Cicerón encontró una cierta
dificultad para traducir el término griego “νόμος” (ley, estatuto). Pues el nomos platónico es una ley del espíritu.
Por esto es que dentro de la democracia platónica es factible una “nomocracia”,
que se resuelve en el imperio de la razón, es decir, de los filósofos.
Justamente, Cicerón al traducir la palabra “nómos” no encuentra otra más adecuada que el término
“ley” (lex). Pues, encuentra la
etimología de “lex” en el verbo “lěgere”.
Pues, este verbo tiene diferentes acepciones entre las cuales traduce “elegir”. Con ello, Cicerón busca una concomitancia con el significado
más propio del término griega “nómos”, que
significaba justamente la “ley”. E igual que “lex” “nómos” viene del verbo “némo”
que traduce igualmente elegir, escoger, casi indicando que la componenda
normativa de la ley entra en una dinámica puntual de significado que no se
presenta ya como un legalismo, sino como una norma que trasciende su propia
inmediatez, y se vuelve un valor que llama a ser testimoniado. De esta manera
la concepción moral implica una antropología que puntualiza una visión unitaria
y dinámica de la vida moral, en la que el armónico ejercicio del acto refleja
una vivencia según la norma, asumida no en nombre de su racionalidad, sino por
ser un valor, ya que vivir según su
racionalidad sería vivir según un formalismo legalista, que induce a una mera
juridicidad, a una esclerosis abstracta de la ley.
(*) Filósofo. Profesor universitario.
Quedo algo descentrado en la congruencia de la horizontalidad del poder expresado en la relevancia de la ciudadanía y la verticalidad del poder imperial y en la estratificación de derechos para ciudadanos y no ciudadanos. Parece que hay una antropología un tanto particular que condiciona la ética.
ResponderEliminarMe parece relevante porque puede explicar la intolerancia al monoteísmo.